“Tu es Filius meus: Ego hodie genui Te—Tú eres mi Hijo: te he engendrado hoy” (Salmo II, 8).
Saludos.
Queridos en hermanos en Cristo y en María Santísima:
A primera hora del 25 de Diciembre la Iglesia celebra la Navidad, o sea el nacimiento humano, en Belén, de Jesús, el Hijo de Dios, Salvador del mundo, el Verbo, a quien engendra el Padre desde toda la eternidad en el cielo, tomando naturaleza humana en el seno de la Virgen María, quien le da realmente su carne, y nace en una gruta.
El que viene a participar de nuestra vida humana es el Hijo de Dios antes de ser el Hijo de María; pero es realmente uno de nosotros.
El nacimiento de Cristo en la medianoche subraya enérgicamente este doble aspecto de grandeza divina y de humildad humana.
Ahora reflexionemos sobre la gran fiesta de la Pascua de Navidad.
Todo el año eclesiástico, se desarrolla en torno de dos grandes fiestas: la Pascua de Navidad y la Pascua de Resurrección; siendo estas fiestas una verdadera explosión de alegría.
En efecto, la Pascua de Navidad es explosión de alegría, pero de una alegría infantil, candorosa, ingenua, alborozada, semejante al amanecer de un hermoso día y al despertar de la primavera.
La fiesta de la Resurrección es también una explosión de alegría, pero de una alegría triunfal, grandiosa, magnifica, la alegría que produce una obra consumada, una empresa llevada a feliz término, una misión cumplida. Por eso tiene un sello de serenidad, de sosiego y descanso, y como un reflejo de lo divino y de lo eterno.
Ahora ahondemos más en esta cuestión: ¿qué es una fiesta?
Afirmábamos que es una explosión de alegría, pero esta alegría es producida por un acontecimiento capaz de estremecer de gozo a nuestras almas: a veces es un acontecimiento pasado y la fiesta lo recuerda; en otra ocasiones es un acontecimiento presente y la fiesta lo celebra.
Así, por ejemplo, en el orden natural, los padres celebran el nacimiento de sus hijos y sus aniversarios; las familias celebran los grandes acontecimientos de la vida hogareña, como la primera comunión, el término de una carrera, la entrada en religión, la ordenación sacerdotal.
Las naciones celebran el aniversario de su independencia, el sacrificio de sus héroes, los grandes hechos de su historia.
Si las fiestas del orden natural pasamos a las del orden sobrenatural, éstas tienen también, esos dos rasgos característicos. El primero es que todas las fiestas, de una manera o de otra, celebran a Jesús porque su aparición en la tierra es el único acontecimiento capaz de alegrar las miserias y dolores de esta vida:
Ya celebramos a Jesús naciendo; o a Jesús que es adorado por los Magos; a Jesús que lleva una vida de trabajo y de oración en el silencio de Nazaret; a Jesús que, por los senderos de Galilea, esparce la buena nueva; a Jesús que nos redime y salva; a Jesús que triunfa del pecado y de la muerte, que sube a los cielos y nos envía su Espíritu; a Jesús que se queda en medio de nosotros en la Sagrada Eucaristía.
El segundo carácter de estas fiestas es que no solamente celebran un acontecimiento pasado, sino también un acontecimiento presente; no sólo un hecho histórico que pasó, sino también un acontecimiento místico que perdura.
Y es que en todo misterio de Cristo hay dos aspectos: la envoltura exterior, que es el hecho histórico que pasa, y la sustancia interior del misterio, que es la gracia que Cristo en ese paso de su vida mereció para nuestras almas.
Así, por ejemplo, en la fiesta de Navidad celebramos el hecho histórico del nacimiento de Jesús en el pesebre de Belén, hace cerca de 20 siglos, pero también celebramos la realidad presente; la renovación de ese misterio en las almas, la gracia de un renacimiento espiritual que en cada Navidad Cristo derrama en las almas de los hombres de buena voluntad.
Si de las fiestas de la tierra pasamos a las fiestas del cielo, tenemos que decir que en el cielo no hay fiestas como en este mundo, sino, sólo una, y muy grandiosa y eterna, que inunda de alegría el Corazón de Dios y hace bienaventurados a todos los ángeles y a todos los santos.
¿Cuál será ese acontecimiento que celebra esta fiesta celestial? Es éste: que el divino Padre tiene un Hijo el Hijo Unigénito, el Verbo divino, el objeto de todas sus complacencias.
Para formarnos un idea de lo que esto significa, pensemos que sobre la tierra no hay satisfacción tan grande como la de un padre que contempla a su hijo, que se ve como retratado en él, que con todo derecho puede considerarlo como una prolongación de su ser y como un pedazo de su corazón. Con qué satisfacción el padre puede llamarlo “¡hijo mío!” seremos, acaso capaces de ¿Comprender toda la ternura, toda la dicha que en esa palabra se encierra?
Más grande y satisfactoria es aún la paternidad espiritual. Por cuanto supera el espíritu a la carne, la gracia a la naturaleza, tanto es así de superior la paternidad de las almas a la paternidad de los cuerpos.
Y el ejemplo lo tenemos en la paternidad espiritual de los sacerdotes, en el cual Dios pone un alma en esas manos. Y el sacerdote, con su oración, con su sacrificio, con su palabra, con su ministerio, la purifica primero del pecado, le infunde la vida de la gracia y después la va modelando hasta reproducir en ella la semejanza de Cristo: ¡con qué satisfacción puede entonces decir, como San Pablo decía a los cristianos que había engendrado para Dios: “¡Hijitos míos! ¡mi gloria, mi gozo, mi corona!” (Gal., IV, 19; I Tes., II, 20; Fil., IV, 1).
Pues bien, todo esto no es más que un pálido reflejo de la satisfacción infinita que experimenta el Padre Celestial cuando contempla al Verbo divino que ha engendrado. Le dice, como canta la Iglesia al empezar la solemnidad de la Nochebuena: “Tú eres mí Hijo, hoy te he engendrado”.
El Padre se ve tan perfectamente retratado en su Hijo, que es Dios como Él. Lo contempla igualmente omnipotente, bondadoso, santo. Como dice la Escritura, es “el esplendor de la Luz eterna, el espejo sin mancha de la Majestad de Dios y la imagen de la Bondad Divina, es más hermoso que el sol, supera a la armonía de las estrellas y es más puro que la luz” (Sap., VII, 26 y 29).
Y al contemplarlo así, no puede menos que amarlo; o mejor dicho, el Padre y su Hijo no pueden menos que amarse, con un amor personal e infinito, que es el Espíritu Santo. Y de ese amor, que es un abrazo que une, un ósculo o (beso) que sella esa unión, brota un océano de gozo que hace bienaventurado a Dios, y a todos los ángeles y santos, y que los hace prorrumpir en ese cántico nuevo el cielo que no tendrá fin.
Analizando todo lo que sea dicho, podemos llegar a la conclusión de que en el cielo y en la tierra, Jesús es la ÚNICA FIESTA, porque es la única causa de la verdadera alegría.
El Verbo Divino es la alegría eterna del cielo: por eso cuando bajó del cielo, apareció en esta tierra miserable el principio y la fuente de toda alegría. Con razón los ángeles anunciaron su nacimiento con estas palabras: “Os anunciamos un gozo inmenso: ¡os ha nacido un Salvador!” (Lc., II, 10,11).
Y esta alegría no nos es extraña, es nuestra, es de cada uno de nosotros; es de los ricos y poderosos, y de los pobres y miserables. Por eso Isaías, contemplando varios siglos antes este acontecimiento, exclamaba: “Nos ha nacido un pequeñito, un hijo se nos ha dado… cuyo nombre es el Admirable, el Consejero, Dios, el Omnipotente, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la paz” (Isai., IX, 6).
Desde entonces, la única fuente de alegría brota del Corazón de Cristo, de la Hostia santa que lo contiene.
Ante todo esto, cabe pues, preguntar: ¿puede un hombre morirse de sed junto a una fuente de agua cristalina? Con mayor razón, ¿puede un alma estar triste, si cada día en la Hostia santa comulga el Gozo eterno del cielo?
Por eso, si el Cristianismo es la religión del amor, es igualmente la religión de la alegría; y es la religión de la alegría precisamente porque es la religión del amor.
Para el cristiano estar alegre no es sólo un derecho: es un deber. Deber que el Apóstol nos recuerda con notable insistencia: Gaudete. Alegraos siempre en el Señor: os lo repito: alegraos” (Fil., IV, 4; II Cor., XIII, 11; Fil., III, 1; Tes., V, 16).
Por último, hermanos, olvidémonos, pues, de miserias, pequeñeces y ruindades de esta vida: porque todo lo de aquí abajo se mide por el tiempo, y lo que se mide por el tiempo pasa y no vale. No tengamos en cuenta sino la única realidad que es Jesús, la fuente perenne del gozo, que es de ayer, y de hoy, y de todos los siglos: Heri, hodie, ipse et in saecula! Como dice San Pablo a los Heb., XIII, 8.
Queridos hermanos en Cristo, después de todo lo expuesto, quiero desearles a todos una Feliz Navidad en este año 2013 y les hago llegar con cariño mi bendición Episcopal.