Las últimas palabras de Jesús en la Cruz; Su Muerte

JESUCRISTO EN LA CRUZ

Ahora tenemos que subir al monte Calvario más con el corazón que con el pensamiento, y según lo que nos dice S. Pablo, fijar toda nuestra atención en Cristo crucificado.

Arrodillémonos al pie de la Cruz, y hagamos estas reflexiones: 1º Mirando al Crucificado; 2º  Considerando sus últimas palabras.

La cruz, de la cual está pendiente el divino Redentor, es una cátedra desde donde nos predica, escuchemos con respeto y amor su testamento, es decir, sus últimas palabras en la cruz; que son, por excelencia, espíritu y vida. (Juan, VI, 64)

MIREMOS AL CRUCIFICADO

Consideremos todo lo que sufre Jesús en la Cruz:

SUFRE EN TODOS SUS MIEMBROS; en su cabeza, en sus manos, en sus pies. Todos sus huesos están dislocados: “Desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza no hay en él cosa sana” (Is., I, 6).

SUFRE EN TODOS SUS SENTIDOS: a)En sus ojos ofuscados por la sangre que caía de su cabeza y también al ver la alegría de sus enemigos por su aparente triunfo. b)En sus oídos por las blasfemias e imprecaciones que lanzaban contra él; c)En su garganta abrazada por la sed que lo devoraba después de toda la sangre que había derramado.

SUFRE EN TODO LO QUE LE RODEA. Todos se han conjurado contra él: el poder temporal y el espiritual; el elemento civilizado y el inculto; el sabio y el ignorante; los ancianos del pueblo, los Escribas y los Fariseos:

a)Sufre de parte de su pueblo escogido que él tanto amó y de quien ahora es abandonado y despreciado; b)Sufre de parte de los amigos de los cuales ni uno hay en este momento que lo quiera defender; c)Sufre de parte de sus Discípulos de los cuales a excepción de uno solo, todos le han abandonado; otro le ha negado, y un tercero le ha entregado a sus enemigos; d)Sufre porque se le figura que su Padre le ha abandonado: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? (Mat., XXVII, 46)

SUFRE DE TODAS LAS MANERAS POSIBLES, por la ingratitud, por la traición, por la calumnia.

Todo cuanto pudiera inventar la malicia humana y diabólica había sido empleado en su contra. Por esto mismo podemos asegurar que sufrió sin medida. El profeta Isaías nos lo pinta como varón de dolores en quien no había parte sana.

No es de aspecto bello, ni esplendoroso: nosotros le hemos visto… despreciado, y el desecho de los hombres, varón de dolores y que sabe lo que es padecer (Is., LIII, 2).

SUFRE EN SILENCIO Y SIN EL MENOR LAMENTO.

No abrió su boca; calla, sin pedir venganza. A diferencia de Elías que hizo que bajara fuego del cielo para aniquilar a los que habían sido enviados para prenderlo y por dos veces cincuenta hombres fueron destruidos. (IV Rey., I, 9).       

Sólo Jesús calla a pesar de que lo provocaban a que se defendiese: “A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo; si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz y creeremos en él” (Mat., XXVII, 42).

OIGAMOS AL QUE HABLA

Jesús está sufriendo dolores agudísimos y, al mismo tiempo que padece en silencio, sin lanzar un solo lamento, abre sus labios para darnos los últimos recuerdos, las postreras manifestaciones de la bondad de su corazón. Con toda verdad podemos aquí repetir aquella sentencia de S. Juan: “Los amó hasta el fin” (Jn., XIII, 1) y llevó su amor hasta el heroísmo.

PRIMERA PALABRA: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Luc., XXIII, 34).  Siendo esta primera palabra de Jesús en la cruz, una lección de caridad y perdón: en la cual pide el perdón e intercede por sus verdugos.

Con su ejemplo quería confirmar lo que tantas veces nos había recomendado el de “amar a nuestros enemigos y orar por los nos persiguen” (Mat., V, 44). Y esta oración de Jesús, no sólo se refería a sus verdugos actuales, sino que se extendía también a todos los pecadores hasta el fin del mundo. ¿Quién, pues, se atrevería a desesperar de su perdón? ¿Por qué temes pecador?, dice S. Tomás de Villanueva.

Cuando Nuestro Señor pide perdón por sus verdugos. Nos los nombra para que todos queden incluidos: los judíos y los paganos, el Pueblo y los Sacerdotes, los verdugos y los que ordenaron su muerte, en fin, todos y con ellos nosotros también.

Y a todos sus verdugos los disculpa y los defiende diciendo “por que no saben lo hacen”. Pero ¿Será posible que no sepan lo que hacen, los que poco antes, en el pretorio de Pilatos, clamaban para que su sangre cayera sobre ellos, y su descendencia?

Y con todo bien podemos decir que ni los Judíos, ni nosotros sabemos lo que hacemos cuando ofendemos a Dios N. S. Sí conociéramos la malicia que se encierra en el pecado, y lo que ofende a Dios, nunca tendríamos el atrevimiento de cometerlo.

¡Oh amor inmenso de Jesús! ¡Qué lección admirable para nosotros que somos tan fáciles en encontrar faltas en los demás cuando a veces nosotros somos los culpables!

SEGUNDA PALABRA: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Luc., XXIII, 43).

De los dos ladrones crucificados con Jesús, uno de ellos le insulta y le blasfema; pero otro, movido por la gracia, le alaba, le invoca y se salva. Primeramente reprende a su compañero y se declara culpable; después toma la defensa de Jesús y publica su inocencia. Finalmente, dirigiéndose a Jesús, le dice, lleno de fe y de confianza; “Señor, acuerdate de mí, cuando hayas llegado a tu reino” Y Jesús le responde: “En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso”

Tengamos los mismos sentimientos que el buen ladrón, y mereceremos la misma promesa. Aprovechémonos, además, cuidadosamente de la grave lección que aquí se nos da. Jesús inocente tuvo su cruz y rehusó descender de ella; el buen Ladrón penitente tuvo su cruz y la acepto con espíritu de expiación y de satisfacción, y ella le sirvió de instrumento de salvación; el mal ladrón tuvo también su cruz, pero cuanto dependía de él la rechazó, quiso librarse de ella, y ella de nada le sirvió. Ya que evitar la cruz es imposible. A nosotros nos toca escoger cómo queremos soportar la nuestra.

¡Oh que bondad que excede toda esperanza! ¿qué podemos nosotros temer después de estas palabras? ¿Quién podrá jamás desconfiar del perdón viendo a Cristo en la Cruz no tan sólo perdonando, sino concediendo muchos más de lo que se le pide, otorgando el mismo cielo al que por sus crímenes se había hecho acreedor a tan infame muerte?

TERCERA PALABRA:Mujer, ahí tienes a tu hijo: después dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre” (Jn., XIX, 26).

El testamento de Jesús. De pie, junto a la cruz de su Jesús. Estaba su Madre, con María, su parienta, y Salomé, y Magdalena, y también el discípulo amado de Jesús. Viendo, pues, Jesús a su Madre y a  S. Juan, dijo a su Madre: “Mujer ahí tienes a tu hijo”. después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y el Discípulo desde entonces la recibió consigo.

¡Conmovedora solicitud de Jesús moribundo, por los hijos que iba a dejar huérfanos! No teniendo más que  a su Madre, nos la entrega, recomendándonos honrarla y amarla como Madre nuestra, y dándole a ella, para todos nosotros, pobres pecadores, un corazón verdaderamente maternal.

¡Oh, amor entrañable de Jesús! Bien comprendió la Madre todo el misterio de aquella palabra y quiso al momento dar cumplimiento a la voluntad de su Hijo manifestada en ocasión tan solemne. Era éste como su testamento. La última prueba de la inmensidad de su amor.

pero, ¡qué cambio! ¡Qué diferencia de hijo a hijo! Perdía un Hijo tan bueno, tan sumiso, tan dócil; y esto para recibir en cambio unos hijos ingratos, rebeldes, que no harían más que amargar el corazón de tan tierna Madre! ¡Pero por el amor tan grande que Ella le profesaba a su Jesús, desde aquel momento nos recibió a todos en su regazo, nos estrecho contra su corazón y comenzó  a ser nuestra verdadera Madre, la Madre más solícita que jamás ha existido en la Tierra!

¿Y nosotros hemos sido buenos hijos? ¿Dignos de tal Madre?

Gracias buen Jesús por semejante presente; ayúdanos  a tener por María los sentimientos de San Juan, o mejor todavía, has nos participantes de tus propios sentimientos por ella.

A menudo decimos a la Virgen María: Muéstranos que eres nuestra Madre; y ¿no tendría Ella fundados motivos para decirnos: Muestra primero ser hijo?

CUARTA PALABRA: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?”. Queja amorosa de Jesús a su Padre. (Mat., XXVII, 46).

Desde la hora sexta hasta la nona, es decir, desde mediodía hasta las tres, hubo tinieblas sobre toda la tierra. Hacia la hora nona, Jesús dio un gran grito, diciendo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?”.

Este gran grito indica un inmenso dolor, pero no desesperación. No se le debía perdonar a Jesús ningún sufrimiento; quiso ser privado de todo consuelo y como abandonado por su Padre, para obtener para nosotros los auxilios de la misericordia divina y la fortaleza necesaria en las desolaciones y las pruebas.

QUINTA PALABRA. Ruega por la salvación de las almas: “Tengo sed”. (Jn., XIX, 28).

¡Oh, sí! Terrible debía ser la sed que abrazaba su garganta, después de tantas fatigas y de tanta sangre derramada; pero además de ser una sed real, física, era más que todo una sed mística:

a)—SED DE NUEVOS TORMENTOS, SED DE PADECER MÁS. Acaba de recorrer las Escrituras y había encontrado que el Profeta había vaticinado que en sus últimos momentos le habrían dado a beber “vino y hiel: Presentaron hiel para alimento mío, y en medio de mi sed me dieron a beber vinagre” (Salmo LXVIII, 22); y tuvo miedo que se olvidaran de este nuevo sufrimiento, y no lo quiso recordar.

b)—SED DE ALMAS; Sed  de que todo el mundo se salvara y por esto lanzó este grito para que resonando en el profundo corazón del pecador lo despertara del letargo de muerte y quisiera aprovecharse del fruto copioso de la Redención.

c)—SED DE ALMAS, DE CORAZONES NOBLES Y GENEROSOS; que se lanzarán intrépidas a la conquista del mundo espiritual para saciar su sed.

d)—SED DE CORAZONES PUROS, VIRGINALES, los que, dejando todas las cosas de la tierra, se consagren como víctimas de amor; Este es el grito que ha llenado los claustros y monasterios.

SEXTA PALABRA: “Todo esta consumado” (Jn., XIX, 30).

Habiendo Jesús gustado el vinagre, como último tormento, para darnos a nosotros la dulzura de su gracia, dijo “Todo esta consumado”. He aquí el secreto para tener una buena y santa muerte; cumplir como Jesús en todo la voluntad de Dios nuestro Padre. el acababa de recorrer lo que había sido profetizado sobre el Mesías, y al reconocer que todo se había cumplido, que en todo se había sujetado a la voluntad de su Eterno Padre, sintió un grandísimo Consuelo, tan profundo que no pudo menos que manifestarlo con este grito que revelaba el secreto de su fidelidad.

Seremos también afortunados nosotros si como El en la hora de nuestra muerte podemos decir que hemos cumplido en todo la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos.

¡Oh bendita obediencia! Ella fue la que salvo al mundo y ella será también la que salve nuestra alma si aprendemos a sujetarnos en todo a la voluntad de Dios.

SÉPTIMA PALABRA: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Luc., XXIII, 46).

Jesús entrega su santísima alma en las manos de su Padre. y gritando con voz todavía fuerte: “padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Con esto nos enseña a poner siempre, pero sobre todo en la hora de la muerte, nuestra alma en las manos de Dios. La muerte es siempre un momento de angustia, porque es la pena del pecado como dice S. Pablo (Rom., VI, 23).

Si, Jesús muere; muere entre acerbos dolores; sale de este mundo cubierto de ignominia, condenado como si fuera un infame malhechor.

Pero no son los juicios de los hombres los que hemos de temer, sino los de Dios.

Que nuestra alma este tranquila, sin remordimientos, libre de todo pecado, esto es lo que vale; esto será lo que nos proporcione en los últimos momentos de nuestra vida el consuelo de poder expirar con el dulce nombre de Jesús en los labios, lo que será prenda segura de nuestra eterna salvación.

Si Jesús muere, el Hijo de Dios sale de este mundo; no fue, pues, maravilla que el sol se eclipsara, que la tierra se conmoviera, que las rocas se quebraran y la naturaleza entera se vistiera de luto. ¿Y no nos conmoveremos, sabiendo que Jesús muere por nuestro bien, para salvarnos y abrirnos las puertas del cielo?

¡Oh, sí, caigamos de rodillas al pie de la Cruz para recoger el último suspiro de nuestro divino Redentor, para recibir la última gota de su sangre sobre nuestro pecho, y allí, abrazados con ese madero santo prometámosle no más ofenderle, no más ultrajes, no más ser la causa de que se hayan de renovar los tormentos de su pasión; jurémosle amor eterno!.

Por último, digamos con San Pablo: ¡Líbrame Dios de gloriarme, sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo! (Gal., VI, 14)

Mons. Martin Davila Gandara