Festividad de la Asunción de la Santísima Virgen María al cielo

“¿Quién es esta que sube del desierto rebosando de delicias, apoyada en su amado?” (Cant., VIII, 5)

La Asunción y exaltación de María al cielo coronaron dignamente su admirable vida; la fiesta de la Asunción es una de las más solemnes que se celebran en honor a la Santísima Virgen. Por eso, hoy la Iglesia nos invita a celebrarla con la más viva alegría diciendo: “Gocemos todos en el Señor; ¡Oh gloriosa Señora, Excelsa y brillante sobre las estrellas!”.

Consideremos tres cosas muy importantes en este día: 1o. La preciosa muerte de la Santísima Virgen; 2o. Su resurrección; 3o. Su Asunción y su triunfo en el cielo.

MUERTE PRECIOSA DE LA SANTISIMA VIRGEN.

1o. Antes de la muerte de Nuestro Señor Jesucristo, en una de sus últimas palabras, confió a sus discípulos a las maternales solicitudes de su santa Madre; por eso quiso que, después de su Ascensión, ella permaneciera algún tiempo todavía en este mundo para consolar, instruir y dirigir a los primeros fieles. También era preciso que, por su parte, la Santísima Virgen, en provecho de la Iglesia, padeciera “lo que restaba de padecer a Cristo”.

2o. A pesar de sus ardientes deseos de seguir a Jesús, María, siempre obediente, se sometió con amor a la voluntad de su divino Hijo. Nos dice la tradición más común que ella vivió todavía por lo menos, unos veinte años después de la Ascensión del Salvador, recibiéndole cada día en la sagrada Comunión, glorificándole con reiterados actos del más puro amor y de la más perfecta conformidad con su beneplácito, y aumentando cada día, de todas las maneras, el tesoro de sus méritos.

3o. Habiendo sido, por un privilegio especial, exenta de pecado original y de toda imperfección, parece que también debería haber sido exenta de la ley universal de la muerte. Sin embargo, Dios había establecido que ella sufriese la ley común, lo mismo que su divino Hijo, la santidad misma. Es por eso, que la Virgen María se asemejó a su Hijo, en la muerte como en la vida, ofreciéndose como Él en perfecto holocausto. Finalmente, con esto ella debería servir de modelo a este último paso y ser para nosotros una fuente de consolación.

4o. Pero, en cambio, la muerte no debía ser para la Santísima Virgen un castigo; por lo mismo, no vino para ella como para los hijos de Adán, acompañada de sufrimientos, de enfermedades, de angustias y de agonía. Su muerte fue un rapto, un éxtasis; María murió de amor. El amor de ella estaba enraizado en Dios Padre que había fecundado su seno, y así María dio a luz al Verbo divino hecho carne, a quien amo como a su propio hijo. ¡Amor de una madre para su hijo, amor de una santa para su Dios! Por eso su alma, absolutamente pura, tuvo que desprenderse de su cuerpo sin sacudida y sin dolor, atraída por la fuerza del amor divino.

5o. Por eso, viendo Jesús esos ardientes deseos de su amadísima Madre, y queriendo recompensarla, le envió un ángel—tal vez S. Gabriel—para prevenirla de su próxima muerte. Imaginemonos la inmensa alegría que tuvo ella, al recibir el feliz mensaje.

Al mismo tiempo, según la tradición, contada por San Juan Damasceno, fueron advertidos todos los Apóstoles, y según con toda la probabilidad, trasladados milagrosamente a Jerusalén, para asistir a la bienaventurado transito de su Reina de esta vida al cielo.

Todos estaban presentes, excepto Santiago el Mayor, ya martirizado, y S. Tomás, que llegó más tarde. ¿Quién podrá decir la escena que entonces ocurrió? ¡Con qué amor rodearían a su buena Madre! Y ¡con qué tierno afecto ella los bendijo y les sus últimas recomendaciones, como una madre en el momento de separarse de sus hijos!

6o. San Juan Damasceno añade que el mismo Jesucristo descendió del cielo, escoltado por muchas legiones de ángeles, a fin de recibir el alma de su santísima Madre.

7o. Cuando María expiró, los ángeles—continúa el mismo Doctor de la Iglesia—llenaron los aires con una deliciosa armonía, como en el tiempo del nacimiento de Jesús. Los Apóstoles, representando a toda la Iglesia, formando entorno de su precioso cuerpo como una corona, derramando lágrimas, besando sus manos y su pies, admirando y venerando este hermoso tabernáculo de la Divinidad que derramaba en derredor suyo un aroma celestial.

Después de haberla venerado, la amortajaron con sus manos consagradas e hicieron los preparativos de los funerales. Ellos mismos llevaron la preciosa carga, cantando salmos y cánticos, fueron a depositar aquellos sagrados despojos en un sepulcro nuevo, en el valle de Josafat.

RESURRECCION DE LA SANTISIMA VIRGEN.

1o. Habiendo los Apóstoles rendido los últimos deberes a la Madre del Salvador, no podían alejarse de su sepulcro, tanto más, cuanto que los retenía la armonía celeste que allí dejaban oír los ángeles.

Al tercer día llegó Santo Tomás, quien, desolado por no haber podido asistir al tránsito de la santa Madre de Dios, manifestando un deseo tan ardiente de ver todavía una vez más sus rasgos venerados, que San Pedro y San Juan consintieron en abrir el santo sepulcro.

Pero, ¡oh maravilla!, como en otro tiempo en el de Jesús, no quedaba allí más que el sudario y los vestidos que habían envuelto el cuerpo de María; éste había desaparecido, y ya no se encontró en ninguna parte de la tierra.

Así como Jesús, solamente había estado en el sepulcro tres días; Dios había determinado que el cuerpo de María Santísima, también después de tres días, resucitara y entrara toda entera en posesión de la bienaventurada inmortalidad. A la vista de este prodigio, los Apóstoles prorrumpieron en alabanzas, dando gracias al Salvador por haber de esta suerte glorificado a su Santísima Madre. (Esto es parte del decreto de la Constitución Apostólica, sobre dogma de la Asunción de la Virgen María del Papa Pío XII)

2o. Era muy justo que María Santísima, por privilegio, fuese exenta de la corrupción del sepulcro, pues por un favor precedente había sido exenta de la corrupción del pecado; porque fue al hombre pecador a quien le dijo Dios simplemente: Morirás, y también lo sentencio diciéndole: “polvo eres, y en polvo te has de convertir, de donde te he sacado.

Así mismo, era conveniente que aquella carne virginal e inmaculada, de la que el Verbo encarnado había tomado su propia carne y que había sido el tabernáculo de Jesús, no fuese entregado como presa de la podredumbre y de los gusanos.

Así como Dios quiso que Arca de Moisés, que debía contener el maná, figura de Jesucristo, fuese de una madera incorruptible; ¿cómo el Arca verdadera y viva, que había contenido al Santo de los Santos, hubiera podido estar sujeta a la corrupción?

Por eso, dice San Agustín: “El cielo merece más que la tierra conservar un tesoro tan precioso; Jesucristo, infinitamente poderoso, pudo preservar el cuerpo de su Santísima Madre de la corrupción, como había preservado su alma del pecado. Si pudo, lo hizo, porque Él es sumamente bueno”. Convenía a la justicia de Dios, lo mismo que a su sabiduría, a su bondad y a su amor, hacer este milagro en favor de su Santísima Madre.

ASUNCION Y TRIUNFO DE MARÍA

1o. Jesucristo, después de su resurrección, permaneció cuarenta días en la tierra para instruir a sus Apóstoles y fortalecer su fe. Pero la Santísima Virgen no había las mismas razones para diferir, una vez resucitada, su partida de este mundo. La querían y la esperaban en el cielo; la llamaba la Santísima Trinidad y toda la corte celestial.

Si bien Jesús había subió al cielo por su propia virtud; María Santísima fue elevada allí por el poder divino. Debido a que Jesús había acompañado su santa alma hasta el sepulcro en el cual su cuerpo estaba encerrado, y condujo al cielo a su Madre resucitada y gloriosa y Él mismo la presentó a su Padre.

¿Qué triunfo igualó jamás al de María? Los ángeles y todo el cielo la escoltaban cantando y exclamando: “¿Quién ésta que sube del desierto rebosando en delicias, apoyada en su amado?”. Así como dice el Cantar de los Cantares VIII, 5. “Oh Gloriosa Señora, excelsa y brillante sobre las estrellas”.

2o. Recodemos el amor con que el rey Asuero coronó a Ester, y con qué honor Salomón recibió a su madre Betsabé, haciéndola sentar en su trono al lado del suyo. Estas son más que figuras de la conducta de Jesús para con su Madre, de la Santísima Trinidad para con María.

¡Cuánto excede todo ello la realidad! ¿Haría Dios menos que estos reyes de la tierra, por María, a quien amaba como a su amada Hija, com la Madre de su divino Hijo, como esposa del Espíritu Santo? Por eso, ¿quién podrá decir con qué benevolencia y con qué amor fue recibida María por el Altísimo?

Por eso mismo, no dejaba de exclamar como el esposo en el Cantar de los Cantares IV, 1: “¡Qué hermosa eres amiga mía, qué hermosa eres!”. “ Tu ganaste mi favor en grado más elevado que ninguna otra de la tierra. Ven y serás coronada” (Cant., IV, 8), según tu merecimiento y mi amor.

Después, dándole el sol por vestido. La luna por escabel de sus pies y doce estrellas por corona, como la vio San Juan en la visión de Patmos, la hizo sentar como la soberana en un trono más elevado que todos los tronos; ordenó que al nombre de María se incline toda frente y que se doblase toda rodilla en el cielo, en la tierra y hasta en lo más profundo de los infiernos. La instituyó Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres.

3o. A esta suprema dignidad unió el Señor un poder correspondiente, una autoridad sin límites, y quiso que se obedeciese a todas sus órdenes. Siendo el poder bendito de María universal en su extensión y se extiende lo mismo al mundo u orden espiritual que al material.

Este poder, es eminentemente bienhechor, obrando solamente con miras a promover y desarrollar el bien y no buscando sino destruir el mal; sin límites en su duración, porque María Santísima mandará con esta autoridad mientras Dios sea Dios, mientras ella tenga derecho de decir al Verbo Encarnado sentado a la derecha del Padre: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”(Salmo, II, 8).

Por lo mismo, no nos cansaremos de exclamar y darle gracias a Dios por ser infinitamente bueno por haber así ensalzado y glorificado a la que, en su humildad se llamó su esclava, y por habérnosla dado por Soberana, Abogada y Protectora en el cielo.

Por último. Todos los cristianos y siervos e hijos de María, regocijémonos del triunfo y de la gloria de Nuestra Madre. Redoblemos nuestra confianza en ella, porque si Dios la elevó tanto y le dio tal poder es a fin de que ella nos ayude y socorra en nuestras necesidades espirituales y materiales.

Y por que no hacerle esta suplica ¡Ho, Señora, Madre nuestra!, obtenednos la gracia de vivir santamente, y de imitar tus virtudes, y de morir piadosamente en tus brazos, para que podamos ir a donde tu estás, para alabar juntamente contigo a la Santísima Trinidad, que así a querido exaltarte y glorificarte.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

 

Mons. Martin Davila Gandara