El pecado de la envidia

El Evangelio del domingo XXII después de Pentecostés, nos dice, que por envidia y un falso celo los fariseos celebraron consejo para sorprender a Jesús en alguna palabra y desacreditarle delante del pueblo o delante de los partidarios del emperador, proponiéndole la cuestión del tributo al Cesar.

Los escribas y los fariseos no podían sufrir a Nuestro Señor, ni la pureza de su doctrina, ni el resplandor de sus milagros, ni la santidad de su vida, que confundía su hipocresía, su orgullo y su avaricia. Por envidia le espiaban, con la esperanza de tomarlo en una falta, acusarle y desacreditarle ante el pueblo.

El vicio de la envidia en nuestros tiempos no ha dejado de existir todavía, y de él, precisamente vamos a tratar en esta ocasión.

NATURALEZA Y MALICIA DE LA INVIDIA

1o. “La envidia—dice Santo Tomás—es un pesar, un disgusto, una tristeza que sentimos del bien de nuestro prójimo, considerando este bien como nocivo a nuestros propios intereses y a nuestra propia gloria”.

El envidioso experimenta tristeza a la vista, ya de los bienes naturales o de las cualidades de espíritu y de cuerpo del prójimo; ya de los bienes temporales, de sus riquezas, de sus dignidades, de sus éxitos; ya de sus bienes espirituales, de sus virtudes, de su santidad. Todo esto le da celos, porque la envidia viene de un orgullo egoísta y de la bajeza del alma.

El envidioso querría tener él solo todas las cosas bellas y buenas, y por lo mismo, no puede soportar en los otros virtudes o ventajas que él no tenga. De ahí resulta una secreta aversión contra el prójimo, un deseo secreto y una alegría maligna de verlo empobrecido, abatido, humillado y hasta caído en el pecado.

2o. Claro está que tales sentimientos, cuando son voluntarios y reflexivos, son gravemente culpables delante de Dios. Por eso San Pablo cuenta la envidia entre los pecados que excluyen del cielo.

La envidia ofende a Dios y le ataca en su supremo dominio sobre el hombre; en su equitativa providencia que da a cada uno lo que le conviene, y sobre todo en su bondad infinita, porque tiende a destruir o aniquilar los dones que Dios ha hecho al hombre.

3o. La malicia de la envidia viene sobre todo de su oposición a la caridad y a la razón:

  1. a) A la Caridad.- Esta virtud nos obliga a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, es decir a desear para él toda clase de bienes, a entristecernos del mal y a alegrarnos del bien que le suceda. De ello decía San Pablo en Rom., XII, 15: “Alegraos con los que se alegran, llorar con los que lloran”.

Pues bien, la envidia hace absolutamente todo lo contrario: mira con malos ojos, tiene el corazón duro e insensible,  tienen lengua de víbora. Por eso dice San Juan Crisóstomo que “los en envidiosos son peores que las bestias feroces, tan malos y aún más que los demonios”.

  1. b) A la razón.- Toda enemistad supone alguna injuria. Pero la envidia no tiene fundamento alguno. Porque ¿Qué injuria se ha recibido de la persona a quien se envidia? Ninguna. Todos sus agravios consisten en ser más rica, más estimada, más virtuosa.

4o. ¡Si al menos la envidia aprovechase para algo al envidioso! Pero no, y esto agrava su malicia y la hace más odiosa. El ladrón, el sensual, el glotón, el orgulloso, encuentran en su pasión un cierto placer o provecho; pero el envidioso no encuentra en ello sino su suplicio; es como un gusano que le roe, un fuego que le seca y le consume. El Espíritu Santo llama a la envidia “hueso podrido” (Prov., XIV, 30).

El envidioso es el más desventurado de los hombres, porque en cierto modo, él es su propio verdugo; su corazón viene siendo un infierno anticipado. De ello, tenemos los ejemplos de Caín y Saul en el Antiguo testamento.

La envidia es el pecado del demonio: “Más por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”(Sab. II, 24). Propio del demonio es regocijarse del mal, entristecerse del bien, sacar mal del bien.

Este vicio es de tal manera odioso a los ojos de todos, que quien lo tiene se esconde de él y lo disimula con palabras artificiosas; el envidioso hiere en las tinieblas, como los cobardes.

EFECTOS DE LA ENVIDIA.

Este vicio es una fuente de pecados interiores y exteriores. Veámoslo:

1o. Pecados interiores. El envidioso ve con celos, despecho y pesar la felicidad de su prójimo; y su corazón está lleno de acritud, de odio, de aversión. Ejemplo de ello, lo tenemos en los hermanos de José.

De la envidia nacen los juicios falsos, injustos, malvados; el envidioso lo interpreta todo torcidamente. Veamos a los fariseos respecto a Nuestro Señor: si cura a los enfermos en día de sábado, es un despreciador y violador de la ley mosaica; si quiere convertir a los pecadores visitándolos, es su partidario, su amigo; si expulsa a los demonios, no lo hace por su propio poder, sino por Beelcebub.

2o. Pecados exteriores. De la envidia salen maledicencias, calumnias, palabras ásperas y mordaces, con pretexto de celo; en muchos de los casos ciertos cuchicheos, falsas noticias, siembran la cizaña y la discordia, y con ello, destruyen el afecto y la unión, como hacía Absalón contra su padre el rey David.

Además, ¿quién podrá decir las traiciones, las crueldades, los crímenes engendrados por la envidia? Ya que fue el demonio envidioso quien arruinó a nuestros primeros padres, e instigó a Caín a matar a Abel, a los hermanos de José a perderlo, y, para no citar más ejemplos, la que encendió y mantuvo en el corazón de los fariseos el odio satánico contra Jesús. El mismo Pilato se dio cuenta de esta envidia, diciendo: “Inocente soy de la sangre de este Justo” (Mt., XXVII, 24).

3o. La envidia a levantado terribles persecuciones contra muchísimos santos; ha engendrado herejías; ha arruinado naciones, ha precipitado en llanto y en la miseria a muchas familias; ha impedido muchos matrimonios; ha hecho perder cargos y oficios. Por todo esto, dice San Cipriano que la envidia: es la raíz de lo malo, y la fuente y semilla de los delitos.

Por eso, Dios Nuestro Señor odia la envidia y la castiga de una manera terrible aun en esta vida, como se ve en los ejemplos citados.

4o. La envidia es un pecado demasiado común. Es un vicio que nace en el hombre y se encuentra en todas parteas; manifestándose muchas veces desde la más tierna edad. Por eso los padres y maestros, deben velar y vigilar sobre sus hijos y alumnos. E ir procurando desterrarla desde entonces.

Es tan frecuente este pecado que pasa en muchos de los casos desapercibido, y no se da la importancia debida: por lo mismo, no se tiene escrúpulo de él, y se comete sin remordimiento y no se le acusa en la confesión.

Algunos que tienen este vicio, se confiesan de las menores faltas y distracciones, y sin embargo permanecen mudos sobre el pecado de la envidia. ¡Cuantos sacramentos así profanados! ¡Cuántas almas condenadas!

REMEDIO PARA LA ENVIDIA

Por lo que se ha visto, es realmente muy difícil la corrección de este vicio. Por eso dice San Cipriano que la envidia es una calamidad sin remedio. No obstante se van a indicar algunos remedios:

1o. La Meditación frecuente sobre la excelencia de la caridad que Nuestro Señor nos recomienda con tantas insistencia, Él nos dice en San Juan, XV, 12: “Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado”; “En esto se conocerán quienes son mis discípulos, en que se aman unos a otros”. Y San Pablo en I Cor., XIII, 4:“La Caridad no es envidiosa”.

2o. La Reflexión frecuente sobre los tristes efectos de la envidia y sobre los males que acarrea en este mundo y en el otro.

3o. Trabajar en destruir su principal fuente, que es el orgullo. Para ello tenemos que ejercitarnos sin cesar en la humildad, en el desprecio de la gloria y de los bienes temporales, por lo mismo, si logramos atacar y aniquilar la soberbia habrá desaparecido la envidia.

4o. Reprimir al momento los menores sentimientos de celos y de envidia y, a cada caída, impongámonos alguna penitencia. Roguemos por aquellos contra quienes nos tienta la envidia; hablemos bien de ellos en todas las circunstancias, y procuremos aprovechar las ocasiones de serles útiles o agradables, alegrémonos sinceramente del bien que hacen o les suceda.

Por último, examinémonos bien, cada uno de nosotros sobre este vicio. Por lo mismo apreciemos, amemos a todos nuestros hermanos, hagámosles el bien a todos. Y que entre nosotros no haya sino una santa y bendita emulación de huir de todo mal, de hacer bien todas las cosas, de glorificar a Dios y de santificarnos. Así como dice San Pedro en la primera carta III, 15: “Más también en Cristo santifiquemos nuestros corazones”.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Mons. Martin Davila Gandara