Festividad de todos los Santos

“Sursum corda! ¡Arriba los corazones!

El 1 de noviembre, la Iglesia Católica celebra la festividad de todos los santos. Ya sea éstos canonizados o no.

En esta fiesta es necesario considerar dos puntos: 1) La felicidad de los santos nos hace presentir la nuestra; 2) El ejemplo de los santos nos enseña el camino del cielo.

LA FELICIDAD DE LOS SANTOS NOS HACE PRESENTIR LA NUESTRA

Sursum corda! ¡Arriba los corazones! Olvidemos por un momento, este valle de lágrimas, y entremos en el palacio de los elegidos en la Gloria Celestial. Miremos y contemplemos placenteramente esa muchedumbre inmensa de bienaventurados, cuyas palmas y coronas presenta hoy la Iglesia a nuestra vista.

Consideremos que entre ellos, también nosotros podremos un día ocupar un puesto, a menos que seamos tan insensatos, que por fugaces placeres queramos excluirnos de esa ilustre compañía.

¡Miremos esos coros de ángeles y arcángeles, de tronos y dominaciones y demás coros celestiales; luego, veamos a la venerable asamblea de los patriarcas, profetas, apóstoles y el escuadrón triunfante de los mártires; y el imponente senado de los pontífices y doctores; sin faltar la legión de las vírgenes y la armada victoriosa de los confesores y los misioneros que con valor de héroes se batieron en la filas de Jesucristo por salvar las almas!

Reflexionemos, que por unos momentos de tribulación pasajera están ahora coronados para siempre de gloria, y embriagados en un mar de delicias. Porque Dios mismo, manantial inagotable de dicha y de ventura, esencia de toda perfección, es objeto de su felicidad.

El es quien ilumina sus inteligencias con los vivos resplandores de su luz, colma sus voluntades con la plenitud de sus deseos, y todas la potencias de sus almas con la inmensidad de sus bienes.

Los bienaventurados, ven, aman y alaban al Señor, y contemplan su infinita bondad y su infinita hermosura, y sus almas quedan arrobadas y llenas de dicha en un océano de indecible gozo. Un gozo apacible que nada ni nadie les podrá nunca quitar.

¡Oh santa ciudad de Dios, mansión de los bienaventurados, donde todo dura y nada pasa, donde todo se encuentra y nada falta, donde todo es apacible y dulce sin mezcla de turbación ni de amargura! Si no puedo llegar a comprenderte, pueda al menos llegar a merecerle.

Escucha, oh alma mía, a Jesús que te dice: “Hijo, no te quebranten los trabajos que has tomado por Mí, ni te abatan del todo las tribulaciones; mas mi promesa te esfuerce y consuele en todo lo que sucediere. Yo basto para galardonarme sobre toda manera y medida. No trabajarás aquí mucho tiempo, ni serás agravado siempre de dolores. Espera un poquito, y verás cuan presto se pasan los males. Vendrá una hora en que cesará todo trabajo y confusión, poco y breve es todo lo que pasa con el tiempo. (Imita., de Cristo, lib. III, cap. 48)

EL EJEMPLO DE LOS SANTOS NOS ENSEÑA EL CAMINO DEL CIELO

La santidad es, una idea real, visible, palpable y sustancial de la perfección evangélica. Cuando Dios nos muestra un santo, nos dice como en otro tiempo a Moisés, haciéndole ver el diseño del Tabernáculo: “Mira, y haz conforme a este modelo”.

Lo mismo nos dice a nosotros: El ejemplo de este predestinado, te enseñará lo que debes a tu Dios, a tu prójimo y a ti mismo: mírale, imitale.

La vida de un santo es una lección al alcance de todos. Al mismo tiempo que nos ilumina, nos alienta, disipando nuestras falsas ilusiones y vanos temores:

1. Con frecuencia nos engañamos sobre los obstáculos que creemos encontrar en nosotros mismos para la santidad como son: las pasiones violentas, y robustecidas por caídas numerosas.

¿Pero acaso no las han tenido los santos? ¿A cuántos de ellos se les oyó quejarse de que la carne se les rebelaba contra el espíritu? Y ¿no han sido las pasiones, sabiamente dirigidas, las que han formado los más grandes santos?

La gloria de que ahora gozan los bienaventurados, está en proporción a las victorias que sobre ellas alcanzaron. ¿Qué quiere decir esto? Que se vieron obligados a combatir como nosotros.

En cuanto a las caídas y a la fuerza del hábito que de ellas resulta, vemos que por la gracia de Dios, grandes pecadores se han trocado en ilustres y grandes santos. Prueba evidente de que la santidad no sólo es posible, sino fácil, con la ayuda de la gracia que nunca falta a quien la pide, y cuyas verdaderas dulzuras son infinitamente más puras que las del mundo.

2. También nos engañamos sobre la naturaleza del verdadero mérito, pues solemos considerar como grandes virtudes únicamente los grandes dones de Dios: como son la contemplación, las lágrimas etc.; y sin embargo, ¡hubo muchos santos que no recibieron estos favores! ¡Cuántos han habido que los temían más que los deseaban!

Ahí tenemos, aun San Bernardo que exclamaba y le pedía al Señor: Menos unción y más fuerzas en mis cruces, menos dulzura y más caridad; menos consuelo y más celo verdadero.

A San Francisco Javier, que se le angustiaba el corazón con la abundancia de consuelos, y sólo decía ante ello: basta, Señor, basta.

3. Nos engañamos, finalmente, sobre lo que constituye el verdadero valor de nuestras obras.Ya que no es su brillo y esplendor lo que las hace más meritorias ni más agradables ante Dios.

Un número inmenso de santos han llenado sus días con las acciones más comunes y ordinarias. ¿Cuáles fueron las obras de la Virgen María y las de San José? ¿Cuáles las del mismo Santo de santos, Cristo Jesús, durante los treinta años que vivió en Nazaret?

Y entre los que contemplamos hoy en el cielo en sus eternos tronos de gloria, ¡cuántos han vivido como solitarios, ignorados, pero llenos de celo por la fe, sin haberla llevado a través de los mares!, ¡cuántos entregados a las más rigurosas penitencias, sin que exteriormente las hayan manifestado!

Por último. Pidamos a los bienaventurados del cielo y a la Reina de todos los santos, María Santísima, que nos alcance del Señor una fe más viva, una caridad más ardiente y un mayor desprecio de la cosas terrenas, una voluntad más firme y decidida en las buenas obras, y los más ardientes deseos de los bienes celestiales.

Para aquellos que ¡Pensamos tan poco en el cielo! Debido ¡A que estamos tan apegados a la tierra! Sursum corda! ¡Arriba los corazones! ¡El cielo es nuestra patria!

Gran parte de este artículo fue tomado del libro: “Horas de Luz” del P. Saturnino Osés, S. J.

Mons. Martin Davila Gandara