Aceptación cristiana de los padecimientos y tribulaciones

Nuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn., XVI, 22)

El Evangelio del tercer domingo después de Pascua, ofrece tres motivos de consuelo a las almas probadas por los padecimientos y tribulaciones.

Por lo tanto. Consideremos que los padecimientos de esta vida: 1. Son Cortos; 2. Cristianamente soportables; 3. Son preferibles a todos los goces del mundo.

Primeramente. Adoremos a Jesucristo, buen Maestro y Pastor de nuestras almas, que ve de lejos las persecuciones, dolores y penas de todo género que están reservados a sus queridos discípulos; por lo mismo, se compadece de ellos y les dirige en el Evangelio de este día, las palabras más consoladoras. Por lo tanto. Démosle gracias por esas palabras y pidámosle la inteligencia y el amor de ellas.

Los padecimientos de esta vida son cortos

Un poco de tiempo más, les dice Jesucristo a sus Apóstoles, y después de haberme perdido me volverán a ver” (Jn., XVI, 17). No se trata pues en esta vida, sino de penas de corta duración.

Es verdad que parecen largas, mientras se las soporta. ¡Un día, una noche, hasta una hora de angustias, suelen parecer tan largas!

Pero hay tres medios de abreviar la duración de nuestras penas. El primero es el no añadir al dolor presente los dolores de un porvenir desconocido, que quizás no venga jamás. Por que, “a cada momento le basta su mal”.

¿Para qué preocuparse con un mañana incierto? ¿Por qué suponer que ese mañana, si es que viene, no será mejor que el momento presente? Por lo mismo. Aceptemos el momento presente sin pensar en el que le seguirá; entonces nuestras penas nos parecerán sólo de poco tiempo.

El segundo medio es mirar el tiempo y la eternidad a la vez y no separadamente. Mirado así, veremos ¡cómo el dolor aparece de corta duración! Desde el fondo de la eternidad, desde el fondo de cien millones de siglos, la duración de nuestras penas nos parece como un relámpago, que se apaga apenas ha brillado; “como el día de ayer que pasó”, dice el Salmo 89, 4.

Nuestro Señor, en su amor, nos ofrece un tercer medio de abreviar el tiempo del dolor; y es el que nos permite mezclarlo con ciertas distracciones, que sirven de descanso al dolor.

Todo esto, con la condición de que esas distracciones sean irreprochables en sí mismas, que no nos entreguemos a ellas con pasión, que nos propongamos en ellas un fin cristiano, como honesto pasatiempo, y, en fin, que les dediquemos más tiempo que el que permiten los deberes de nuestro estado o los ejercicios de piedad y de caridad.

Acaso ¿Empleamos estos tres medios de abreviar nuestras penas?

Las penas son para el justo fuente de los mayores bienes.

Llorarán, gemirán, y estarán tristes, dice Jesucristo a sus Apóstoles. El que los amaba tanto, no les habría sometido a tales pruebas, si no hubiera visto en ellas tesoros ocultos.

Porque, efectivamente, el dolor desprende el corazón de los objetos terrenos, mientras que el placer lo adhiere a ellos. El dolor nos hace pensar en Dios y en nuestra salvación, mientras que la prosperidad y los placeres nos hacen olvidarlo; el dolor es una expiación de nuestras faltas, mil veces más suave que la del Purgatorio, reservada a los que, antes de morir, no han hecho la debida penitencia.

El dolor es un correctivo contra las faltas futuras, a que nos arrastrarían nuestros destinos, lanzados a merced de nuestra sensualidad y de nuestro apego al mundo. El dolor, el fin, es una prenda de predestinación, por la semejanza que nos da con Jesucristo, como dice San Pablo (Rom., VIII, 17).

¡Viva pues la cruz; viva el dolor, que tantos bienes nos procura! Si no encontramos en nosotros ese amor a la cruz, pidámoslo a Nuestro Señor: ya que esto, es un sentimiento eminentemente cristiano.

Las penas, soportadas cristianamente, son preferibles a los vanos placeres del mundo.

Todos los placeres del mundo no lograrán satisfacer nuestro corazón. Dan una felicidad aparente, bajo la cual se ocultan pesares y remordimientos; y todavía, en el momento de la muerte, esa falsa alegría se convertirá en horrible tristeza.

Entonces lo pasado representará todas las faltas cometidas, todo el tiempo perdido, todas las ocasiones de hacer el bien desperdiciadas; lo presente despedazará el corazón con la necesidad de dejar todo lo que se ha amado, y lo porvenir arrojará en el alma un indecible espanto, mostrándole el juicio que la espera, seguido de un infierno eterno.

Los justos, por el contrario, en las penalidades inseparables de la vida presente, se consuelan, se consuelan:

1o. Con las esperanzas de la vida futura. “Sobre los despejos del mundo en ruinas, dice San Cipriano, estamos tranquilos, pacientes y siempre los mismos: ni las adversidades nos abaten, ni las enfermedades nos hacen murmurar, porque comprendemos que la felicidad infinita que nos espera vale la pena de comprarse con las cruces de este mundo”.

2o. Con las dulzuras de la gracia y el testimonio de la buena conciencia, que hacia decir a San Bernardo: “Los mundanos ven la cruz, y no ven la unción que la hace deliciosa”. Luego, “en la muerte, su tristeza se convierte en gozo inmenso y eterno”, así como dice (Jn., XVI, 20, 22).

¿Quién, después de esto, no amará las penas y no las aceptará con resignación?

Después de estas consideraciones, tomaremos las siguientes resoluciones: 1o. De aceptar de buena voluntad todas las penas que nos sobrevengan en este día; 2o. De mirar compasivamente todas las prosperidades y alegrías de este mundo, como falsas y vanas.

Por último. Consideremos seriamente, las palabras del Evangelio que nos dice: “El mundo se regocijará y vosotros estaréis tristes; pero esa tristeza vuestra se convertirá en un gozo que nadie os podrá quitar” (Jn. XVI, 20, 22).