La humildad y respeto con que debemos orar

¿Quién es eres, Señor, y quién soy yo, para presentarme ante Tí?

El Evangelio del quinto domingo después de Pascua nos recuerda el deber de la oración y los tres días que siguen se llaman días de Rogaciones.

Por lo mismo. Consideremos: 1. La humildad que debe acompañar nuestra oración; 2. El respeto profundo que debe también acompañarla.

Primeramente, prosternémonos, con humildad profunda y sumo respeto, ante la Majestad de Dios, diciéndole como San Francisco de Asís: “¿Quién eres, Señor, y quién soy yo, para presentarme ante Tí?” O como el santo patriarca Abrahán: “¿Me atreveré a hablar a mi Señor yo, que no soy más ceniza y polvo?” (Gén., XVIII, 27).

Por lo tanto. Pidámosle al Señor, que nos penetre hasta el fondo del alma de esa humildad y de ese respeto, que son las dos primeras condiciones de la buena oración.

Humildad que debe acompañar nuestra oración.

Dios ama la verdad y se complace en ella; dondequiera que la ve, su corazón se dilata y derrama sus gracias. Al contrario odia la mentira y la injusticia; cuando las descubre, aparta su corazón y cierra sus oídos.

De estas nociones tan claras se deducen dos consecuencias:

La primera es que la humildad es el mejor medio de obtener de Dios lo que pedimos.

Si nos presentamos ante El con el sentimiento íntimo de nuestra miseria, exponiéndole humildemente nuestro triste estado, como el pobre ante el rico, y diciéndole:

“Señor, ve mi indigencia; tengo hambre y sed de tus gracias, estoy privado de todo bien y de toda virtud, he pedido a todas las criaturas algo para alimentar mi alma y cubrir mi desnudez, y todas me han contestado que no tenían nada que darme, que en Tí solo encontraba todo bien y todo don perfecto”.

Si rezamos así, humildemente. Dios nos oirá infaliblemente, porque está escrito que “la oración del que se humilla penetra las nubes”, (Eccli., XXXV, 21), y abre sobre nosotros el seno de las divinas misericordias; que el Señor “oye siempre favorablemente la oración de los humildes” (Salmo 101, 18); “que jamás desecha el corazón humillado” (Salmo 50, 19).

Que guarda toda su ternura para el pobre que, reconociendo sus escasez, gime ante el Señor bajo el peso de su miseria”(Salmo 101, 20, 21, y Salmo 108, 31); David fue humilde ante Dios, como pobre y mendigo (Salmo 39, 18, y Salmo 108, 21, 22); y como enfermo cubierto de llagas (Salmo 10, 5, y Salmo 37, 4). El Publicano fue justificado, por que oró con humildad a la puerta del templo.

La segunda consecuencia que se deriva de las nociones precedentes es que, sin humildad, nuestra oración no puede ser oída por Dios.

Si llevamos ante su trono la secreta estimación de nuestros méritos y virtudes, si no sentimos nuestra nada, al aproximarnos al Ser de los seres, nuestra bajeza en presencia de su grandeza soberana, nuestra miseria ante su santidad infinita, “seremos a sus ojos como el pobre orgulloso, que le inspira horror” (Eccli., XXV, 3, 5).

Si es así, nuestra oración incurrirá en la maldición reservada a los embusteros, puesto que la verdad es que somos tan pobres, cuanto es posible; ya que no somos nada, como dice San Pablo (Gal., VI, 3); que no tenemos nada nuestro (I Cor., IV, 7); que nada podemos (II Cor., III, 5).

Y luego ¿por qué daría Dios sus gracias al corazón que no es humilde? Eso no sería más que procurar un alimento a su orgullo, en fuerza del cual se atribuiría a sí mismo los dones de Dios; sería como entregar sus bienes a un ladrón.

O acaso, ¿Quién entre los mortales, dió jamás una limosna al pobre soberbio que no confiesa su miseria? No se obtiene la conmiseración de los hombres, sino conmoviendo sus corazones por la humilde exposición de la miseria.

Dios sigue la misma regla. Por lo tanto. Examinemos aquí nuestra conciencia: ¿Tenemos nosotros, en la oración, esa profunda humildad, que es, a la vez, la prenda y la condición del éxito?

Respeto profundo que debe acompañar nuestra oración.

Para comprenderlo, basta considerar con un poco de fe a quién nos dirigimos cuando oramos. Hablamos al gran Dios, ante quien tiemblan las columnas del cielo, ante quien los cuatro ancianos del Apocalipsis caen en adoración, con la frente en el polvo, y los serafines mismos se cubren el rostro con sus alas.

Y, en presencia de Aquel ante quien todo el cielo se anonada, ¿podríamos nosotros, pobres pecadores, no sentirnos poseídos de respeto y abismados de veneración? ¿Podríamos no observar, en ese divino coloquio, una actitud profundamente religiosa, un completo recogimiento de nuestros sentidos, particularmente de nuestros ojos, y, en fin, todo ese conjunto de modestia que impone la Majestad de Dios?

¡Oh, Dios Supremo! ¡cómo te tratamos! Si habláramos a un grande del mundo, aunque sea sólo para decirle una palabra, lo hacemos siempre con gran respeto; y ante Tí, Majestad eterna.

¡Cuántas veces la costumbre, la rutina, la negligencia, nos hacen perder todo respeto exterior e interior, hasta no pensar en lo que se le dice, hasta olvidar que, aunque no se tenga más que una sola palabra que decirle, debemos siempre tratarte como a Dios, es decir, con sumo respeto! Por lo mismo. Entremos en nosotros mismos; humillémonos, pidamos perdón y convirtámonos.

Por último. Tomaremos las siguientes resoluciones: 1o. De tener siempre, durante la oración, una actitud profundamente respetuosa; 2o. De guardar interiormente los humildes sentimientos del Publicano que, a la entrada del templo, se confunde ante Dios, en vista de su miseria.