La oración transfigura el alma

Las maravillas y los grandes poderes de la oración bien hecha, es uno de los temas que todo buen católico debe de considerar en el tiempo  santo de la Cuaresma.

Nuestro Señor Jesucristo había dicho a los Apóstoles que algunos de ellos tendrían la dicha de ver, antes de su muerte, un destello de la gloria de su cuerpo glorioso con que vendrá al fin del mundo. Y transcurridos seis días después de esta promesa tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los condujo al monte Tabor para orar, (Luc., IX, 28).

Cuando se hallaban en lo mejor de su oración, los Apóstoles le vieron totalmente transfigurado: su rostro era resplandeciente y brillante como el sol y sus vestiduras tan blancas como la nieve, (Luc., IX, 29). Al propio tiempo oyeron una voz de lo alto que dijo: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle.

Con estas palabras y con algunos otros detalles es narrado el hecho de la transfiguración de Jesucristo.

Reflexionando acerca de la circunstancia que refiere el evangelista San Lucas, podemos saber, que Jesucristo fue transfigurado mientras oraba, y así también nosotros podemos transfigurar nuestra alma por medio de la oración.

Consideremos, pues, en primer lugar, de que manera nuestra alma puede transfigurarse mediante la oración, y en segundo lugar examinaremos las condiciones que debe reunir la oración para que pueda obrar la transfiguración del alma.

POR MEDIO DE LA ORACIÓN ES TRANSFIGURADA NUESTRA ALMA.

En efecto: El alma recibe cabalmente en la oración las luces que Dios le envía para que le conozca de una manera menos encubierta, y para que al vislumbrar sus infinitas perfecciones penetre en el conocimiento de su grandeza, excelencia e inmortalidad.

El alma recibe en la oración la gracia que la purifica de toda mancha y pecado, embelleciéndola a los ojos de Dios.

El alma se eleva en la oración hasta el Cielo, y ve las cosas de la tierra tales como son en verdad: viles, frágiles y caducas; al paso que descubre en el cielo los verdaderos honores, las verdaderas riquezas y la verdaderas delicias.

El alma por medio de la oración, ve de una manera muy distinta, lo que son las tribulaciones, las penas y los sufrimientos; y los ve que son leves y que, en cambio, son muy útiles. Es por eso que decía San Pablo a los Rom., VIII, 18: “Estimo, pues que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros”.

El alma, finalmente, por medio de la oración se une íntimamente con Dios. Es por eso, que San Pablo dice: “Pero quien se allega al Señor, un mismo espíritu es, con Él” (I Cor., VI, 17). Y en otro lugar nos asegura que: “Y si nosotros, si a cara descubierta contemplamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria, en la misma imagen como del Señor que es Espíritu”. (II Cor., III, 18).

Así, es como por medio de la oración nuestra alma se transfigura.

LAS CONDICIONES QUE DEBE DE REUNIR LA ORACIÓN PARA LOGRAR QUE SEA TRANSFUGURADA NUESTRA ALMA.

La oración que logra la transfiguración de nuestra alma no debe ser como quiera, sino que debe reunir determinadas condiciones:

La verdadera oración ha de ser atenta. En realidad, en la oración pedimos al Señor que nos escuche, como dice el Salmo V, 3: “Advierte la voz de mi oración, oh Rey mío y Dios mío”; y que también, preste atención a nuestros ruegos, como dice el Salmo XXXIX, 2: “Y Él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor”.

Si queremos, pues, que Dios nos escuche atentamente, es nuestro deber, rezar con atención. La mente y el corazón deben ser quienes hablan por boca nuestra. Por eso decía San Agustín: “Oremos, con la voz, o en silencio, y con el corazón clamemos”.

La verdadera oración ha ser humilde. Dios solamente a  los humildes concede su gracia, como dice Santiago IV, 6, Dios jamás desecha las suplicas de los humildes, antes presta a ellas una atención benigna, y las atiende luego, así como dice el Salmo CI, 18: “Se volverá hacia la oración de los humildes, y no despreciará sus ruegos”.

Por consiguiente, si queremos ser oídos es preciso que nos formemos de Dios el mayor y más sublime concepto que imaginarse pueda, formando al propio tiempo, de nosotros mismos, la más baja y abyecta idea.

Es verdad de fe que sin la ayuda de la gracia de Dios no puede el hombre hacer obra alguna buena, ni siquiera tener un santo pensamiento. Porque si alguno piensa ser algo, se engaña a sí mismo, pues verdaderamente de suyo nada es.

 Es por eso, que nos dice, San Agustín que toda la ciencia del cristiano consiste en conocer que el hombre nada es y nada puede. Ya que,con esta convicción no dejará de acudir continuamente a Dios con la oración para tener las fuerzas que no tiene y que necesita para vencer las tentaciones y practicar la virtud.

 La oración del humilde atraviesa las nubes,  y no se retira hasta que la mire benigno el Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los más grandes pecados, no la rechaza el Señor, porque, como dice David: Dios no desprecia un corazón contrito y humillado. Por el contrario: Resiste Dios a los soberbios y a los humildes les da su gracia.

 La verdadera oración ha de ser perseverante

El mismo Jesucristo dijo que era preciso orar siempre y no desmayar nunca. Vigilad por tanto, orando en todo tiempo. Con la parábola del hombre que de noche fue a importunar a su amigo para que le diera pan nos enseña que tan sólo concederá sus gracias a los importunos.

 Comentando ese pasaje argumenta San Agustín que si aquel amigo dio los panes que le pedía contra su voluntad y sólo por deshacerse de sus impertinencias ¿qué hará el Señor, quien no tan sólo nos exhorta a que le pidamos, sino que lleva muy a mal cuando no le pedimos? Tengamos en cuenta que Dios es bondad infinita y que tiene grandes deseos de que le pidamos sus divinos dones. De donde podemos concluir que gustosamente nos concederá cuantas gracias demandemos.

 San Alfonso María de Ligorio, nos dice, que  la gracia de la salvación eterna no es una sola gracia, es más bien una cadena de gracias, y todas ellas unidas forman el don de la perseverancia. A esta cadena de gracias ha de corresponder otra cadena de oraciones, si es lícito hablar así, y, por tanto si rompemos la cadena de la oración, rota queda la cadena de las gracias que han de obtenernos la salvación, y estaremos fatalmente perdidos.

 De esto mismo, habla Santo Tomás con estas graves palabras: Después del bautismo es necesaria la oración continua y perseverante para que el hombre pueda entrar en el reino de los cielos.

 Y lo mismo leemos en el Antiguo Testamento: Nada te detenga de orar siempre que puedas. En todo tiempo bendice al Señor y pídele que dirija El los caminos de tu vida. Por esto el Apóstol exhortaba a los primeros discípulos a que nunca dejaran la oración. “Orad sin descanso”, les decía. “Perseverad en la oración y velad en ella”.

 Seamos, pues, perseverantes en la oración y  oportunos en pedir gracias.

Por último, si nuestra oración es atenta, humilde y perseverante, nuestra alma será transfigurada y se transformará en Jesucristo, quien estará en nosotros. Así, como dice San Juan VI, 57: “Así el que me come, vivirá también por Mí”.

Podremos entonces unirnos también al apóstol San Pablo, exclamando con él: Vivo yo, mas no yo, puesto que es Jesucristo quien vive en mí por su doctrina, por su gracia y por su amor. (Gal., II, 20). 

Gran parte de este escrito se tomó del libro Triple Serie de Homilías de Mons. Ricardo Schüller.

Mons. Martin Davila Gandara