Las Lecciones de la Muerte

Se nos recuerda en el Evangelio de San Lucas, VII, 12: “He aquí que llevaban aun difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda”

Con ocasión de la muerte de este joven, es importante que reflexionemos en este día acerca de las “Lecciones que nos da la muerte”, para común provecho de nuestras almas.

Detengámonos ante este ataúd, en el cual yace un cadáver; el cual ¿Podría se un viejo? o ¿Un pobre? No, es un joven, único hijo de su madre viuda.

Este hecho: ¿Qué nos dice a todos?  Que “¡Hoy le tocó a él, y mañana nos tocará a nosotros!” por lo mismo, escuchemos las saludables lecciones que nos da aquí la muerte.

I. PRIMERA LECCIÓN: ¿Qué es morir?

1) Es dejar todo lo que tenemos, es decirle adiós a todas las cosas de la tierra, a los bienes de fortuna, a los honores, a los placeres, a los parientes, a los amigos, a las pasiones tan halagadas, al cuerpo tan idolatrado.

2) Es la separación del alma y el cuerpo: el alma vuelve a su Creador para ser objeto del juicio particular. El cuerpo vuelve a la tierra, de donde salió, para ser pasto de los gusanos, así como nos lo dicen las Sagradas Escrituras: “Nos convertiremos en polvo de la tierra de donde hemos salido” (Ecle., XII, 7); “A la fosa grité: ¡Tú eres mi padre! y a los gusanos: ¡Mi madre y mis hermanos!” (Job, XVII, 14).

3) Es sufrir la sentencia fulminada contra el pecado, como dice San Pablo a los Rom., VI, 23: “El pago del pecado es la muerte”. Es pasar del tiempo a la eternidad, a una eternidad feliz, o a una eternidad de desgracia.

¡Para los justos, la muerte es la liberación, el fin de todos los males y el comienzo de una dicha eterna; para los pecadores es el término de los goces culpables y el principio de un mal eterno, de una desesperación eterna!

II. SEGUNDA LECCIÓN: Moriremos todos

1) La fe nos lo asegura, San Pablo nos dice: “Está  decretado que los hombres mueran una sola vez y después el juicio” (Hebr., IX, 27). La experiencia nos lo demuestra cada día, como nos lo dice el Salmo LXXXVIII, 49: “¿Quién es el hombre que viva y no haya de ver la muerte?.

2) Veamos al hijo de la viuda de Naim: era joven, rico y le sonreía un brillante porvenir; hoy, helo ahí muerto: todo ha terminado para él. Igualmente moriremos todos: los niños, los jóvenes y los ancianos, los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes. Nadie escapará  de la muerte.

3) Aunque tomemos la precauciones que queramos, “ya recurriendo a  los médicos más hábiles, a las medicinas más potentes, si es la voluntad de Dios nada nos impedirá morir. ¿Dónde están tal y tal persona, que hemos conocido tan dichosos, tan honrados, tan ricos? Están en el fondo de su sepulcro, entraron ya en su eternidad. Sobre esto, exclamaba San Bernardo: Dime, ¿dónde están los amantes del mundo?  No quedó nada de ellos, nada más que cenizas y gusanos”  “Ahora me toca a mi, y  más tarde a ti” (Ecli., XXXVIII, 23).

III. TERCERA LECCIÓN: Moriremos pronto

Contamos tal vez que la muerte está muy lejos. Veamos cuán veloces trascurren los días, los meses, los años, cada día es un paso más hacia el sepulcro. Los días del hombre sobre la tierra son pocos, y están contados, así como dice el Salmo XXXVIII, 6: “Has reducido a un palmo mis días”

San Pablo nos recuerda, que ¡Cada día morimos un poco! Tal vez hemos ya vivido veinte, treinta, cuarenta o más años; y ¡con que rapidez han pasado! Los que aún nos restan se deslizaran no menos rápido.

Nuestra vida es hierba del campo, que bien pronto se marchitó; es un vapor que se arrastra y se disipa como un soplo ligero. Por lo mismo renunciemos a toda ilusión y estemos ciertos de que no viviremos mucho tiempo. Tal vez en un instante seremos cadáveres.

IV CUARTA LECCIÓN: No sabemos ni cuando ni cómo moriremos.

He aquí lo más terrible.

1) ¿Cuándo moriremos? ¿A qué edad? ¿Dentro de diez años, de un año, de un mes, mañana, tal vez hoy mismo? Sólo Dios lo sabe: “No corresponde a nosotros conocer el tiempo, que eso es potestad de Dios” (Hech., I, 7); “Por eso hay que estar vigilantes y preparados para cuando llegue nuestra hora” (Mt., XXV, 13).

2) ¿De qué género de muerte moriremos? ¿De muerte lenta o repentina, de epidemia, de una enfermedad ordinaria, de un accidente, en un naufragio, en una catástrofe? Sólo Dios lo sabe. Por eso hay que estar vigilantes.

3) ¿En qué lugar moriremos? ¿En nuestra casa, de viaje, trabajando, durmiendo, orando, o en el deplorable acto del pecado? Sólo Dios lo sabe. Hay que estar alertas y vigilantes.

4) Pero, sobre todo, ¿En qué estado moriremos? ¡En estado de gracia o de pecado? ¿Con pleno conocimiento o sin conocimiento? ¿Tendremos tiempo de llamar al sacerdote, de confesarnos, de recibir el Santo Viático y la Extremaunción? Vigilad y estar preparados.

Hacia donde cayere el árbol, allí quedará nos dice San Agustín. Ordinariamente, cual es la vida tal es la muerte; de la vida depende la muerte, y de la muerte la eternidad, nos dice el Salmo XXXIII, 22: “Recordemos que sobre nosotros depende la eternidad”; y el Salmo CXV, 15: La muerte del pecador será terrible “Y es cosa preciosa a los ojos del Señor, la muerte de los justos”. ¿Cuál será la nuestra?”.

V. QUINTA LECCIÓN: Preparémonos, pues, cada día.

¿De qué manera?

1) Con el desprendimiento de las cosas de este mundo; puesto que llegará el momento de abandonarlo todo. Ni dinero, autos, casas, títulos o dignidades nos vamos a poder llevar a la eternidad.

2) Pensemos a menudo en la muerte: “Acuerdate de tus postrimerías (la muerte, el juicio, el infierno y el cielo) y no pecarás jamás” (Ecli., VII, 40). ¡Qué medio tan a propósito para evitar todo pecado y para vivir santamente! Si supiéramos que estamos a punto de morir, ¿Nos atreveríamos a cometer tal o cual pecado?

3) “Dispón tu casa porque vas a morir, no vivirás” (Isa., XXXVIII, 1). Debemos poner orden en los negocios de nuestra alma, no permanezcamos, ni un día en un estado en que no querríamos morir.

Por lo mismo, confesémonos frecuentemente y bien, restituyamos lo mal adquirido. Vivamos cada día como si fuera el último de nuestra vida. Y procuremos acumular méritos para el cielo.

Por último, porqué no  exclamar al Señor: “Dios mío alumbra mis ojos, para que no duerma en la muerte; que no pueda decir mi enemigo le vencí” (Salmo XII, 4-5); “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Salmo XXX, 6); “Señor, Según tu voluntad, haz conmigo según tu beneplácito” (Tob., III, 6).

Gran parte de este escrito esta tomado del libro “Archivo Homilético” de J. Thiriet- P. Pezzali. 

Mons. Martin Davila Gandara