La gloriosa resurrección de Jesús

LA GLORIOSA RESURRECCIÓN DE JESÚS Y NUESTRA RESURRECCIÓN

La Pascua de Resurrección es la fiesta de fiestas, la alegría sin igual del catolicismo. Ya que si es justo alabar a Dios en todo tiempo, mucho más lo es en este día, en que Cristo, nuestra Pascua, inmolado para expiar los pecados del mundo, nos ha dado la vida con su muerte y resurrección. Por eso la Pascua de Resurrección se convierte en el pecado destruido, la muerte vencida, la vida divina recobrada, nuestro mismo cuerpo promovido a la eternidad. Ante semejante incertidumbre debe desaparecer toda tristeza.

Por eso la Santa Iglesia, a partir del Domingo de Resurrección canta el hermoso gradual del Haec dies quam Fecit Dominus. (He aquí el día que ha hecho el Señor). Durante toda la octava cantaremos la alegría de este día sin precedente, que nos abre las puertas de la eternidad. Todos los domingos no harán sino evocarlo continuamente. Y así, domingo tras domingo y año tras año, nos conducirán las pascuas de esta tierra hacia el día bienaventurado que nos ha prometido Cristo al volver lleno de gloria para introducirnos consigo en el reino de su Padre.

A continuación es importante analizar el paralelismo que hay entre la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, con nuestra resurrección espiritual.

EL SEÑOR HA RESUCITADO. Esto dijo el ángel a las piadosas mujeres que fueron al sepulcro a ungir el cuerpo del Salvador. Ha resucitado; es decir, ha salido del sepulcro y ha comenzado una nueva vida, mucho más excelente y perfecta.

Efectivamente: aquel Hombre-Dios, sujeto antes a todas las penalidades de una vida pobre y humilde y a todas la ignominias y dolores de la Pasión, se ha revestido de claridad, inmortalidad, impasibilidad y sutileza; y aquel cuerpo, antes pasible y mortal, sensible y capaz de todas las miserias humanas, brilla ahora con esplendores divinos, y no puede padecer, ni puede morir, ni cosa alguna la puede detener. La resurrección de Nuestro Señor Jesucristo fue, pues, perfecta.

Tal debe de ser nuestra resurrección espiritual. Como Cristo salió del sepulcro, hemos de salir nosotros del sepulcro de nuestros pecados, de nuestros defectos habituales y nuestras tibiezas, para pasar a una vida más perfecta y más fervorosa, exenta de las faltas que regularmente cometemos y, en cuanto sea posible, de las imperfecciones que a diario empañan la pureza de nuestra conciencia.

Para esto hay que comenzar por renovarnos en la mente y en el espíritu; es decir, en lo interior del corazón, poniendo reglas a nuestros deseos, purificando nuestros afectos, que, por inocentes que sean, no son muchas veces de Dios, ni según Dios; rectificando nuestras intenciones, humillando nuestras altiveces y soberbias; en una palabra, formando en nosotros un corazón nuevo que vaya siempre al unísono de los deseos y el corazón de Dios.

Examinemos atentamente cuáles son las faltas o defectos que, por hábito de cometerlos, han arraigado más o menos profundamente en nuestro corazón. Busquemos los medios que podemos y debemos poner en práctica para liberarnos de ellos, comenzando una vida nueva, de cual sea desterrada la tibieza, causa primera de la infidelidades pasadas.

EL SEÑOR HA RESUCITADO VERDADERAMENTE (Luc., XXIV, 34). Es decir, no en apariencia, como Samuel evocado por Saúl, ni solamente por algún tiempo, como Lázaro, que volvió a morir. Así no lo dice S. Pablo Habiendo Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñoreara más en Él.

Así debe de ser también nuestra resurrección espiritual: verdadera, es decir, que en realidad de verdad pasemos de una vida más o menos tibia a una vida fervorosa. Pero esto no basta; es preciso, además, que el dicho cambio verificado en nosotros sea firme y constante, de suerte que, con la gracia de Dios, no volvamos a caer en nuestras antiguas infidelidades, ni en nuestras flaquezas espirituales, que podrían poco a poco hacernos caer de nuevo en mayores culpas.

¡Constancia en el bien obrar! Ya que esta virtud, es sumamente necesaria para adelantar en el camino de la santidad. Que nuestra resurrección sea verdadera, y no sólo con palabras y afectos, sino con obras.

Pidamos, pues, a Dios, por la sangre de Jesucristo, una voluntad más firme, y un corazón más generoso, un fervor que  no se enfríe con la mudanza de los acontecimientos, y una devoción que se mantenga en todas las circunstancias de la vida.

HA RESUCITADO EL SEÑOR Y SE HA APARECIDO A SIMON PEDRO. He aquí indicada la tercera cualidad de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. No sólo fue perfecta y verdadera, sino visible.

Efectivamente, Jesús, no una, sino muchas veces se apareció a sus discípulos. Y para hacerles ver que había tomado el mismo cuerpo que había sido clavado en la cruz y depositado después en el sepulcro, se dejó tocar por ellos y aun comió con ellos, de manera que no les quedase la menor duda de su resurrección.

Así debe ser también nuestra resurrección espiritual. Ha de ser visible, no sólo a los ojos de Dios, sino también a los ojos de los hombres, de nuestros hermanos, de nuestros superiores y de nuestros subordinados: de todos aquellos con quienes vivimos y tratamos. Es necesario que noten nuestro cambio y resurrección; que queden edificados y se regocijen de no ver ya en nosotros aquellos defectos que les chocaban o causaban pena. Es necesario que en lo sucesivo los edifiquemos tanto y más de lo que tal vez los hayamos escandalizado.

Examinemos si hay algo en nosotros que disguste o desedifique a los demás. Resolvámonos arrancarlo de nuestra alma, por costoso y difícil que sea.

Y por último pidamos gracias al Señor para el loy para emprender desde hoy una vida nuevay fecunda en buenas obras.

Mons. Martin Davila Gandara