Cómo debemos dar testimonio de Jesucristo

Después de haber dicho Jesús a los Apóstoles que sería enviado el Espíritu Santo a la tierra para dar testimonio de Él: “Y ustedes darán testimonio, puesto que desde el principio están en mi compañía.”

Y esto mismo se vuelve a repetir en el momento de dejarlos: “Serán mis testigos” (Hechos, I, 8).

Veamos: 1. cómo los Apóstoles dieron testimonio de Jesucristo; 2. cómo nosotros también debemos hacerlo.

Como los Apóstoles dieron testimonio de Jesucristo.

En cierta manera los Apóstoles habían ya dado testimonio de Cristo creyendo en Él. “Dejando todo por seguirle” (Mt., XIX, 27), viviendo con Él desde hacía tres años. Porque con esto confesaban su excelencia y la divinidad de su misión.

San Pedro, en particular, había emitido su doble profesión de fe tan explícita diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt., XVI, 16, y Jn., VI, 69 y 70).

Sin embargo, ¡que débiles e imperfectos eran todavía! Pruebas de ello bien manifiestas fueron las pequeñas querellas sobre la preeminencia y el que, al llegar la Pasión, luego huyeron.

Pero, bautizados por el Espíritu Santo, en Pentecostés, se convirtieron en testigos fieles e intrépidos;

glorificaron a su divino Maestro delante de los hombres.

Veamos cómo dieron de Jesucristo un testimonio fiel y glorioso, es decir, cómo lo confesaron.

1. Primero, con su celo en predicar la verdad que habían aprendido de su divino Maestro como viene en (Mc., XVI, 20). libres de su antigua timidez, valerosos, confesaron su fe enérgicamente ante los habitantes de Jerusalén, ante los príncipes de los sacerdotes judíos, como dice San Marcos XIII, 19.

Y a la voz de los Apóstoles, ¡he aquí que se convierten millares de hombres y adoran a Jesús crucificado! Como viene en (Mt., X, 18).

2. Con sus milagros. San Pedro, a la puerta del templo, dice al paralítico que pedía limosna: “Plata y oro yo no tengo: pero te doy lo que tengo. En el nombre de Jesucristo Nazareno levántate, y camina” (Hechos III, 6).

3. Con su vida santa. Recibido el Espíritu Santo, fueron hombres completamente distintos de antes. Todos podían decir con San Pablo que Cristo vivía en ellos. (I Cor., IV, 16; Gal., II, 29; Fil., I, 21).

4. Con su generosidad en sufrir toda suerte de persecuciones, de tormentos y la misma muerte por el amor de Jesucristo. ¿Quién podrá formarse una idea de todo lo que, por ejemplo, soportó San Pablo por Jesús como viene en el Evangelio San Lucas y en las Epístolas del mismo San Pablo?

Jesús les había dicho: “Los envió como ovejas en medio de los lobos” (Mt., X, 16). “Sin embargo, añade San Juan Crisóstomo, los lobos fueron vencidos por las ovejas cuando, aventuradas éstas en medio de aquellas bestias crueles y desgarradas por ellas, lejos de ser destruidas, transformaron y7 convirtieron a sus mismos enemigos”.

Todos, pues, dieron de su Maestro divino el supremo testimonio de la sangre, para confirmar lo que habían predicado sobre su doctrina y su divinidad. Por la gloria de Jesús, “se hicieron valientes en la batalla, combatiendo a la antigua serpiente” (Heb., XI, 34; Apoc., XII, 9) y merecieron la eterna recompensa, porque como dice Cristo: “Quien me confiesa delante de los hombres, me confiesa delante de mí Padre” (Mt., X, 32).

Cómo nosotros podemos y debemos dar testimonio de Jesucristo.

Sólo es dado algunas almas privilegiadas el poder seguir de cerca las pisadas de los Apóstoles. Sin embargo, todo cristiano puede, cualquiera que sea su condición, dar testimonio de Jesucristo.

1. Con la santidad de la vida, es decir, con nuestra docilidad en escuchar su palabra y sus enseñanzas, en cumplir su voluntad, en reproducir en nosotros las virtudes que Cristo practicó. Todo cristiano debe ser otro Cristo.

De ello decía San Pablo a los cristianos de su tiempo: “Observar una conducta digna de Dios, ser en todas partes el buen olor de Cristo”; vivir de tal manera “que la vida de Jesús se manifieste también en nosotros”. (Col., I, 10; II Cor., II, 15; IV, 10),

Eso debemos hacer también nosotros. Esto sólo depende de la buena voluntad de cada uno, pues desde que somos cristianos, “la voluntad de Dios es nuestra santificación” (I, Tes., IV, 3), y Él pone a disposición nuestra, para el futuro, todo el inmenso tesoro de sus gracias.

2. Con la valentía, que nos haga vencer el respeto humano. Debemos mostrarnos cristianos ante todo el mundo, en todas partes y en todas las cosas: francos y sinceros y santamente orgullosos de nuestro carácter de cristianos.

“¡Nobleza obliga!”. Pues bien, debemos practicar abiertamente la religión, frecuentar los Sacramentos, asistir a las funciones religiosas. A todo aquel que me reconociere y confesare delante de los hombres, yo también le reconoceré delante de mi Padre, que está en los cielos.

¡Desventura, en cambio, para aquel que por temor o por cálculos egoístas se haya avergonzado de Cristo, de su doctrina y de sus leyes! Mas a quien me negare delante de los hombres yo también le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos. (Marc. VIII, 38).

3. Con el celo en procurar la gloria de Dios por todos los medios que están a nuestra disposición. Celo en hacer conocer y amar a Jesucristo en torno nuestro.

¡Honor a esos cristianos generosos que se dedican a la enseñanza del catecismo y que trabajan para conducir pecadores y penitentes a los pies del Crucifijo! ¡Los que son celosos por Dios, serán grandes y gloriosos en el cielo!

Al contrario, a los que no tienen cuidado ni de su alma ni de la de sus hermanos, se les exigirá una terrible responsabilidad delante de Dios, de esto mismo dice San Pablo: “Si hay quien no mira por los suyos, mayormente sin son de la familia, este tal ha renegado su fe, y es peor que un infiel” (I Tim., V, 8).

4. Con la generosidad en sufrir algo por el amor de Jesucristo, ya sean las pruebas y las miserias de esta vida, la pobreza, las privaciones, las enfermedades; ya sean las burlas, las injurias, la persecución de los hombres por causa de nuestra calidad de cristianos. Jesucristo ha dicho: “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia” (Mt., V, 10).

Y San Pablo decía: “Por la fe, Moisés, escogió antes ser afligido con el pueblo de Dios, que gozar de las delicias pasajeras del pecado, juzgando que el oprobio de Jesucristo era un tesoro más grande que todas las riquezas de Egipto” (Heb., XI, 24 al 26).

Y en otro lugar dice también San Pablo: “Todos los que quieren vivir virtuosamente, según Jesucristo, han de padecer persecución” (II Tim., III, 12).

Por último. Tengamos a gran honra dar testimonio de Jesucristo de alguna manera. Trabajemos, según nuestros medios, en hacerlo conocer, adorar y amar. Debemos mostrar en toda ocasión que somos sus discípulos.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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