¿Tu quien eres? ¿Qué dices ti mismo? (Jn., I, 22)
¡Preguntas útiles y saludables! ¿Qué somos? ¿Qué deberíamos ser? Realmente somos pecadores, llenos de miserias; y, sin embargo, no nos avergonzamos de ello. Deberíamos ser santos, verdaderos discípulos de Jesucristo, adornados de sus virtudes, viviendo su vida, y, al contrario, ¡vivimos como paganos y no hacemos esfuerzo de ser mejores!
¿Qué dices de ti mismo, respecto al pecado?
¡Cuántos ilusiones se hace uno! ¡Qué pocos entran dentro de sí mismos y se conocen tales como son! También ¡Cuántos tienen el alma manchada delante de Dios, y, sin embargo, se juzgan honrados y puros! Muchos se acercan al sacramento de la confesión o penitencia; pero, ¡qué pocos salen verdaderamente purificados! Siendo este un ¡Misterio de la malicia y de la flaqueza humana!
1) Unos, por falta de instrucción, por ignorancia culpable, apenas saben distinguir lo que es pecado y lo que no lo es; lo que es pecado mortal y lo que sólo es venial.
¿No oyen la voz de su conciencia? Ella no deja, en efecto, de clamar, y a los que se excusan diciendo: Yo no sabía que esto fuese pecado, les responde: ¿Tú no te avergonzaste de hacer eso delante de los hombres?
2) Otros no saben o no quieren examinarse, especialmente sobre los pecados internos, sobre las omisiones, sobre los deberes de estado, sobre sus malos ejemplos.
¡Quizás! ¡si se tuviese la piadosa y saludable costumbre de examinarse cada noche y exigir de sí mismo una cuenta rigorosa de todo lo que se ha hecho, dicho y pensado, como si uno fuese a comparecer ante Dios! He ahí, la importancia de lo que nos dice San Pablo: “Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seriamos condenados” (I Cor., XI, 31).
3) Otros se confiesan a medias, no diciendo ni el número de los pecados, ni las circunstancias que mudan la especie. Y ¡cuántos callan pecados vergonzosos y cometen sacrilegios! ¡Insensatos, que se entregan al demonio y se precipitan en el infierno!
4) Muchos otros conocen y confiesan sus pecados; pero no tienen arrepentimiento de ellos, y les falta también el propósito firme de no pecar más. Su corazón permanece duro, insensible y, dispuesto a volver a pecar en la primera ocasión que se presente.
5) Finalmente, ¡cuán grande es el número de los que, por malicia o por negligencia, rehusan recurrir al remedio instituido por Jesucristo! Y con ello, siendo ¡Insensatos y crueles consigo mismos!
¿Y nosotros quienes somos? ¿Qué decimos de nosotros mismos? Para contestar a ello, es necesario que nos examinemos bien. Para que no suceda como dice a judíos el Señor: “Escudriñaré a Jerusalén con linternas”. (Sof., I, 12)
Y somos pecadores, siendo esto seguro. Recordemos que nada manchado entra en el cielo. Por lo mismo. Tengamos, pues, cuidado; y procuremos llenar las condiciones requeridas para ser purificados y ser dignos de la gloria.
¿Qué dices de ti mismo, respecto a las virtudes cristianas?
Para salvarse no basta no pecar, o tener una santidad puramente negativa; es necesario ser santos positivamente, llevando buenos frutos, es decir, que debemos practicar las virtudes cristianas e imitar a Jesucristo. Es por eso, que nos recuerda el Señor que: “Todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego” (Mt., III, 10).
Respecto a esto: ¡Cuántas ilusiones se hacen los hombres, y viven en la ignorancia respecto a sus más importantes deberes!
1) Unos no se creen obligados a la práctica de las virtudes cristianas. Dirán ¡eso es bueno para los sacerdotes y religiosas, pero no para nosotros, gente del mundo!
Ante esto, preguntemos: ¿qué somos, cristianos o paganos? ¿Y qué quiere decir ser cristianos? Significa ser discípulos de Jesucristo. Por lo mismo, debemos, pues, imitar las virtudes que nos ha enseñado con su ejemplo.
2) Otros se contentan con practicar las virtudes exteriores y puramente humanas. De ello, nos dice Nuestro Señor: “Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los gentiles? (Mt., V, 47)
3) Otros no tienen más que virtudes interesadas, es decir, en la práctica de la religión y de la virtud no buscan sino su interés, la estimación o el afecto de las creaturas, una recompensa natural.
De esto también nos dice Nuestro Señor: “Cuando hagas limosnas, no vayas tocando la trompeta delante de ti, para ser alabados de los hombres; porque en verdad os digo que ya recibieron su recompensa” (Mt., VI, 2).
4) ¡Cuántos otros no tienen más que una virtud débil, inconstante, que derriba el menor soplo. Es por eso, que dice San Pablo: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, y que estemos arraigados y fundados en la caridad” (Efes., III, 17).
Es importante. No olvidar que quien quiera salvarse se debe ejercitar incesantemente en la práctica de las virtudes cristianas. Esto significa, vivir como verdadero discípulo de Jesucristo; es decir reproducir en sí su vida y sus virtudes.
Por lo mismo, debemos recordar lo que dice San Pablo: “Os ruego que andéis de una manera digna del Señor, procurando serle grato en todo, dando frutos de toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col., I, 9 y 10).
Notemos estas dos palabras de San Pablo: andemos, porque la vida presente no es tiempo de descanso; y dando frutos, porque un árbol estéril es cortado y arrojado al fuego.
Conclusión.- Hermanos míos, preguntemos a nosotros mismos: ¿quienes somos? ¿qué decimos de nosotros mismos? 1o., respecto al pecado: ¿nuestra alma es pura y está en paz, pronta para la venida del Salvador? 2o., respecto a las virtudes cristianas: ¿vivimos como paganos o como fervorosos discípulos de Jesús?
A cuántos se podría decir, como dice San Juan: “Conozco tus obras y que tienes nombre de vivo, pero estas muerto, estar alerta; y acuérdate de lo que has recibido y has escuchado, y arrepiéntete” (Apoc., III, 1-3).
Por último. Pongamos pues, el hacha a la raíz de nuestras malas costumbres, de donde brotan tantos pecados; y apliquémonos, ahora más que nunca, a la práctica de las buenas obras. Ya que el cielo será la recompensa de nuestros perseverantes esfuerzos. Para que suceda como dice el Señor: “El que persevere hasta el fin, ése será salvo” (Mt., X, 22).
Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.