Catequesis sobre el matrimonio

Hoy en día, por falta de instrucción religiosa y también por el poder e influencia del laicismo y de los medios de comunicación, se ha ido menoscabando, la unidad y la indisolubilidad en el matrimonio cristiano.

 La influencia del egoísmo laicista y de los medios es tal, que los jóvenes católicos de hoy, viven en unión libre, o sólo se casan por el civil, y los que casan por la Iglesia, se casan con la intención de que si las cosas no funcionan, o por cualquier motivo están, predispuestos al divorcio o a la separación.

Estos jóvenes casados deben de recordar que: El matrimonio es una unión permanente, y sólo tiene una oportunidad, misma que deben de aprovechar, y en consecuencia, deben aprender a vivir en armonía en su vida matrimonial. El marido y la mujer, cuando abandonan el altar después de recibir la bendición sacerdotal, inician una nueva vida. Antes de que empiecen a desenvolverse en el matrimonio, deben aprender, en primer lugar, el uno del otro cuanto puedan; después deben adaptarse a la realidad, sin que intenten que el matrimonio se adapte a ellos, igual que el niño debe adaptarse a la vida tal como la encuentra, sin rebelarse inútilmente contra la sociedad. Necesariamente ha de pasar un largo periodo de adaptación en el matrimonio. Aunque dure setenta y cinco años la vida conyugal, siempre se podrá percibir nuevos aspectos en la relación que puedan ser mejorados. Tampoco, cabe esperar un ajuste perfecto, una comprensión total y una felicidad perfecta en los primeros seis meses, ni tal vez en los primeros diez años.

 Debido a que el matrimonio es un proceso de crecimiento. Si se emprende llevando en el corazón y en la mente altos ideales cristianos, y con deseo de comprensión y de sacrificio, la adaptación mejorará año con año. Para ello, es esencial percatarse de que el matrimonio es algo más grande que los dos cónyuges juntos.

 Es posible gozar de un matrimonio ideal aunque el marido y la mujer sean personas sencillas. Después de casados, cada uno podrá adquirir las cualidades que jamás sospecharon alcanzar antes del matrimonio. Es por eso que, la pareja casada necesitan:la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, que son las cuatro virtudes cardinales.

El marido y la esposa prudentes saben juzgar correctamente todas la cuestiones importantes que se presenten en el matrimonio. Además, están capacitados para conocer qué es lo que más necesitan y desean recíprocamente, respetando los derechos mutuos, junto con los de los hijos y del prójimo.

También contribuye a la armonía marital, un perfecto sentido de la justicia, porque fomenta la consideración hacia las demás personas de la familia. Las personas justas jamás procuran su propia satisfacción a expensas de los demás. Ya que habrá ocasiones en el que algún miembro de la familia ponga en peligro la paz del hogar con sus pasiones desordenadas (ambición, cólera o desmedido orgullo). En esos casos, cuanto más sepan los esposos contener y dominar sus impulsos básicos, sin dejarse llevar de las impresiones, mayor será la oportunidad de reanudar la vida armónica y feliz, pero es preciso tener en cuenta y aceptarlo como parte integrante de la vida humana, que nunca han de faltar pesadumbres y angustias. Es por eso que la paciencia y la fortaleza son necesarias para la pareja matrimonial.

 Cuando se requiere el heroísmo, tanto en el hombre como en la mujer casados, ambos han ser capaces de estar a la altura de su misión. Sin embargo las cuatro virtudes cardinales, por sí solas, aún poseídas en grado sumo, no bastarán para el estado de vida sacramental que esto exige, por encima de todo, están las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. El primer paso en el camino a la salvación y a la santidad es creer en las virtudes sacramentales del matrimonio.

Si lee y se relee los Evangelios con la intención específica de hallar pasajes relacionados con la importancia de la fe, seguro que se quedarán asombrados de la frecuencia con que Cristo puso de relieve la importancia de esta virtud para el desarrollo espiritual de los esposos. Nuestro Señor Jesucristo, habló de la fe, que mueve montañas. Cuando una mujer tocó la orla de Su túnica, pidiendo que le curase, se volvió hacia ella diciéndole: “Ve, mujer, tu fe te ha curado”. La fe cristiana dará a los esposos la facultad de mirar a la vida con los ojos de Cristo y de organizar su matrimonio conforme a Su voluntad, dado, también, que los innumerables detalles de la vida conyugal moderna causan la inútil preocupación del espejismo de la seguridad, es por eso que hay que vivir con la esperanza y la visión de Dios, y pensar que Él está siempre con los esposos. ¿Acaso no dijo Cristo: “Por qué están ansiosos por lo que comerán”? Ya que el mandato más consolador que se dio a los Cristianos, fue éste: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. Es por eso, que las familias que confían en Dios acostumbran mostrar más diligencia e inventiva que aquéllas que solamente miran al matrimonio como un problema de eficiencia humana. Ya que el amor encendido a Dios es lo que más importa en el matrimonio.

Nuestro Señor Jesucristo conocía mejor que nadie las dificultades anejas al amor entre los esposos, por esto, para purificar el amor entre los cónyuges les concedió la gracia de un Sacramento. En nuestros días muchos conciben el amor, como una atracción sensual entre los esposos. Pero cuando interviene la gracia Divina, el marido no mira únicamente a su mujer como copartícipe en la intimidad, sino que con un sentido más idealista, la ve como su asociada en la paternidad y en la santidad del matrimonio. En consecuencia, la gracia de Dios purifica el amor humano y lo convierte en el ideal elevado que debe ser. Merced a la gracia, la intimidad conyugal se transforma en instrumento de amor, no en un fin.

Saben los casados, naturalmente, que no es el sacerdote quien los unió cuando se presentaron ante el altar el día de sus bodas. Fueron ellos mismos, el uno con el otro. Ellos quienes administraron el sacramento; mutuamente se entregan a Cristo entre sí. Por lo cual deben aprovechar en el matrimonio la gracia que les infunde su participación directa en el Sacramento. Siendo el verdadero objetivo del matrimonio, el de purificar el amor que el día de bodas empezó en un plano natural, transformándolo después en el amor sobrenatural ordenado por Cristo. Ya que el amor no es meramente un cuestión de sentimiento.

 El verdadero amor es voluntad, que conlleva un respeto y sacrificio mutuo. Cuando se ama de verdad, y sin sentimiento, se quiere para la persona amada tan sólo lo que sea bueno para ella. El amor todo lo abarca.

Cuando se ama, se comprende que la persona amada posee en unión de sus virtudes, las correspondientes flaquezas y que se deben amar tanto las cualidades como las debilidades. Para lograrlo se requiere un acto de voluntad. A veces un marido puede tener la tentación de retirar su amor, o una esposa resentirse ante las flaquezas del marido, y hasta desearía abstenerse de sus obligaciones, pero no lo hacen. Porque él no ama a su esposa por sus virtudes únicamente, sino porque es su compañera en Jesucristo y porque él ama a Cristo. Y ella le ama a él porque ama a su matrimonio como instrumento de la voluntad de Cristo.

Cuando se encuadra en su sagrado marco, el acto intimo conyugal puede ser un instrumento de acrecentado amor mutuo. Porque el acto material debe ser sobre todo un signo del amor del corazón. O sea, un acto de donación; el marido hace entrega de sí mismo enteramente, con cada parte de su ser corporal, y su esposa lo recibe con el mismo completo abandono. Cuando el acto físico es intelectualmente estéril, desprovisto de todo significado espiritual, se convierte en una especie de prostitución del matrimonio.

 Pero si surge del manantial de bondad será arroyo de acrecentado amor. El amor puro y ardiente puede elevar a los esposos a cumbres jamás soñadas. El misterioso don de la gracia de Dios transforma también el concepto personal de la paternidad. Cuando los esposos adquieren plena conciencia de esta gracia, miran al hijo, no sólo como un don del Creador, sino como mucho más: como un ser humano que han de restituir a Dios. Y deben de comprender que Dios les ha permitido tomar parte en Su proceso de creación, y que les ha dado la oportunidad de contribuir a Su Reino con sus carnes y sus sangres.

 Solía dirigirse San Agustín a los padres de familia, y llamarlos “mis colegas obispos”. Quería dar a entender que los padres son cabezas de sus familias, como el obispo es cabeza de la Iglesia en escala universal: y tienen la misma obligación de enseñar, regir y santificar. Probablemente son pocos los consortes que se dan cuenta del bien que pueden hacer con toda sencillez observando una vida de casados santificada.

Supongamos, un matrimonio con cinco hijos. Dentro de 25 años, estos cinco hijos tendrán la responsabilidad de haber criado, acaso, 25 hijos más. Calculando el mismo promedio, cuando hayan pasado tres generaciones, una sola pareja habrá sido responsable de más de 125 vidas. Si la pareja original dio buen ejemplo, la mayoría de sus descendientes—si no es que todos—serán magníficos seres humanos y esplendidos cristianos; y la tradición de santidad que les habrán legado continuará a lo largo de las generaciones sucesivas. Cuando ustedes esposos se presenten ante Dios y les pregunte por su comportamiento matrimonial, únicamente tendrán que señalar la familia que dejaron en este mundo.

Por otra parte ¡cuánto daño puede causar una sola pareja! Si fracasa en educar por Cristo, en 60 años de vida puede dejar tras de sí las simientes de la corrupción, de la infidelidad, de la herejía, de la apostasía, las semillas de todo lo malo que existe en el mundo. Por eso deben de recordar los buenos esposos cristianos, que con la gracia de Dios, su hogar se convierte en un centro de educación y de adoración. Gozando del privilegio de enseñar a los hijos, desde sus más tiernos años, a mirar a la vida con criterio sobrenatural y de alentarlos a aceptar los hechos de la vida a la luz de la gracia Divina. Por ejemplo, la niña que ve a su madre esperar la maternidad con alegría y amor crecerá dispuesta a considerar un honor y una satisfacción el dar hijos a luz y criarlos. Su hogar, esposos cristianos es también un centro de actividad apostólica al servicio de Cristo, porque al aprender a amar al cónyuge y a los hijos, se aprende también a querer al prójimo. Y cuando mayor sea este amor, mayor será el amor para la familia.

Porque el amor se alimenta de amor, así como el odio se alimenta del odio. Los casados que deseen ir más allá aún, perfeccionando su vida y su labor en dedicación a Dios, deben practicar las mismas virtudes que se hallan en los fundamentos de la vida religiosa: la pobreza, la castidad y la obediencia. Si logran vivir en el espíritu de estas virtudes, su hogar será bendecido con la felicidad que procede del cielo.

 El espíritu de pobreza que debe caracterizar su modo de vivir, no significa que deban renunciar a lo preciso, e incluso les es permitido ciertas comodidades decentes y hasta algún lujo que otro. Esto quiere decir que sepan prescindir, sin lamentarse, de algunas cosas cuando sea necesario. Nuestro Señor tenía un hogar respetable, vestidos decentes, comida sana, pero el hecho de no disponer de más no le apenaba.

Porque se hallaba lo suficientemente despegado de las cosas materiales para que Su felicidad dependiese de ellas. No se recomienda que los esposos católicos hagan algo extraordinario para abrazar la pobreza, pero deben estar preparados, ya que, si viven el matrimonio como es debido, es probable que la pobreza los abrace, y por lo tanto, no deben dejarse aturdir ni avergonzarse de ser pobres.

Muchas parejas modernas creen, equivocadamente, que el matrimonio acaba con la necesidad ser castos. Nada podría ser más erróneo, puesto que las apetencias intimas de los casados están sujetas a la Voluntad de Dios. Hay que tener presente que, de cuando en cuando, por amor a la esposa, deben regularse los deseos, hasta el punto de llegar a la abstinencia si fuera necesario.

 La obediencia puede ser practicada por los casados cuando cada uno de ellos trata de hacer lo que desea el otro. Pero si uno de los consortes es un rebelde y nunca adquirió la capacidad de plegarse con facilidad a las demandas de la otro (a), el resultado inevitable será la discordia. Aunque el hombre sea la cabeza del hogar, la vida de éste se deslizará con mayor suavidad si ambos consortes aprenden a obedecerse el uno al otro. ¿Qué debe hacerse para ganar el abundante rocío de la gracia de Dios para el matrimonio? Lo primero que se necesita es la voluntad de cooperar mutuamente, de trabajar juntos, armoniosamente. Desde el momento que se alejan del altar, el día de su boda, el acrecentamiento del amor y gran parte de su vida sacramental dependen de cuán íntima sea su unión. El trabajar conjuntamente, en íntima colaboración, implica la subordinación del propio ego, de frenar el orgullo, y, algunas veces, de condicionar las necesidades personales al bien común.

 La dificultad de muchos matrimonios estriba en que han vivido juntos durante diez, veinte o treinta años y nunca se han unido—excepto físicamente—. La gran comunión que puede existir en el matrimonio es la total unión del alma, de la mente y del cuerpo entre los esposos. Esta unión se produce únicamente con el talento de ambos para darse a conocer sus deseos y sus necesidades recíprocamente, con la mejor disposición por ambas partes para satisfacer las apetencias de cada cual tan pronto como sea advertida su existencia.

 Toda la esencia del matrimonio está en la vida en común. La vida independiente, no debe existir. Cada cónyuge debe hacer generosa entrega de sí mismo—y entregarse gozosamente—si quiere que su matrimonio sea venturoso. La segunda consideración es la dedicación. Los casados deben dedicarse el uno al otro enteramente, con reciprocidad, y dedicar su unión a Cristo: es decir, la ofrenda ha de ser total. Al hacerlo así cesan de tener una “vida privada” fuera de su matrimonio. Los intereses del marido son los intereses de la mujer; los amigos de uno, tienen que ser los amigos del otro; sus esperanzas y temores, pertenecen a ambos. Su dedicación está comprometida, no es sólo para su cónyuge sino que también para sus hijos. No caben reservas en el amoroso cuidado y atención que ha de darles. Ya que, cada consorte acepta totalmentela responsabilidad para su crianza.

Por último, espero en Dios, que los esposos católicos mediten y reflexionen sobre todo lo que sea ha escrito aquí, y a la vez valoren la importancia de la unidad y de la indisolubilidad en el matrimonio cristiano. Y quiera el buen Dios que cumplan y sean fieles a esta vocación sagrada hasta que la muerte los separe.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro Manual del Matrimonio Católico del Rev. Padre George A. Kelly.

Mons. Martin Davila Gandara