El misterio de la Navidad y la filiación divina

Todos aquellos que lo recibieron, se les dio la potestad de ser hijos de Dios” (Jn., I, 12)

Queridos hermanos: Consideremos como por medio del Nacimiento de Jesucristo, precedido de su Encarnación y con los méritos de su Pasión, se recobró para el género humano la vida de la gracia y con ello, la gracia de la filiación divina.

Porque después del pecado de Adán y Eva, y nuestros pecados personales, todo el género humano no se sólo perdió la filiación divina sino que el hombre se constituyó enemigo de Dios. Y quedamos en estado de enemistad con El, que era de suyo irreconciliable.

El hombre, abusando de su libertad puede cometer el crimen de arrebatarse la vida, pero es imposible que una vez muerto pueda devolvérsela y resucitar; de la misma manera y con mayor razón, es imposible que el hombre pueda devolverse la vida de la gracia y con ello, esa filiación divina que perdió por el pecado.

Pero lo que era imposible para el hombre no lo fue para Dios. Y por eso el Verbo Divino bajo del cielo y se hizo hombre, para ofrecer desde Belén hasta el Calvario una satisfacción sobreabundante por nuestros pecados: satisfacción nuestra, porque la ofreció un hombre; satisfacción infinita, porque la ofreció un Dios. Porque Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

Satisfecha así la justicia divina, la justicia y la misericordia se dieron ósculo y abrazo de paz; Dios y el hombre volvieron hacer amigos y no sólo amigos sino que se recobró la vida de la gracia con la filiación divina que se había perdido.

He aquí estas verdades sumamente consoladoras, he aquí la importancia de la Natividad de Jesús ¡si las meditáramos con frecuencia los cristianos! Jamás cariamos en el pecado y nos esforzaríamos por vivir siempre de una manera digna de la sublime condición de hijos de Dios.

Excelencia de esta gracia

Ahora bien, admiremos, la benignidad y la bondad de Dios, porque, debido a la gracia ¡y qué gracia! llegamos hacer sus hijos. Así como viene en los textos de la Sagrada Escritura: (I, Jn., III,1; Hech., XVI, 28; Rom., VIII, 15).

Somos hijos adoptivos de Dios, no en el sentido y con los límites de la adopción usada en entre los hombres, sino por una adopción que es para nosotros un segundo y real nacimiento; pues, somos regenerados por la fe y el bautismo.

Pues bien, este segundo nacimiento nos hace verdaderos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, sus coherederos, y nos da derecho al cielo, o como dice San Pedro: “Se nos hizo partícipes de la divina naturaleza (II, Ped., I, 4)

¡Qué acciones de gracias debemos de dar a Jesús, que nos ha merecido tal favor, con tan maravilloso privilegio, todo esto, debido con las humillaciones de su Encarnación, su Nacimiento y los méritos de su Pasión!

Condiciones para obtener esta gracia

Esta magnifica prerrogativa no se nos fue impuesta, pues Dios quiere respetar nuestra libertad; nos es ofrecida, si la queremos aceptar, y como dice San Juan: “Se nos dió el poder de ser hijos de Dios” (Jn., I, 12). Y he aquí con qué condiciones:

Primera condición: Debemos recibir a Jesucristo, el Verbo de Dios, la luz del mundo, es decir, escucharle con docilidad y respeto, adherirnos a sus palabras, aceptar su reinado, unirnos a su Iglesia, conformarnos a su Evangelio, conservar su gracia.

Segunda condición: Debemos creer en Él, esto es, reconocerlo por nuestro Señor y nuestro Dios, admitir sin sombra de duda su doctrina y sus misterios, unirnos a Él, seguirle y confesarle, aun con peligro de nuestra vida. Por eso dice San Juan: “Todo el que cree que Jesús es el Mesías, ése es nacido de Dios” I Jn., V, 1).

Tercera condición: No son el nacimiento carnal ni la voluntad humana los que pueden dar semejante privilegio, sino la voluntad de Dios, y la gracia del Espírito Santo, o sea, los que nacen de Dios.

Pero ¿Quiénes son los nacen de Dios? Estos, son los cristianos, que han sido el objeto de la predestinación, de la elección de Dios, de un amor especial de su parte. Porque realmente, los cristianos han sido justificados y santificados por la gracia, por la fe, por los méritos de Jesucristo, por medio del santo Bautismo.

Si ellos, son fieles a este llamamiento y a esta gracia de Dios, estando prontos para cumplir en todas las cosas de su voluntad, entonces serán verdaderos hijos de Dios, y templos vivos de la adorable Trinidad.

Consecuencias prácticas de esta gracia

Nos dice el Papa San León: ¡Renoce o cristiano tu dignidad! Por eso, son mil veces felices aquellos que han recibido semejante gracia, de ¡Ser hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, herederos del cielo! Por lo mismo: La ¡Nobleza obliga!

1. Si somos hijos de Dios, vivamos, pues, como dignos hijos de Dios como dice San Pablo (Col., I, 10); por lo mismo, evitemos todo lo que podría ofenderle y contristarle; amemosle con todo nuestro corazón; cuidemos los intereses de nuestro Padre Celestial. Busquemos en todo su mayor gloria y su complacencia.

2. Si somos hermanos de Jesucristo, tengamos los mismos sentimientos que Él; por lo mismo, debemos amar lo que Él ama, aborrecer lo que Él aborrece. Por lo mismo debemos Imitarlo en todo de tal manera, que la vida de Jesucristo se manifieste en nuestros nuestras almas, y que cada uno de nosotros sea otro Cristo.

3. Si somos herederos del cielo, mostrémonos dignos de ello; seamos puros, pues allí no puede entrar nada manchado; vivamos en la tierra como ya fuéramos habitantes de la gloria, que nuestras conversaciones sean siempre y en referencia del cielo.

4. Por el bautismo hemos llegado ser participantes de la naturaleza divina. La Eucaristía perfecciona esta unión. Seamos, pues, en todo, por todo y siempre, santos y perfectos como Dios, como lo dice Nuestro Señor en (Mt., V, 48) y San Pablo (Efes., V, 1). ¡Ah! ¡por qué, pues, tan pocos cristianos piensan en estas grandes verdades?

Por último. Cada día demos gracias a Dios, por la gracia inefable que nos ha hecho de ser llamados a la filiación divina. Por eso, a los pies del Niño Jesús renovemos las promesas de nuestro bautismo; renunciemos nuevamente a Satanás, a sus obras y a sus seducciones; prometamos ser fieles a Dios, y adorar, amar, y seguir a Jesucristo hasta la muerte.