El perdón de las injurias

En el Evangelio de este domingo XXI después de Pentecostés, nos inculca la necesidad de perdonar a quienes nos han ofendido. Nada hay tan insistentemente recomendado como el precepto de amar a nuestros prójimos, aun a nuestros enemigos. Siendo este precepto duro y penoso para la naturaleza, Jesucristo insiste frecuentemente en él, y Él mismo nos da ejemplo.

Por lo mismo vamos a considerar: Los motivos, la medida y la sanción de esta gravísima obligación.

MOTIVOS QUE NOS OBLIGAN A PERDONAR

Primer motivo. Dios nos manda, en efecto, Nuestro Señor Jesucristo en San Mateo V, 43, 44, nos dice: “Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”; “Pero yo os digo: Amad a vuestros a enemigos y orad por los os persiguen”.

El precepto es clarísimo y no admite réplica, aunque diga el mundo lo quiera; y el mismo San Pablo con respecto a este tema nos dice: “No os toméis la justicia por vosotros mismos, amadísimos, antes da lugar a la ira (de Dios); pues escrito está: A mí la venganza, yo haré justicia, dice el Señor” (Rom., XII, 19). Santiago y Juan querían hacer bajar el cielo fuego para vengar la injuria hecha a su Maestro. Pero Jesús por ello, los reprendió. (Lc., IX, 55).

Un cristiano no es enemigo de nadie —dice Tertuliano— y devuelve bien por mal. Habiendo ido un hereje para asesinar al Duque de Guisa, jefe de los católicos, le dijo el Duque: “¿Qué mal te he hecho yo?” “Ninguno, sino que eres enemigo de mi religión”. “Si tu religión te ordena matarme, la mía me manda perdonarte”.

Claro está que, al hereje como prójimo y pecador se le considera y no se le juzga; pero jamás se le justifica su herejía, y estamos obligados a combatir su mala doctrina.

¿Qué mayor testimonio podemos dar a Dios de nuestra obediencia y de nuestro amor que perdonar a nuestros enemigos y amarlos? Nada más meritorio que un perdón generoso dado a nuestro enemigo con miras a agradar a Dios. A San Juan Gualberto, que había perdonado al asesino de su hermano, le dejó el Crucifijo; dijo: ¡Gracias!, y le concedió la gracia de la vocación religiosa.

La verdadera señal de que uno es hijo de Dios y discípulo de Jesucristo es la caridad fraterna y el amor de los enemigos. Antiguamente en esto reconocían los paganos a los cristianos. Admirados decía: ¡Mirad, como se aman! Pero lamentablemente los paganos de hoy no pueden menos que escandalizarse viendo a tantos cristianos quebrantar el precepto de la caridad y mostrar sentimientos de rencor y de venganza para con sus hermanos.

Segundo motivo. Dios nos da ejemplo de ello. Él envía el sol y la lluvia tanto para los malos como para los buenos y, a pesar de nuestros innumerables pecados, nos perdona y nos colma de beneficios. Jesucristo clavado en la cruz ruega por sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc., XXII, 34).

No olvidemos el ejemplo de San Esteban que pidió el perdón y la conversión de sus agresores, entre ellos, Saulo de Tarso después S. Pablo, de Santiago el Menor y de otros muchos santos.

Tercer motivo. Nuestro prójimo, aunque sea nuestro enemigo, no deja de ser hijo de Dios como nosotros mismos. Ha sido rescatado con el mismo precio de la sangre de Jesucristo, nuestro hermano, Jesús nos asegura que todo lo que hagamos por el prójimo lo mira cono hecho a Él mismo: (Mt., XXV, 40).

Si, habiéndote ofendido gravemente alguno y queriendo tú vengarte, se te apareciese Jesucristo todo cubierto de llagas y de sangre y te dijera: “¡Mira lo que yo sufrí por ti, y como te amé! ¡Por Mí perdona al que te ofendió! “Te atreverías a rehusárselo, a decirle; No; ¿quiero seguir con la venganza?

Cuarto motivo. La gratitud nos obliga a ello. Pensemos en la misericordia que Dios usó con nosotros cien veces, o hasta mil veces, o más, perdonándonos nuestros pecados.

Ahora bien, ¿qué son las ofensas que podemos recibir comparadas con nuestros propios ultrajes a la Majestad divina? Menos de los cien denarios al lado de los diez mil talentos de la parábola.

¿Cuántas veces hemos merecido el infierno por nuestros pecados? Sin embargo, Dios nos ha perdonado cuantas veces se lo pidamos; pero con la condición de que nosotros perdonemos también a nuestro prójimo.

Quinto motivo. Nos obliga el perdón de las injurias, por nuestro propio interés. Dios nos tratará como hayamos tratado a los demás: “No juzguéis y no seréis juzgados” (Lc., VI, 37).

CÓMO HEMOS DE PERDONAR

He aquí la regla que nos da Nuestro Señor.

1. Perdonar como Dios nos perdona. Dios no perdona a medias, y su perdón es sin arrepentimiento; por eso, dice el Profeta Isaías XLIII, 25: “Soy yo, quien por amor de mí borro tus pecados”. Dios quiere que perdonemos de la misma manera como Él nos perdona.

2. Debemos de perdonar con todo nuestro corazón. Nuestro perdón debe de salir del fondo del corazón, debe ser franco, generoso, entero, sin ficción ni hipocresía. No se debe de decir: yo perdono, pero no quiero encontrarme ya más con aquella persona. ¿Qué significan estas palabras? Que hay odio en el corazón.

Perdonar de todo corazón es olvidar enteramente las ofensas del prójimo, como queremos que Dios olvide las nuestras; es tener por nuestro semejante los mismos sentimientos de estima y de afecto que le profesábamos antes de que nos hubiese ofendido; es desearle y hacerle todo el bien posible.

Por otra parte, Dios no acepta ni nuestras oraciones ni nuestras ofrendas mientras no hayamos perdonado; así como como dice San Mateo V, 23 y 24. Dios nos perdonará según nosotros perdonemos.

LA SANCIÓN

Es el el cielo o el infierno. La sentencia depende de nosotros. Si perdonamos de todo corazón, Dios nos perdonará y nos dará el paraíso en recompensa. Por el contrario, si rehusamos el perdón, si alimentamos deseos de venganza, Dios nos dirá: “Por tu propia boca te juzgo, ¡siervo malvado!”.

Por último, ¡cuántos cristianos hay que van a confesarse y a comulgar y que, sin embargo, guardan en su corazón odios, rencores, y deseos de venganza! Así como dice el Salmo CVIII, 6: “El diablo está suscitando a su derecha”. El sacerdote les dice: Yo te absuelvo, pero Dios les dice: ¡Siervo malvado!

La absolución, en lugar de la vida eterna, les da el infierno; por eso dice Santiago II, 13: “Porque sin misericordia será juzgado el que no hace misericordia”. Y San Mateo, XVIII, 34 y 35: “E irritado, les entregó a los torturadores hasta que pagase toda la deuda. Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su hermano de todo corazón”.

Gran parte de este escrito esta tomado del libro “Archivo Homilético” de J. Thiriet- P. Pezzali.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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