El sentido sagrado del matrimonio cristiano

La palabra “sacramento” significa realidad o acción sagrada.

Jesucristo no instituyó el matrimonio, sino Dios Nuestro Señor en el Paraíso Terrenal. Lo que hizo fue consagrar,  convertir y atraer el matrimonio hacia El, haciendo la unión de los bautizados, en una acción sagrada, es decir un sacramento, siendo éste símbolo de una realidad sobrenatural y fuente de gracia.

Jesucristo en el sacramento del matrimonio, no suprimió ninguno de los valores naturales, que Dios Nuestro Señor había fomentado en esta institución, tales como la ternura, la alegría, la simpatía y la amistad entre los contrayentes. Lo que hizo Cristo, fue transfigurarlos y darles un carácter y un valor sobrenaturales, al hacer del matrimonio un sacramento. El dialogo total de cuerpo y alma entre los cónyuges sigue siendo el ideal en el matrimonio cristiano, tanto más cuanto que éste consiste precisamente en una participación en la unión total que existe entre Cristo y su Iglesia.

Como las ramas de un árbol viven de la vida del tronco, así el amor conyugal cristiano injertado en el tronco de la Iglesia por el sacramento del matrimonio, vive del amor que une a Cristo con su Iglesia. La fidelidad conyugal vive de la fidelidad de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo.

La fecundidad de la pareja cristiana tiene un valor propiamente sobrenatural, y así lo tiene también cada una de las acciones de la vida cotidiana que ayudan a mantener, desarrollar y profundizar ese diálogo total, esa comunidad total de destino a la que los esposos cristianos se consagran por el sacramento del matrimonio.

San Pablo nos da a conocer con sus propias palabras, el sentido sagrado que confirió el Señor a esa realidad humana que es el matrimonio cristiano.

He aquí lo que San Pablo dice a los cristianos en su carta a los (Efesios, V, 22-32), tal como se lee en la epístola de la misa de matrimonio:

“Que las mujeres se sometan a su marido como al señor, porque el hombre es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su Cuerpo. Como la Iglesia depende de Cristo, así deben depender totalmente las mujeres de su marido. Hombres, amad a vuestras mujeres como Cristo ha amado a la Iglesia. El se sacrificó por ella para santificarla… con el objeto de verla en toda su gloria, sin arruga ni mancha, con el objeto de hacerla santa e inmaculada. Por ello los hombres deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. Quien ama a su mujer se ama a sí mismo. Nadie odia a su cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida, como Cristo lo hace con su Iglesia. Así nosotros, los miembros de su Cuerpo. Por ello el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán un solo cuerpo. Este misterio es grande; os lo digo porque participa de la unión de Cristo y su Iglesia”.

No existe expresión más profunda ni más autorizada que ésta del sentido sagrado del matrimonio cristiano.

En la Vocación Sagrada del Matrimonio Dios  decreta la ley natural de que el Hombre sea la cabeza  en el hogar y su esposa su corazón y compañera.

Después de cometer el pecado original nuestros primeros padres, Dios dijo a la mujer: “Con dolor darás hijos a la luz; te sentirás atraída por tu marido, pero él te dominará” (Gen., III, 16).  Es por eso que la sumisión de la mujer al marido que tantas veces repite S. Pablo (Rom., VII, 2; I Cor., XI, 3 y sigs.;Ef., V, 22, 24 y 33; Col., III, 18) es, según estas palabras en las cuales Dios, instituye esta ley natural y divina.Misma que no significa esclavitud de la mujer, sino su legitima posición dentro de la familia, ya que no puede haber dos cabezas en el mismo cuerpo.

Dios Nuestro Señor, no manda la esclavitud de mujer, sino que ambos esposos se complementen, que la debilidad de uno se compense con la fuerza del otro.

Por consiguiente, cada hombre es diferente de cada mujer y cada mujer es diferente de cada hombre. Estas diferencias, tanto emocionales como físicas, se reflejan en el modo distinto de abordar las innumerables cuestiones que se presentan en el matrimonio.

Estas diferencias fueron creadas porque Dios quiere que el hombre y la mujer ejerzan funciones distintas en su vida matrimonial. Es por eso que,El Señor quiso que el hombre fuese la cabeza y la mujer el corazón en el hogar.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los enemigos de Dios, y del matrimonio natural y cristiano, en búsqueda de redefinir a la familia, han querido hacer olvidar de todos modos posibles, esta ley natural y divina.

Y desde entonces, ha habido décadas de  bombardeo constante a la familia tradicional, por medio de las armas del laicismo individualista en las escuelas y por los medios de comunicación, llámese cine, radio, TV, e internet, que ensalzan el divorcio, la unión libre, la liberación femenina, la equidad del género, las familias monoparentales (del papa o mama solteros), la planificación familiar, el aborto, el homosexualismo y otras tantas aberraciones más.

La ley natural divina, de que el hombre casado debe ser la cabeza de su familia. Hoy en día, provoca una discusión muy viva.  Incluso, este mandato natural y divino es cuestionado, en cierta manera, por la esposa que esta satisfecha en su papel natural de unión al marido, dependiendo de él y hallando gran seguridad en su fuerza, aún existe la posibilidad de que niegue su preeminencia, por no hacer quedar mal, a ciertas influencias de mujeres libertinas y a los medios de comunicación.

Esta cuestión se sigue agudizando aún más todavía, debido a que el hombre actual, como anteriormente hemos escrito,ha sido atacado y presionado ferozmente de parte de la nueva redefinición de la familia proclamada por el laicismo y  los medios de comunicación, y se le ha hecho a un lado, ya que se le esta considerando, como un simple semental, o un cero a la izquierda.

Esta cuestión y discusión continúa,  aún a pesar de que el hombre se sienta halagado en su papel de cabeza del matrimonio, y muy seguido se asusta ante la responsabilidad que implica, y a veces le cede su lugar, de ser la cabeza de la familia a su esposa. Y esto teniendo como consecuencia, que el hombre se vaya convirtiendo en un parásito o en el mejor de los casos como el huésped de la familia, que sólo paga las cuentas, sin tener nada que ver con sus obligaciones de ser la autoridad y cabeza del hogar.

No obstante, si se quiere resolver de la mejor manera esta cuestión, es necesario e importante considerar, que Dios no se equivoca, y si hizo diferentes al hombre y a la mujer, no fue para que pelearan y compitieran entre ellos, sino para que pudiesen desempeñar papeles complementarios en el matrimonio, ya que es de sentido común deducir que la vida de familia debe de deslizarse por causes normales siempre que los cónyuges realicen las funciones que son más adecuadas a las características  de cada uno.

Aparte, el estudio del varón y de la hembra nos enseña que el hombre se halla mejor dotado por la naturaleza para ser cabeza. Claro esta, que esto no quiere decir que la esposa es inferior al esposo, sino sencillamente, complemento y parte integrante de un todo.

Es por eso que San Pablo no hacia más que afirmar la doctrina tradicional cuando decía: “El hombre es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la Iglesia” (Efes., V, 23). Su natural empuje, su masculina decisión, su pensamiento lógico hacen que le sea fácil actuar como cabeza. Y lo que es más: no hay nada que le dé a un hombre mayor satisfacción y sentido de plenitud que la conciencia de su importancia.

El hombre, por naturaleza, quiere ser reconocido como tal, y su instinto natural en el matrimonio es ser la cabeza. Si abdica o renuncia de su puesto masculino dentro de la familia, se siente culpable; si se lo niegan, abriga resentimiento.

No es natural que la mujer sea cabeza del hogar. Y si se muestra agresiva o dominante es por haber sido hecha así, pero no es normal. ( y si es así, es por la influencia de la nueva redefinición de la familia), Ya que dos egoístas no constituyen fácilmente una pareja armónica.

En virtud de sus dones naturales, la mujer proporciona la devoción, la abnegación del sacrificio (lo mismo que también tiene que proporcionar el hombre), la ternura en la familia. Su gozo proviene de entregarse a su marido y a sus hijos, no de mandarlos. Una distinguida dama expuso gentilmente su opinión, genuinamente femenina: “¿Vale la pena imponer mi voluntad en esto? ¿Qué voy ganando si mi marido prefiere que se haga de otra manera?”

El mismo S. Pablo mostró su sabiduría al resumir la solución del problema con unas cuantas palabras: “Mujeres, obedeced a vuestros maridos; maridos, amad a vuestras  mujeres.” ¿Qué  más quiere un hombre sino respeto y acatamiento? ¿Qué más desea una mujer sino amor? (claro esta, que el amor verdadero conlleva, respeto y sacrificio) Y sin embargo, al aconsejar obediencia y amor a los casados, San Pablo mandaba a cada uno que concediese al otro lo que es más difícil de dar. Ya que la esposa siendo humana, se resiste a la obediencia; el hombre, por ser varón, no ama fácilmente.

Es sabido que, en estos días, cuando se habla de autoridad evoca al instante la imagen de los déspotas y los machistas. El hecho de que Dios quiera que el hombre represente la autoridad en el hogar no significa que lo erija en tirano, o que la obediencia de la esposa tenga que ser la obediencia de la sierva para su dueño, del inferior hacia el superior, de un menor, incapaz de tomar decisiones, hacia un adulto.

La autoridad del marido no le resta nada a la mujer en su dignidad de esposa, madre y compañera. La misión del marido es fomentar la mayor armonía y el mayor afecto dentro del hogar. Un hogar dividido no perdura. Ningún cuerpo puede tener dos cabezas.

Si esta cuestión  no hubiera sido resuelta por Dios, podría existir un conflicto perpetuo sobre quien ha de decidir finalmente, como vemos desgraciadamente que ocurre en bastantes hogares modernos (influenciados por el individualismo egoísta del laicismo). Muchos conflictos en el matrimonio actual desaparecerían si los hombres quisieran asumir las responsabilidades que les corresponden y las mujeres estuvieran conformes en su misión de corazón y artífices del hogar.

En los hogares cuyos componentes se aman y estiman entre sí, se discuten y negocian libremente cuantos asuntos y decisiones de importancia se presentan. En algunos casos, la mujer ejercerá su influencia sobre su marido; lo cual es conveniente cuando él se muestra débil o negligente.

El puesto de marido es de máxima responsabilidad cuando se trata de tomar alguna decisión importante (por ej., cambiarse de domicilio) y si no surge el acuerdo inmediatamente. Si el asunto no puede aplazarse hasta armonizar los puntos de vista, corresponderá resolver ese asunto al marido y la esposa que lo ama debe obedecer con su mejor gracia, puesto que en esos casos el esposo simboliza la ley, la autoridad y el orden.

Cualquier intento de desconocer o negar su jefatura en tales materias justificaría su enojo y destruiría ante los hijos la imagen de la paternidad de Dios, para cuya representación ha sido escogido el hombre.

Por último, tenemos que considerar que, si queremos que la santidad del matrimonio produzca sus frutos, así como dice S. Pablo a los Efesios, los esposos deben estar vivificados por la gracia habitual, dado que el matrimonio es un sacramento permanente. Y esto se logrará en la medida en que los cónyuges intensifiquen su vida en Cristo mediante la práctica de la oración y la recepción de los sacramentos destinados a profundizar su unión con El, al mismo tiempo disfrutarán de las gracias que manan cotidianamente del sacramento que se confirieron mutuamente el día de su matrimonio.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro Manual del Matrimonio Católico del Rev. Padre George A. Kelly.

Mons. Martin Davila Gandara