Estudio sobre la divinidad de Cristo

Comencemos este estudio con la pregunta que Cristo dirigió a sus discípulos, “¿Qué pensáis vosotros del Cristo? ¿De quién es hijo?”

Desde algunos siglos atrás especialmente desde el siglo IV con el judío Arrio y después, con la reforma protestante, gradualmente se ha venido desechando las doctrinas sobre Cristo históricamente que ha llegado a tal punto, que el dogma central de la religión cristiana, que es, la divinidad de Cristo, ya no es creído por cientos de millones de personas en el mundo que aún se dicen Cristianos; entre ellos se encuentran, algunas sectas, como los testigos de jehová que predican la incongruencia de que Cristo es el Hijo de Dios pero no es Dios, los modernistas que niegan la historicidad de los evangelios y siempre han manifestado una continua evolución de los dogmas, lo cual les hace decir, Si Cristo resucitó e hizo milagros eso estuvo bien en su época, pero ahora eso ya no impera, si el Concilio de Nicea definió dogmáticamente la divinidad de Cristo esa doctrina estuvo bien en ese tiempo, pero ahora eso está ya superado; y también se encuentran algunos fieles católicos que no se han preocupado por instruirse bien en la doctrina católica, y tal vez influenciados por el repudio hebraico a la divinidad de Cristo y también a la influencia protestante y modernista han caído en incongruencias y dudas como: -¿Si Jesús es Dios, ¿por qué tuvo necesidad de venir al mundo y morir por nosotros? -¿la condena a reos a morir en la cruz solo la recibían los delincuentes de la peor especie, ¿por qué Jesús se dejo condenar como tal? -¿si el mismo era Dios por qué oraba a su padre eterno cuando sentía tal necesidad? -¿por que al saber que iba a ser apresado y condenado a la cruz al orar tembló ante tales hechos que veía venir para él? -¿por qué tuvo necesidad de que un ángel lo confortara en el huerto de Getsemaní? -¿por qué cuando los jueces del Sanedrín le preguntaron si era hijo de Dios dijo que si y no respondió que era Dios mismo? hasta el diablo mismo, según la biblia le habló para tentarlo en el desierto y le llamo hijo de Dios, ¿por qué? En éstas preguntas se ve claramente la falta del conocimiento e interpretación de las Sagradas Escrituras y de las enseñanzas de la doctrina Católica respecto a Divinidad de Cristo de éstas personas.

A continuación vamos a exponer la doctrina católica respecto a este tema de la divinidad de Cristo y con ello, en gran manera se contestarán todas estos cuestionamientos y preguntas.

Para la Iglesia Católica no hay contemporizaciones frente al relajamiento general de la fe, el catolicismo permanece, hoy como ayer, fiel e inalterable en su adhesión a las enseñanzas de Jesucristo. Para ella no se puede contemporizar con el espíritu de la época, ni arriar velas para ir con todo el viento que sopla. Ella predica a Cristo, hoy como ayer, y mañana, y siempre. Y le da la misma respuesta que San Pedro, cuando Jesús preguntó a sus Apóstoles, viendo que muchos discípulos le abandonaban, antes que aceptar su doctrina sobre la Eucaristía: “Y vosotros ¿también queréis dejarme?” “¿A quién iremos, Señor? Contestó Pedro. Tú tienes palabras de vida eterna”.

La Iglesia se coloca al lado de su primer Pontífice, y ante la deserción de millones de llamados cristianos, que niegan las más claras enseñanzas del Divino Maestro, repite, con el Príncipe de los Apóstoles: “A quién iremos?, Señor. Tú tienes palabras de vida eterna”.

De todas las enseñanzas de Cristo, ninguna de tan alta trascendencia como las que se refieren a su propia naturaleza divina. Se Cristo no es Dios, sino solamente un hombre, entonces la religión que él fundó, carece de toda autoridad divina, su moral carece de fundamento, y sus mismas enseñanzas no son mejores que las del Budismo, del Islamismo, del Confucianismo, o de otras sectas y religiones del mundo. En suma, la autoridad de la Religión Católica se sostiene o cae con la Divinidad del Fundador.

¿Cuáles son, pues, las pruebas de la divinidad de Cristo? No se puede pedir al lector no católico que crea en la divinidad de Jesús, simplemente porque la Iglesia Católica lo enseña. Solamente se le pide que escudriñe las claras enseñanzas del mismo Cristo, según se contienen en los Evangelios. Para este fin, nos es necesario considerar los documentos históricos veraces. Ciertamente, ninguna persona que se tenga por cristiano ha de afirmar que los evangelistas inventaron el carácter de Jesús, sino que ellos nos trasmitieron con verdad los hechos de su vida y enseñanzas.

Son clarísimos y numerosos los textos de los evangelios que atestiguan que Jesucristo afirmó que era Dios.

Sin dejar margen a duda y en diversas circunstancias, ha declarado que era Dios, e Hijo de Dios, igual en todo a su Padre que lo envió; y, a la vez, que es el Mesías prometido. Esto es lo que brevemente vamos a demostrar.

I. Ante todo tomemos un argumento simple y perentorio. Como es la sencilla lectura del Evangelio que produce en el espíritu de todo hombre sincero la convicción profunda de que Jesucristo se ha proclamado Dios y en todo igual a su Padre. Esta convicción no es sólo efecto de un texto aislado, sino del conjunto de los Evangelios, San Juan ha escrito el suyo con el fin principal de dar a conocer la divinidad de Cristo. Lo mismo atestiguan San Jerónimo, Tertuliano y otros, y aun los racionalistas no lo ponen en duda; esto dejando aparte que el principio y remate de la obra suficientemente lo demuestran. Veamos cómo empieza: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Desde toda la eternidad era en Dios. Por Él ha sido creado todo, y nada de lo que ha sido hecho lo ha sido sin Él. En el mismo está la Vida y la Vida era la luz de los hombres… Y el Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros”. El final no es menos explícito: “Los cuales (los milagros de Jesucristo) han sido escritos a fin de que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (S. Juan, XX, 31). Esta misma convicción de los evangelistas prueba que realmente Jesús ha afirmado su divinidad.

II. Es indudable que la primera generación cristiana creía en Jesucristo-Dios en el mismo sentido en que creemos nosotros. Y buena prueba de ello es que, aun antes de la aparición de los Evangelios,San Pablo, que había conferenciado con los apóstoles sobre la enseñanza del divino Maestro (Gál., I, 18; II, 2), predicaba ya claramente la divinidad del Redentor (las Epístolas de S. Pablo, miradas en conjunto, son los documentos más antiguos del cristianismo, fueron escritas entre año 48 y el 64, por lo tanto, la doctrina tan explícita de S. Pablo sobre la divinidad de Jesús, sobre la Redención, sobre la Institución de la Iglesia y de los sacramentos, estaba ya extendida en la Iglesia, aun antes que los evangelistas hubiesen comenzado a referir la vida y enseñanzas de su Maestro. Al leer los fieles los evangelios, ya sabían que se hablaba de Jesús como Dios hecho hombre). Veamos algunas de sus palabras. A los Colosenses dice, hablando de Jesús (I, 15, 17): “En Él han sido creadas todas las cosas, lo mismo en el cielo que en la tierra… Todo ha sido hecho por Él y para Él; Él es antes que todos, y todas las cosas subsisten en Él”. A los Romanos (VIII, 32) escribe que Jesús es “el propio Hijo de Dios”, y esto no sólo en el sentido en que lo decimos de los justos: y más ampliamente (IX, 5) dice aún: “El Cristo, según la carne, ha salido de Israel, está sobre todas las cosas, y es Dios por siempre bendito”. A los Filipenses (II, 5-7): “Habéis de tener en vosotros los sentimientos de Jesucristo, el cual, a pesar de existir como Dios y tener por esencia y no por usurpación el ser igual a Dios, con todo quiso humillarse, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Esta doctrina, repetida además en términos análogos a los Gálatas y a los Corintios, no debe creerse peculiar de S. Pablo. En efecto, escribiendo a los Romanos, a los cuales aun no había evangelizado por sí mismo, les habla de la divinidad de Jesucristo como una creencia indiscutible y establecida entre ellos (VIII, 32). “El que no ha perdonado ni aun a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos había de dar todas la cosas con Él?” Tal debió ser, por lo tanto, la enseñanza oral de los apóstoles y del mismo Jesucristo.

III. Recorramos ahora los diversos Evangelios, y entre tantos textos como se ofrecen, citemos los que bastan para patentizar la afirmación que Jesús ha hecho de su divinidad.

a) Ante todo tenemos una parábola referida, a la vez, por los tres evangelistas. Viene a ser como un cuadro en donde se compendian las relaciones de Israel, la viña amada, con su Dios. En ella se ve claramente que Jesús se presenta, no con el título adoptivo de hijo de Dios, común a los otros hombres, sino como Hijo único del Padre y heredero de todos sus bienes (Mateo, XXI, 33; Marcos, XII, 1: Lucas, XX, 9). El dueño de la viña envía sucesivamente a todos sus criados al tiempo de la vendimia, para exigir de los jornaleros el producto de su propiedad. Los criados son heridos, muertos o echados a pedradas. Quedábale todavía al dueño su propio hijo, hijo único y muy querido; lo envía a los viñaderos diciendo: por lo menos tendrán respeto a mi hijo: más los viñadores murmuraban entre sí: ved ahí al heredero; venid, matémosle y será nuestra su herencia. Tomándole, pues, le arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Lo restante de la parábola expresa el castigo de los homicidas. Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos comprendieron muy bien que Jesús hablaba claramente de ellos (Mat., XXI, 45).

En esta parábola del hijo del Señor de la viña es único: su nacimiento le coloca en un grado superior al de todos sus criados. Jesús es, pues, el Hijo único del Padre. Los profetas enviados sucesivamente a Israel para hacer valer los derechos de Dios, han sido servidores del Padre y también lo son suyos. Los derechos asignados por la parábola al hijo único y queridísimo, son la herencia total y única de todos los derechos paternos, herencia que le viene por razón de su nacimiento: Jesús, por ser hijo, tiene los mismos derechos que Dios su Padre. La exaltación de Jesucristo sobre todos los profetas y santos del Antiguo Testamento; los derechos únicos de este Hijo, tan grandes y tan magníficos como los de Dios mismo; su voluntario abatimiento hasta tomar el oficio de siervo; he aquí los tres caracteres de la filiación divina del Salvador. Todos ellos se desprenden de esta parábola, sin necesidad de forzar el texto.

b) Jesucristo se atribuye lo que siempre, y con razón, los hombres han considerado como propio sólo de Dios. “Yo soy el camino, la verdad y la vida (Juan, XIV, 6). Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (VII, 12). Yo soy el pan vivo, que ha descendido del cielo (VI, 51). El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (VI, 55). Yo soy la resurrección y la vida, todo el que en mí cree, aunque haya muerto, vivirá (XI, 25-26). Todas las naciones de la tierra verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad. Y Él enviará a sus ángeles… (Mateo, XXIV, 31). El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y reunirá a sus escogidos (Marcos, XIII, 27). El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y ellos quitarán de su reino todos los escándalos y a los que cometen la iniquidad (Mateo,, XIII, 41). Muchos me dirán en aquel día: Señor, ¿no profetizamos en vuestro nombre, no lanzamos demonios e hicimos muchos milagros? Y yo les responderé entonces: no os conozco; apartaos de mí cuantos habéis obrado la maldad (Mateo, VII, 22-23). Así como el Padre resucita a los muertos y los vuelve a la vida, así el Hijo vivifica a los que quiere (Juan, V, 21). En donde estuvieren dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo, XVIII, 20). Todo lo que pidieres a mi Padre en mi nombre, Él os lo concederá. Todo lo que pidieres a mi Padre en mi nombre, yo os lo daré (Juan, XV, 16; XIV, 13). El que renunciaré a su casa, a sus hermanos o a sus hermanas… por mí, recibirá el céntuplo y después la vida eterna (Mateo, XIX, 29). Todo lo que hace el Padre lo hace también el Hijo (Juan, V, 19). Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a Él, y pondremos en Él nuestra morada (XIV, 23). Todo lo que tiene mi Padre es mío (XVI, 15).”

No menos claramente atestigua el Salvador su divinidad cuando perdona los pecados (Lucas, V, 20.25).

Este poder que Él se atribuye excede tanto el poder humano, que por ello se escandalizaron los maestros de Israel. ¿Quién es éste- dijeron.- que tales blasfemias profiere? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios…? Atestigua también su divinidad cuando declara que enviará al Espíritu Santo, como el Padre le ha enviado a Él (Juan, XIV, 26; XV, 26), y cuando anuncia que vendrá, al fin del mundo, a juzgar a los vivos y a los muertos, y galardonará a cada uno según sus obras (Mateo, XXV, 31-46).

Si se quiere apreciar la fuerza probativa de cada una de estas formales y múltiples declaraciones del Salvador, pongámoslas, por un instante, en boca de un simple mortal cualquiera.

c) Pero no es esto, todo; existen otras afirmaciones no menos decisivas, por las cuales Jesús reivindica para sí todas las perfecciones divinas. Dice de sí que es eterno: “Antes de Abrahán ya existía yo”. Notemos la analogía que hay entre esta expresión y la que emplea David cuando habla de Dios: “Antes que fuesen hechos los montes, tú ya existías” (Salmo LXXXIX, 2), la cual trae a la memoria la sublime definición que da Dios de sí mismo: “Yo soy El que soy”. “Y ahora clarifícame tú, oh Padre, en ti mismo, no con la claridad que tuve en ti, antes que el mundo fuese hecho” (Juan, XVII, 5). Dice que todo lo conoce, hasta los repliegues más íntimos del corazón humano (Mat., IX, 4). Que es todo poderoso, porque resucitará a la vida por su propia virtud y poder (Juan, X, 18). Los milagros que obra y que suponen un poder divino, los hace en su nombre y por su propia virtud. Los santos que obran milagros, los obran en nombre de Dios y en virtud de un poder delegado, pero Jesús manda a la naturaleza, a los hombres, a los ángeles y a los demonios como Señor absoluto. “Joven, yo te digo, levántate.” – “Yo lquiero, sé limpio.” – “Lázaro, sal afuera, etc.” No sólo ejerce como quiere ese poder que de suyo le corresponde, sino que lo delega a quien le place; por eso promete a los apóstoles que harán en su nombre, milagros más estupendos que los suyos.

d) Aun hay más: Jesús afirma claramente la identidad de su naturaleza con la del Padre, y al mismo tiempo la distinción de personas, y reclama el culto y honores debidos a sólo Dios: “Mi Padre y yo no somos más que uno” (Juan, X, 30). “Vosotros creéis en Dios –dice a sus apóstoles,– pues creed también en mí” (Jn., XIV, 1). “De tal manera ha amado Dios al mundo, que por él ha dado a su único Hijo, a fin de que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn., III, 16). El que cree en Él no se condenará; pero el que no cree en Él se condenará, porque no cree en el nombre del Hijo único de Dios (Jn., XIV, 8-10).

Quiere que se le pida, como se pide al Padre (Jn., XIV, 13; XVI, 23-24), y proclama este precepto divino: “Adoraréis al Señor vuestro Dios y no serviréis más que a Él solo”, y al mismo tiempo se deja adorar por el ciego de nacimiento, por el leproso, por el príncipe de la Sinagoga, por el poseso de Gerasa, por las santas mujeres, por sus discípulos (Jn., IX, 35; Mateo, XXVIII, 9, 17, etc.); declara que todos los hombres deben adorar al Hijo, como adoran al Padre (Juan, V, 23). Exige de sus discípulos sacrificios tributados sólo a Dios: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (Mateo, X, 37). Manda que el bautismo sea conferido en su nombre, y coloca este nombre a igual altura que el del Padre y el del Espíritu Santo (Mateo, XXVIII, 19). “No os llaméis maestros; no hay más que un Maestro, Cristo” (Mateo, VII, 22). Cuando Tomás, convencido al fin de la resurrección de su Maestro, le dice: “Oh Señor y Dios mío”, no rechazó Jesús esta palabra como una blasfemia, sino que alabó en alto grado la fe su discípulo y bendijo a aquellos que, en lo sucesivo, imitasen su ejemplo (Juan, XX, 28) (No sólo los Evangelios y las Epístolas de S. Pablo se proclama la divinidad de Jesucristo, sino que en los Evangelios o Sinópticos Jesús es el centro de su religión).

IV. Mencionemos ahora algunas ocasiones solemnes, en que, ya en presencia de sus discípulos, ya en la de sus enemigos, de sus mismos jueces y del gran consejo de la nación, Jesús proclamó abiertamente su divinidad. (Aquí es importante considerar, que ya desde el tiempo del rabinismo hasta la venida de Jesucristo, el pueblo judío torció la concepción de la figura del mesías, ya que ellos esperaban a un mesías guerrero, y materialista, un caudillo que los vengara de sus enemigos, y pusiera Israel, en la cima de todas las naciones, pero cuando Nuestro Señor se presentó a ellos, diciendo, que su reino era espiritual, y no terrenal y carnal, y que además tenían que perdonar y tener misericordia con sus enemigos, eso los hizo enfurecer, y no lo aceptaron como mesías y también por eso planearon su muerte).

Preguntaba un día a sus discípulos sobre su persona. “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”; a lo que respondió S. Pedro: “Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo”. Y lejos de condenar esta profesión de fe clara y precisa, Jesús alaba por ella a su discípulo y le declara que sólo su Padre celestial pudo inspirarle estas palabras, puesto que sólo Él era quien le podía dar a conocer el misterio de la eterna generación (Mateo, XVI, 13-18), y le recompensa con la promesa de hacer de él la piedra fundamental y el jefe de su Iglesia.

En otra ocasión, Jesús se encontraba en medio de las muchedumbres. “¿Hasta cuándo—le dicen algunos—tendrás en suspenso nuestras almas? Si tú eres Cristo dínoslo claramente.” Jesús responde: “Ya os lo he dicho y no me creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de quien soy… Mi Padre y yo no somos sino una cosa”. En oyendo estas palabras, tomaron piedras los judíos para apedrearle como blasfemo… Jesús no se inmutó; lejos de retractarse dijo: “Yo os he mostrado muchas obras de mi Padre, ¿por cuál de ellas me queréis apedrear?” “No te apedreamos—le respondieron—por tus obras buenas, sino porque siendo, como eres, hombre, te haces Dios” (Juan, X) (ustedes pueden notar, lo duro y cerrados que fueron los judíos, jamás quisieron comprender, la doble naturaleza divina y humana de Jesús, y caprichosamente y sin pruebas y argumentos nada más lo querían ver como hombre).

Veámosle delante del Sanedrín, tribunal supremo y religioso de su nación. El gran sacerdote precisa la cuestión en términos claros y terminantes: “En nombre de Dios vivo—dice al acusado,–te conjuro a que nos digas si tú eres el Cristo, hijo de Dios”. “Sí, lo soy—responde tranquilamente Jesús: y para confirmar esta categórica afirmación, añade:–Y veréis un día al Hijo del hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios, y viniendo sobre las nubes del cielo.” Al oír estas palabras, el gran sacerdote rasgó sus vestidos, diciendo: “¿Qué necesidad tenemos de testigos? Ya habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece?” Y todos respondieron: “Digno es de muerte”.

De este tribunal es conducido Jesús ante el gobernador romano. Pero como éste, convencido de la falsedad de los crímenes que se le imputaban, se hallase dispuesto a absolverle, dijeron con insistencia los príncipes del pueblo: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se ha proclamado Hijo de Dios” (Mateo, XXVI; Marcos, XIV; Juan, XIX). “Los judíos le buscaban para matarle, no sólo porque no guardaba el sábado, sino porque afirmaba que Dios era su Padre, y se hacía igual a Él” (Juan, V, 18).

En el mismo Calvario, dirígenle todavía este significativo insulto: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz”. Después, los que se convierten ante el espectáculo de esta muerte de la naturaleza humana más no la divina de Jesús, se hieren los pechos, diciendo: “Verdaderamente éste era el Hijo de Dios” (Mateo, XXVII).

Aparece, pues, con toda evidencia, que la Sinagoga declara abiertamente que si condenó a muerte a Jesús, fue porque éste había usurpado sacrílegamente la dignidad divina. Le mira como falso Mesías, precisamente porque, en vez de restaurar la gloria nacional y restablecer el trono de David, ha abrigado el impío intento de ser tenido por “Hijo de Dios, semejante a su Padre”. Consta, pues, que Jesucristo ha sido condenado a muerte y que, efectivamente, sufrió esta pena por haber afirmado su divinidad. Pretender que, tal vez, no tenía conciencia de su persona y de su divinidad, es no querer en modo alguno hacerse cargo de lo que tan terminantemente dice el Evangelio.

V. Jesús, no sólo ha proclamado su divinidad, sino que, en apoyo de su afirmación, ha invocado el testimonio de sus obras; y mediante sus milagros, que son sin disputa signo infalible de verdad, ha logrado que se diera fe a sus palabras. Cuando los escribas y los fariseos se escandalizaban, por ejemplo, de que perdonara los pecados y le acusaban de blasfemo y sacrílego, Él se contento con responderles: “Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad para perdonar los pecados, yo digo a este paralitico: Levántate, toma tu camilla y anda” (Lucas, V). “¿No creéis—dice en otra ocasión—que yo estoy en mi Padre y que mi Padre está en mí? Pues por menos creed por razón de las obras que hago” (Juan, XIV, 11). “Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésa son las que dan testimonio de mí” (Jn., X, 25). “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis en modo alguno; mas si las hago creed a lo menos por razón de ellas. Reconoced en este caso y creed que mi Padre está en mí, y que yo estoy en mi Padre” (Juan, X, 37-38) (La Teología Dogmática especial ofrece otras pruebas, tan concluyentes como las anteriores, de la divinidad de Jesucristo. Estas se sacan ya de las profecías que anuncian que el Mesías será Dios (Is., XXXV, XXV, IX, XXII, XL; Baruc, III; Salmos XLIV, CIX), ya de la doctrina especial de San Pablo y de San Pedro (Filip., II; I Cor., VIII; II Cor., VIII; Rom., VIII-IX; Heb., I; Colos., I-II; Hechos, III), ya de las tradiciones apostólicas, de la historia eclesiástica, de la condenación de las herejías, etc.).

Es muy importante considerar que: Jesucristo es, a la vez, real y verdaderamente Dios y hombre. Su persona, aunque única, reúne dos naturalezas completas: la divina del Verbo, igual al Padre y al Espíritu Santo, y la del hombre nacida de la Virgen María. Esta naturaleza humana se compone de cuerpo y alma perfectísimos, si, pero finitos, como todo lo que es creado. Sin embargo, esta naturaleza humana, gracias a su unión hipostática con el Verbo y al pertenecer a la persona de un Dios, es, en sí misma, adorable. Por eso todo es adorable en el Hombre-Dios, su naturaleza humana y su naturaleza divina, su cuerpo y su alma. Por eso también todas la acciones y sufrimientos de este Hombre-Dios tienen valor infinito y divino (Se puede decir, verdaderamente que Jesús que es eterno, que ha nacido y que ha muerto. Estas proposiciones no se excluyen porque se fundan en las cualidades de sus dos diferentes naturalezas; si Jesucristo es eterno en cuanto Dios, también es mortal en cuanto hombre. Así se explica cómo la misma persona es al mismo tiempo Dios y Hombre; cómo Jesús, aunque Hijo de Dios, ha podido llamarse Hijo del hombre, declarar que su Padre era mayor que Él, que había cosas sólo conocidas del Padre, que su Padre le había abandonado, etc.).

Por último, a la pregunta que Cristo dirigió a sus discípulos, “¿Qué pensáis vosotros del Cristo? ¿De quién es hijo?, la Iglesia contesta hoy con las mismas palabras de S. Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Jesucristo, por lo tanto, no es sólo el enviado de Dios, sino verdadero Dios, y aun nuestro Dios.

Enorgullezcámonos, pues, por ello y rebosen nuestras almas ilimitada confianza en su bondad infinita.

Mons. Martin Davila Gandara