Excelencia y necesidad de la Oración

“En verdad, verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en nombre, os lo concederá” (Jn., XVI, 23)

En el Evangelio que se lee en el quinto domingo después de Pascua, el Salvador nos da esta consoladora promesa para nosotros, pobres desterrados en la tierra. El bondadoso Maestro quiso con ella hacernos comprender la excelencia, la necesidad y la eficacia de la oración, a fin de excitarnos a orar incesantemente.

Pero, sin embargo, ¡ah, cuántos son los cristianos que no rezan, o rezan mal! Siendo éstos los principales motivos del porque muy pocos se santifican y se salvan.

Es por eso que le debemos pedir al Salvador como en su tiempo le pidieron sus discípulos: “Señor enseñanos a orar” (Lc., XI, 1).

Por lo mismo, trataremos en este día acerca de: 1.- La excelencia de la oración, 2.- Su necesidad y; 3.- De estas consideraciones se sacarán algunas consecuencias o conclusiones prácticas.

Naturaleza y excelencia de la oración.

1) La oración es una elevación de nuestra alma hacia Dios, para honrarle y pedirle las gracias y los auxilios que necesitamos. Es una conversación íntima de la criatura con su Creador, del hombre con Dios, de un hijo con su Padre infinitamente bueno y generoso. La oración es una escala misteriosa por la cual subimos hasta Dios. En otras palabras: Orar es presentarse a Dios, para rendirle nuestros homenajes y presentarles nuestras peticiones.

Todo esto supone que la oración se haga bien, y seriamente, y no que sea un vano murmullo de palabras. Porque si así la hacemos, seremos merecedores de que se nos dirija a nosotros la reprensión de Dios que hizo a su pueblo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón esta lejos de mí” (Mt., XV, 8).

2) La oración nos hace participar de la felicidad de los ángeles y de los santos del cielo; ellos, sin cesar, adoran y alaban a Dios, y están ante su trono para ofrecerle las súplicas de los fieles. Siendo esto precisamente lo que le dijo el Arcángel San Rafael a Tobías: “Cuando orabas con lágrimas, yo presentaba al Señor vuestras oraciones”(Tob., XII, 12). Y la Iglesia en los prefacios de las misas pide que junto con los: “Ángeles y Arcángeles, tronos y dominaciones cantar un himno de gloria”.

3) Hay dos clases de oración, la oración metal y la oración vocal.

La oración mental es una oración del corazón, es una serie de actos piadosos de adoración, de agradecimiento, de contrición, de fe, de esperanza y de amor, producidos por la meditación de alguna de la verdades de la fe.

La oración es vocal cuando los actos del corazón se expresan con al boca. Pero la oración que se hace únicamente con la boca, sin proceder primero del corazón, no podrá, como ya sea ha dicho, llamarse oración, ni es agradable a Dios. Es por eso que dice San Gregorio: “No sólo reces con la voz, sino también, piénsalo con el corazón”.

4) La oración del corazón, o interior, puede y debe de hacerse en todo tiempo y en todas partes. La oración vocal se hace ordinariamente en ciertos momentos determinados.

Aunque de por sí basta la oración interior, sin embargo, no se debe descuidar ni despreciar la oración vocal, pues estamos obligados a hacer que nuestro cuerpo participe en el culto exterior y público que es preciso rendir a Dios.

Necesidad de la Oración.

La oración es, por varios motivos, un deber indispensable que no se puede omitir sin pecar.

1) Primeramente, es de precepto divino. Dios la manda en muchísimos lugares de la Sagrada Escritura, sobre todo en el Evangelio, donde Jesucristo nos dice expresamente: “Velad y orad para que no caigáis en la tentación” (Mt., XXVI, 41); “Os conviene orar perseverantemente, y no desfallecer” (Lc., XVIII, 1); Pedir…, buscad…, llamad” (Mt., VII, 7).

Y la Iglesia reza en el prefacio que precede al Padre Nuestro de la Misa, dice: “Amonestados con saludables preceptos, e instruidos por la enseñanza divina, osamos pedir”.

El mismo Jesucristo, para darnos ejemplo, “pasaba las noches en oración” (Lc., VI, 12), y se puede decir que toda su vida no fue sino una oración continua. Tal fue también, a imitación suya, la vida de la Santísima Virgen, la de los Apóstoles y de todos los santos.

2) La oración es, además, un deber de justicia. Nosotros debemos rendir nuestros homenajes a Dios; no solamente en nuestro nombre, sino en el de toda la creación, pues somos sus intérpretes y sacerdotes cerca de Él, que es nuestro Creador, nuestro soberano Señor, nuestro Bienhechor y nuestro Padre.

Ahora bien, con la oración le rendimos los homenajes que les son debidos. Es por eso que dice Santo Tomás, “La oración es el principal acto de la religión” No orar, es pues, faltar al precepto de amar a Dios.

¿Qué se podrá decir de un hijo que no habla nunca a su padre y casi no lo saluda? Acaso, ¿No es Dios el mejor de los padres, que vela sin cesar sobre nosotros, ofreciéndonos sus gracias? Y por lo mismo, nosotros, debemos de querer manifestar nuestro amor, y pedirle lo que necesitamos.

3) Nuestra extremada pobreza y nuestras numerosísimas necesidades nos obligan a orar:

En el orden de la naturaleza, no podemos absolutamente nada: para nuestra salud, nuestra vida, y nuestros medios de existencia aquí en la tierra; ya que estamos en las manos de Dios, que puede darnos o quitarnos estos bienes según su voluntad.

En el orden orden de la gracia, después del pecado original, nuestra flaqueza y debilidad es extremada, y además, ¡de qué peligros estamos rodeados! Estamos inclinados al mal y expuestos a mil tentaciones. Tanto que estamos inhabilitados a la virtud, pero habilitados a los vicios.

Es por eso que dice San Pedro Crisólogo: “Yo no sabía que para ser continente es necesario Dios”. Porque con nuestras propias fuerzas no podemos evitar el pecado, ni resistir las acometidas del demonio, ni practicar la virtud, ni hacer ninguna obra sobrenaturalmente buena. Es por eso nos dice Nuestro Señor: “Sin mí, nada, podéis hacer”.

Y es verdad, por nosotros mismos nada podemos hacer sin la ayuda del Señor. Pero, San Pablo dice: “Nuestra suficiencia viene de Dios”, y con la oración lo podemos todo. Porque según San Agustín: Dios no manda nada imposible; pero cuando Él ordena hacer alguna cosa, nos advierte hacer aquello de que somos capaces, y pedir lo que no podemos hacer”. Y San Jerónimo añade: “Y Él nos ayuda para que podamos”.

Debemos, pues, confesar la absoluta necesidad de la oración, y también, es preciso reconocer su omnipotencia; porque con la oración podemos agradar a Dios, cumplir nuestros deberes de estado, santificarnos y salvarnos; sin ella, nos condenaremos infaliblemente.

4) Ya hemos dicho que Dios es un Padre bondadoso, que nos ama y conoce todas nuestras necesidades. Pero quiere que se le pida, solicitando hasta la importunidad, y no nos quiere conceder su dones sino con la condición de que se los pidamos: siendo esta la conducta ordinaria de su Providencia.

Nadie consigue salvarse si no es llamado de Dios, nadie llega a la salvación sin el auxilio de Dios, y nadie obtiene este auxilio sino por la oración. Ésta es una embajadora fiel y bien conocida del Rey de los cielos y esta acostumbrada a penetrar hasta su gabinete, y, con su importunidad, conmueve su corazón lleno de ternura.

La oración es necesaria para todos:

Para los adultos, la oración es necesaria, no sólo con necesidad de precepto, sino además con necesidad de medio, pues todas las gracias que Dios ha decidido concedernos, según su Providencia ordinaria, no nos la quiere dar sino mediante la oración.

Es necesaria a los pecadores, para obtener el perdón; a los justos, para obtener gracias de perseverancia; a todos, para obtener las gracias necesarias para salvarse. Por esto mismo la oración es tan indispensable para la vida del alma como la comida para la vida del cuerpo.

Conclusiones prácticas.

1) De toda esta doctrina resulta claro que la oración ha de ser la primera de nuestras acciones, la principal de nuestras ocupaciones, la parte esencial de nuestra vida. Faltar a ella es faltar a un precepto divino. Es por eso que Nuestro Señor Jesucristo nos recuerda: “Es oportuno siempre orar”.

Si no hacemos oración, nos exponemos a cometer otros mil pecados; porque es privarse de la gracia de Dios, sin cual no podemos hacer nada bueno, ni defendernos contra los asaltos de nuestros enemigos del alma. Siendo éstos: El mundo, demonio y carne.

2) ¡Cuán insensatos, pues, y crueles son consigo mismos los cristianos que no oran, con pretexto de no tener tiempo para rezar!

David, rey y guerrero, encontraba tiempo para orar de día y de noche; lo mismo Carlomagno, San Luis rey de Francia. Ahora bien, si un rico nos hiciera saber que tiene a nuestra disposición una gran cantidad de dinero, acaso ¿diríamos que no tenemos tiempo para ir a pedírsela?

No es, pues, hermanos, el tiempo lo que nos falta, sino espíritu de fe, y buena voluntad. Porque si suprimimos en el día tantos momentos empleados en conversaciones o lecturas ociosas e inútiles, o el tiempo mal empleado en el internet, o en la redes sociales del celular, seguramente tendremos el espacio, que nos hace falta para hacer la oración.

La mayor desgracia que puede suceder a los cristianos es abandonar la oración, pues, es privarse del auxilio de Dios, entregarse sin armas al demonio y arrojarse a sí mismo en el infierno. Es por eso, que decía San Buenaventura: “esta muerto, quien no ora”.

3) Se puede y se debe orar siempre y sin intermisión. Eso mismo dice San Pablo: “orar sin cesar” (I Tes., V, 17). por lo mismo, pensemos en todas partes en la presencia de Dios, ofreciéndole todas nuestra ocupaciones.

El espíritu de fe es la verdadera piedra filosofal, que convertirá en oro puro, es decir, en oraciones y en méritos para el cielo, todas nuestras obras, aun las menores y más indiferentes en sí mismas. Por eso nos dice Nuestro Señor: “Atesorar tesoros en el cielo” (Mt., VI, 20).

Oremos, hermanos, más especialmente en los peligros, en las tentaciones, en las penas. Oremos antes y después de nuestras comidas y de nuestros trabajos.

Santifiquemos los domingos y las fiestas con oraciones más largas y más fervorosas. Sin descuidar la oraciones en común, en la iglesia o en la familia.

Por último. Resolvamonos, pues, a orar más y mejor; y en nombre de nuestros más caros intereses ejercitémonos en esta santa práctica, y pidamos a Nuestro Señor, como lo hicieron los Apóstoles: “Señor, enseñaos a orar”.

Recordemos siempre su promesa solemne, confirmada con un juramento, y promesa tan animadora que Él cumplirá infaliblemente: “En verdad, verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en nombre, os lo

concederá”.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet- P. Pezzali.

Mons. Martin Davila Gandara