Excelencias del Santo Rosario (Parte II)

EXCELENCIAS DEL PADRE NUESTRO EN EL SANTO ROSARIO Honramos las perfecciones de Dios  a cada palabra que decimos en la Oración dominical.

Honramos su fecundidad mediante el nombre de Padre. Como Padre que engendra desde toda la eternidad a un Hijo que es Dios como El, eterno, consubstancial; que es una misma esencia, un mismo poder, una misma bondad, una misma sabiduría con El; Padre e Hijo que, amándose, producen al Espíritu Santo que es Dios como Ellos; tres Personas adorables, que son un solo Dios.

PADRE NUESTRO. Es decir, Padre de los hombres por la creación, por la conservación y por la redención. Padre misericordioso de los pecadores. Padre amigo de los justos. Padre magnifico de los bienaventurados.

QUE ESTÁS (es decir, Eres). Por estas palabras admiramos la infinidad, la grandeza y la plenitud de la esencia de Dios, que se llama verdaderamente “Aquel que es, Éxodo III, 14: nos dice que Yavhé significa “El que soy”. Es decir, que existe  esencialmente, necesariamente y eternamente; que es el Ser de los seres, la Causa de todos los seres; que contiene en Sí mismo las perfecciones de todos los seres; que está en todos por esencia, por su presencia y por su potencia, sin ser por ellos abarcado.

Honramos su sublimidad, su gloria y su majestad mediante estas palabras: QUE ESTÁS (o Eres) EN LOS CIELOS, es decir, como sentado en su trono, ejerciendo su justicia sobre todos los hombres.

Adoramos su santidad deseando que SU NOMBRE SEA SANTIFICADO.

Reconocemos su soberanía y la justicia de sus leyes, anhelando que VENGA SU REINO, y que los hombres le obedezcan en la tierra como los ángeles le obedecen en el cielo.

Creemos en su Providencia rogándole que NOS DÉ EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA.

Invocamos su clemencia pidiéndole el PERDÓN DE NUESTROS PECADOS.

Recurrimos a su poder rogándole que NO NOS DEJE CAER EN LA TENTACIÓN.

Nos confiamos a su bondad esperando que NOS LIBRE DEL MAL.

EL Hijo de Dios siempre ha glorificado, a su Padre mediante sus obras; vino al mundo para hacerle glorificar por parte de los hombres y les enseñó la manera de honrarle con  esta oración que Él se dignó dictarnos. Debemos, pues, rezarla con frecuencia, con atención y con el mismo espíritu con que la compuso.

EXCELENCIA DEL PADRENUESTRO (Conclusión)

Cuando rezamos atentamente esta divina oración, hacemos tantos actos de las más elevadas virtudes cristianas, cuantas palabras pronunciamos.

Diciendo: PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS, hacemos actos de fe, de adoración y de humildad.

Deseando que su Nombre SEA SANTIFICADO Y GLORIFICADO, manifestamos un ardiente celo por su gloria.

Pidiéndole LA POSESIÓN DE SU REINO,  hacemos un acto de esperanza.

Anhelando que SE HAGA SU VOLUNTAD ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO, mostramos un espíritu de perfecta obediencia.

Pidiéndole el PAN NUESTRO DE CADA DÍA, practicamos la pobreza de espíritu y el desasimiento de los bienes de la tierra.

Rogándole que PERDONE NUESTROS PECADOS, hacemos un acto de  arrepentimiento.

PERDONANDO A LOS QUE NOS HAN OFENDIDO,  ejercitamos la misericordia en su más alta perfección.

Pidiéndole SU SOCORRO EN LA TENTACIONES, hacemos actos de humildad, de prudencia y de fortaleza.

Esperando que NOS LIBRE DEL MAL, practicamos la paciencia.

En fin, pidiéndole todas estas cosas no sólo para nosotros, sino también para nuestro prójimo y para todos los miembros de la Iglesia, hacemos lo que corresponde a verdaderos hijos de Dios, le imitamos en su caridad que abraza a todos los hombres y cumplimos el mandamiento del amor al prójimo.

Detestamos todos los pecados y cumplimos todos los mandamientos de Dios, cuando al rezar esta oración nuestro corazón concuerda con nuestra lengua y no abrigamos intenciones contrarias al sentido de sus divinas palabras.

Pues cuando reflexionamos que Dios está en el cielo, es decir, infinitamente elevado sobre nosotros por la grandeza de su majestad, con los sentimientos del respeto más profundo nos ponemos en su presencia; totalmente sobrecogidos de temor huimos del orgullo y nos abatimos hasta la nada.

Cuando pronunciamos el nombre del Padre recordamos que debemos a Dios nuestra existencia, por intermedio de nuestros padres, y nuestra misma instrucción, por intermedio de nuestros maestros—padres y maestros que ocupan aquí para nosotros el lugar de Dios de quien somos imágenes vivas—, entonces nos sentimos obligados a honrarlos o, para decir mejor, de honrar a Dios en sus personas, y guardarnos muy bien de despreciarlos y afligirlos.

Cuando deseamos que el santo nombre de Dios sea glorificado, estamos bien lejos de profanarlo.

Cuando miramos el reino de Dios como herencia nuestra, renunciamos a todo apego  a los bienes de este mundo.

Cuando sinceramente pedimos para nuestro prójimo los mismos bienes que deseamos para nosotros, renunciamos al odio, a la disensión y a la envidia.

Pidiendo a Dios el pan nuestro de cada día, detestamos la gula y la voluptuosidad que se nutren de la abundancia.

Rogando a Dios verdaderamente que nos perdone como nosotros también perdonamos a los que nos han ofendido, reprimimos  nuestra ira y nuestra venganza, devolvemos bien por mal y amamos a nuestros enemigos.

Pidiendo a Dios que no nos deje caer en pecado en la hora de la tentación, demostramos que huimos de la pereza, que buscamos los medios para combatir los vicios y lograr nuestra salvación.

Rogando a Dios que nos libre del mal, tememos su justicia y somos felices (Eccles., I, 12 y 19; XXV, 15 y 16; IL, 28), porque el temor de Dios es el principio de la sabiduría (Job XXVIII, 28; Salmo CX, 10; Prov., I, 7; IX, 10; XV, 33; XIX, 23; Eccles., I, 11; I 16-17 y 22; 25-26; I, 34; X, 25; IXX,, 18; XXV, 16; Is., XXXIII, 6); por el temor de Dios el hombre evita el pecado (Prov., XIV, 27; XVI, 6; Eccles., I, 27).

EXCELENCIA DEL AVEMARÍA

La salutación Angélica es tan sublime, tan elevada, que el Beato Alano de la Roche ha tenido por cierto que ninguna creatura puede comprenderla, y que sólo Jesucristo—nacido de la Santísima Virgen—puede explicarla.

Recibe principalmente su excelencia: —De la Santísima Virgen, a quien fue dirigida; —De su fin, que fue la Encarnación del Verbo divino, para la cual fue traída del cielo; —Y del arcángel Gabriel, que fue el primero que la pronunció.

La Salutación angélica resume, en el compendio más conciso, toda la teología cristiana acerca de la Santísima Virgen. Se halla en ella una alabanza y una invocación. La alabanza encierra todo aquello que constituye la verdadera grandeza de María; la invocación, todo lo que debemos pedirle y lo que podemos esperar de su bondad para con nosotros.

La Santísima Trinidad ha revelado su primera parte; Santa Isabel—iluminada por el Espíritu Santo—añadió la segunda; y la Iglesia—en el primer Concilio de Éfeso, realizado en el año 430—puso la conclusión, después de haber condenado el error del hereje Nestorio y de haber definido que la Santísima Virgen es verdaderamente Madre de Dios. El Concilio ordenó que se invocara a la Santísima Virgen con esta gloriosa cualidad, mediante las palabras: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

La Santísima Virgen fue Aquella a quien se hizo esta divina salutación (o saludo), para terminar el asunto más grande y más importante del mundo, a saber, la Encarnación del Verbo Eterno, la paz entre Dios y los hombres y la redención del género humano. El embajador de esta dichosa nueva fue el arcángel Gabriel, uno de los primeros príncipes de la corte celestial.

Dice el Beato Alano: La Salutación Angélica contiene la fe y la esperanza de los patriarcas, de los profetas y de los apóstoles. Es la constancia y la fortaleza de los mártires, la ciencia de los doctores de la Iglesia, la perseverancia de los confesores y la vida de los religiosos.

Es el cántico nuevo (Salmo XXXIX, 4; CILIII, 9; CILIX, 1; Is., ILII, 10) de la nueva ley de gracia, la alegría de los ángeles y de los hombres, el terror y confusión de los demonios.

Por la Salutación Angélica: Dios se hizo hombre, una virgen se convirtió en Madre de Dios, las almas de los justos fueron libertadas del seno de Abraham, las ruinas del cielo dejadas por Luzbel y los ángeles malos fueron reparadas y los tronos vacíos fueron nuevamente ocupados; el pecado fue perdonado, nos fue dada la gracia, los enfermos sanados, los muertos fueron resucitados, los desterrados fueron repatriados, fue aplacada  o en cierto modo pagada la deuda con la Santísima Trinidad y así fue posible que los hombres obtuvieran la vida eterna.

En fin, dice el Beato Alano: la Salutación Angélica es el arco iris, la señal de la clemencia y de la gracia que Dios ha concedido al mundo.

Por último espero Dios que el contenido de estas explicaciones los siga llenando luz y de gracias y de bendiciones en todos los aspectos.

Para la elaboración de  este escrito, en gran parte, he utilizado el libro: “El Secreto Admirable del Santísimo Rosario” de San Luis María Grignion de Montfort.

Mons. Martin Davila Gandara