Existencia de nuestros destinos eternos

Desde los más remotos tiempos están en lucha dos concepciones de la vida totalmente contrarias: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritual, que piensa en un más allá después de esta vida.

La primera podría estar simbolizada por un salón de baile o por un antro de vicios y su máxima podrían ser: vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarla bien en este mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores… comamos y bebamos, que mañana moriremos, esta viene siendo la concepción materialista de la vida.

Pero también hay una concepción espiritual, y es la que se enfrenta con los destinos eternos y su máxima podría ser la siguiente: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad?

Y ante estás dos realidades, tenemos una formidable disyuntiva que nos plantea este mundo, y por lo mismo no podemos permanecer indiferentes ante este problema, porque, querámoslo o no, lo tenemos todos planteado por el mero hecho de haber nacido, y no es posible renunciar a esta tremenda resolución.

Precisamente hoy vamos a tratar de este problema de la existencia de nuestro destino eterno. Lo cual demostraremos y pondremos en claro su existencia.

Para esta demostración no vamos a utilizar la apologética, porque siempre habrá personas que no estén dispuestas a aceptar la verdad aunque brille ante él, más clara que el sol. Por eso, ya lo decía San Agustín. No hay incrédulos de cabeza, pero si muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero si muchas cargas afectivas. En otras palabras no creen porque no les conviene creer. Porque saben que si creen tendrán que restituir su riquezas mal habidas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con las malas amistades, tendrán, en una palabra, que cumplir con los diez mandamientos de la ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Y prefieren vivir de una manera disoluta y llena de placeres y desordenes. Y para poderlo hacer se ciegan a sí mismos; cierran los ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. En otras palabras no les da ganas creer.

No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.

San Agustín conocía demasiado esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial. “Para el que quiera creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”. Al incrédulo del corazón que no le interesa las cosas eternas. A ellos no tenemos que decirles absolutamente nada.

Los argumentos que vamos a manejar en esta demostración son sencillos, claros y al alcance de todos. Primero se hablará en el plano de las meras posibilidades. Y segundo llegaremos a la certeza natural. Y en el tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, todo en entorno de la existencia de un más allá.

Primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. ¿Cual deberá ser nuestra actitud en semejante suposición? Qué deberá ser una hombre razonable, no ante la certeza, pero si ante la posibilidad de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos? Y aun en este caso, aunque no se tuviera la certeza sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aun cuando la simple razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente en plano de las de la posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental deberá empujarnos a adoptar la postura creyente, por lo que pudiera ser.

Porque nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad.

Claro que no vamos a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero vamos a fingir y imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera nada sobre la existencia de nuestro destino eterno. Aunque es absurda esta suposición, porque esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a imaginarnos, por un momento, ese disparate; y también que la razón humana no nos ofreciera tampoco ningún argumento enteramente demostrativo de la existencia de un más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad.

Reflexionemos un momento. Veamos lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras, sobre todo, cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar.

El harapiento que vive de limosna en las afueras de las Iglesias, no tiene de que preocuparse de asegurar sus pocos bienes; pero, quien tiene una magnifica residencia que vale millones de pesos, hace muy bien en asegurarla contra un posible incendio, porque para esa persona, un incendio podría representar una catástrofe irreparable. Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿estará convencido el que lo firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va estar convencido! Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible que se produzca, sino que siquiera es probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder, lo asegura y hace muy bien.

Pues, traslademos esto del orden puramente natural y humano, alas cosas del alma, al tremendo problema de nuestros destinos eternos y saquemos la consecuencia. Por eso aunque no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no fuera ni siquiera probable, sino meramente posible la existencia de un más allá con premios y castigos eternos, la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de preocupaciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque, si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo habríamos perdido todo para siempre. No se trata de la fortuna material, no se trata de las tierras o de la magnifica casa, sino, nada menos, que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.

Por eso aunque no tuviéramos la certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y posibilidades, valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es del todo claro e indiscutible. Veamos una anécdota llena de lecciones:

Dos religiosos descalzos, a las 6:00 a.m., en pleno invierno y nevando, salían de una Iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo Sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando… y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos jóvenes pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria.

Salían medio muertos de sueño, enfundados en magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos religiosos descalzos, encarándose uno de los jóvenes con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, que chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!”. Y el religioso, que tenía una gran agilidad mental, le contesto al punto: “pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.

Este argumento, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡que terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se divierten en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar!.

En cambio, los que estamos convencidos de que, lo hay, los que vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que no lo suponemos, que no existe un más allá después de esta vida, ¿qué habríamos perdido, con vivir honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al hombre a nivel de bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre como: “se honrado, no hagas mal a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, práctica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares. Educa cristianamente a tus hijos…”

¡Qué cosas más limpias, más noble, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, qué habríamos ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?.

Una vez comprobada la concepción espiritual en el plano de las posibilidades. ahora expondremos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Y vamos a entrar de lleno en el terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico, y después, en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad revelada por Dios.

Primero el filosófico, en el plano de la simple razón natural se pueden demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: como la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables por la simple razón natural. Ahora bien, si se puede demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma por la razón natural, empecemos nosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas en torno a nuestra conducta sobre la tierra.

Vamos a exponer los rasgos fundamentales de la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.

En primer lugar, ¿existirá nuestra alma? ¿será del todo seguro e indiscutible que tenemos una alma? En absoluto. Estamos tan seguros, y más de la existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. Vamos a demostrarlo con un triple argumento: ontológico, histórico y de la teología natural.

1.- Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos o externos. Tenemos ideas como la bondad, la verdad, la belleza, la honradez; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, los sentidos corporales. Son ideas abstractas, ¿las ha visto alguien con los ojos? ¿las ha captado con sus oídos? ¿las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen nada de esto, y, sin embargo, ahí esta el hecho indiscutible, clarísimo, tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, es evidentísimo que “nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.

El alma existe, es evidente para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidente que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y esto es de suma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es espiritual.

Si tenemos un alma espiritual, esto equivale a decir que nuestra alma es absolutamente simple en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo mexicano es americano, aunque no todo americano es mexicano. Lo espiritual es simple porque carece de partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus elementos simples si rebasar los límites de la materia. El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple, porque carece de partes. Por eso un ser absolutamente simple es necesariamente indestructible, porque lo absolutamente simple no puede descomponerse.

Examinemos, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa compuesta. Luego si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”, habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es indestructible, no nos referimos al átomo físico. Dentro del átomo físico la química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los electrones. La química ha logrado desintegrar el átomo físico en sus elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto”, que quizá no pueda darse en lo puramente corporal, se ha llegado a lo absolutamente indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos más simples. Sólo cabe la aniquilación en virtud del poder infinito de Dios.

Ahora bien, éste es el caso del alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un “átomo absoluto” del todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla aniquilándola. Pero sabemos con certeza, porque lo ha revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. Nuestra alma por lo tanto, es pues, intrínsecamente inmortal.

2.- Argumento histórico. Veamos al mapa del mundo. Y en el miremos a todas las razas, a todas la civilizaciones, a todas la épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los prehistóricos. Recorramos el mundo entero, y se verá cómo en todas partes los hombres, colectivamente considerados, reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Muchas de las veces con aberraciones tremendas. Desde luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable.

Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran el sol; otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.

Se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas. Que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.

¿Nos damos cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? Cuando la humanidad entera de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los climas, de todas las épocas, sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá, procede del mismo Dios que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. El deseo natural de la inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.

3.- Argumento de teología natural. No nos referimos a la fe. Todavía estamos en el plano puramente natural y puramente filosófico. Nos referimos teodicea, o sea, a lo que pueda descubrir la simple razón natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice la teodicea con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.

a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza humana. Como hemos vistos, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío y la nada. Esto no puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.

b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad.

¡Examinemos, nuestros corazones! Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, está soñando en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a través de ella. Todo mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones naturales o espirituales, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del propio ser, nadie la quiere. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido El quien ha depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable crueldad. Lo cual sería herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.

c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Muchos se preguntan asombrados: “¿Por qué Dios permite el mal? ¿por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los justos?” La contestación a esta pregunta es muy sencilla. Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen su castigo merecido. “Porque para nosotros no acaba todo con la vida; sino todo vuelve al orden con la muerte”.

¡Vaya si volverá todo el orden más allá de esta vida! ¡En el plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional…! Todo volverá al orden después de la muerte.

El vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una gran empresa o de un comercio en gran escala, que se ha enriquecido rápidamente contra la justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena…, ¡qué se apresure a disfrutar sin frenos de esas riquezas mal adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.

Y el joven pervertido, estudiante que se pasa las mañanas en la cama, la tarde en el cine o en los juegos y en las noches en los antros de vicio… la muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para el baile, las novela o en el chateo perdiendo el tiempo; o la que escandaliza a todo mundo con sus desnudeces provocativas, con su desenfado en el hablar, con su “despreocupación” ante le problema religioso, todos ellos se podrán reír ahora, que gocen, que se diviertan, que beban de todos los placeres. Ya les queda poco tiempo, porque no acaba todo con la vida, sino todo vuelve al orden con la muerte.

Todo debe de volver al orden con la muerte. Porque lo exige así la justicia de Dios, que no puede dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los hombres.

Pero además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico, tenemos también, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás.

La certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el error. Pues bien: la certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde brota, el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni engañarnos, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el arroyo del discurso y de la razón humanas.

Las dos certezas nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de Dios.

Dios nos ha hablado. Y ha querido hacerse hombre, como cualquiera de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro idioma y enseñarnos con nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y veamos lo que nos ha dicho: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en Mí, aunque muera, vivirá”. (S. Juan, XI, 25). “Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre”. (S. Lucas, XII, 40). “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno”. (S. Mateo, X, 28). “¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (S. Mateo, XVI, 26). “Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras”. (S. Mateo, XVI, 27). “E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna”. (S. Mateo, XXV, 46).

Lo ha dicho Cristo, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia, Aquel que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. (S. Juan, XIV, 6) ¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la inmortalidad.

Y por último terminamos con estas palabras: “Para tus fieles Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna”.

Este escrito se extractó del libro de la Teología de la Salvación del P. Antonio Royo Marín O.P.

Mons. Martin Davila Gandara