Festividad de San José

La Iglesia Católica desde hace varios siglos ha venido celebrando la festividad de San José el 19 de Marzo, porque una antigua tradición dice que en este día sucedió la muerte de nuestro santo y el paso de su alma de la tierra al cielo.

Miremos e imaginémonos al bendito Patriarca, ya sea trabajando en la casa de Nazaret, o teniendo al Niño Jesús en sus brazos, o coronado en el cielo de una gloria superior a la de los demás santos; y por lo mismo pidamosle sea nuestro especial protector en nuestras penas, y sobre todo en la hora de nuestra muerte.

San José esposo de María.

Consideremos que éste es el primer título con que el bendito patriarca se ofrece a nuestra devoción, pues todo el esplendor que brilla en la Santísima Virgen refleja sobre aquel que Dios mismo le dio por esposo.

Jamás existió un matrimonio más proporcionado. Porque ¿quién duda que el feliz mortal escogido entre los demás para participar de los destinos de María debía estar dotado de virtudes semejantes a las de la Santísima Virgen?

¡Oh, cuánto honor y cuánta felicidad encerraban para el santo Patriarca estas tres palabras: “esposo de María”! María, criatura de un orden todo divino, distinguida de los demás por tantos privilegios; María conjunto de todas la virtudes y de todas las perfecciones de la naturaleza y de la gracia, recibe de manos del Señor un esposo digno de Ella, y este esposo es José.

Acaso ¿No basta esto para que podamos decir que ningún hombre le ha sido semejante en gloria y en felicidad?

Como esposo de María, José fue su insigne bienhechor; salvó su honor y su vida. Tuvo sobre Ella verdadero derecho de esposo; fue amado de la Virgen más que todos los hombres juntos; converso con Ella con familiaridad de esposo, la amó con incomparable afecto; adquirió múltiples derechos a su gratitud por todo lo que sufrió por su Hijo y por Ella.

¡Con cuánta confianza podemos acudir en nuestras necesidades y tribulaciones a quien tan grandes títulos tiene al agradecimiento de la Madre del Verbo divino! Como esposo de María, escogido expresamente por Dios, José es el guardián del templo de Dios, del Sagrario del Espíritu Santo, de la recámara de la augusta Trinidad.

El matrimonio exige cierta igualdad, y este matrimonio fue hecho por el Espíritu Santo, que no temió dar su esposa purísima al purísimo José. El mundo une riquezas con riquezas o títulos con riquezas. Dios, no; Dios une virtud con virtud, castidad con castidad, y por la virtud y la castidad un pobre carpintero es elevado por Dios a la excelsa dignidad de esposo de la Emperatriz de los ángeles.

¿Qué grandeza hay igual a esta grandeza? José llama esposa a la que los ángeles llaman Reina; llama suya a aquella de quien es escabel la luna y corona las estrellas; llama esposa a la que el Espíritu Santo llama también esposa; llama esposa a la que Dios llama Madre; por eso el Espíritu Santo no tributó a José más que un elogio, que fue decir que José era “esposo de María”, porque, después de esto, cuanto se diga no merece decirse.

San José, padre de Jesús.

Este título es consecuencia del primero. Si es esposo de María, dice San Jerónimo, es padre de Dios. Aquí se anonada el espíritu contemplando la grandeza de este Santo incomparable. Miremósle, por decirlo así, asociado a la gloria de la divina paternidad, pues es padre de un hijo que es el unigénito del mismo Dios.

Y padre, no por mera denominación, sino por expresa delegación del Padre Eterno, que le da sobre el Verbo Encarnado los derechos de padre sobre Hijo, y que dice a José por boca del ángel: “Hazte cargo de mi Hijo y de su Madre, que Yo te los entrego”.

Ni Dios puede elevar más a un hombre ni hacerle un don más precioso que hacerle delegado y sombra del Eterno Padre, sombra del Hijo, a quien defendió; sombra del Espíritu Santo, esposo virginal de María, por cuya honra y virginidad veló; y sombra, por último, del misterio todo de la Encarnación.

El Espíritu Santo creó en José un corazón paternal en toda su perfección, dándole, respecto de Jesús, todos los sentimientos, toda la ternura de padre. De tal suerte, que lo que no era por la naturaleza llegó a serlo por el afecto.

Admirable paternidad, que eleva a San José a un orden superior al de todos los santos; no al orden sólo de la gracia, sino al de la unión hipostática.

Consideremos las prerrogativas que resultaron para San José de su gloriosa paternidad. Como padre de Jesús tuvo el encargo de alimentarle, pues Aquel que da de comer a todo el que tiene hambre quiso recibir su alimento cotidiano de un pobre artesano, que no tenía otros recursos que los que adquiría con su trabajo.

José ganaba el sustento de Jesús con el sudor de su frente; pero ¡qué alivio para sus fatigas encontraba en el cuidado de aquella vida que había de ser la salvación del mundo!

Como Padre de Jesús, José estaba encargado de guiarle, y exteriormente dirigía a Aquel que con infinita sabiduría todo lo ordena en el universo, mandaba a Aquel que tiene potestad sobre todas las criaturas: Y le estaba sometido. ¡Cosa verdaderamente asombrosa, que el Sol de Justicia obedeciese a la voz de un hombre!

Como padre de Jesús, José tuvo el encargo de protegerle, de defenderle y de salvarle. Y le salvó, en efecto, cuando le sustrajo al poder de Herodes. Y, en fin, como padre de Jesús recibió José testimonios de cariñosa ternura que tanto contribuyen al consuelo y a la felicidad de los padres.

Para formarnos una idea de aquella extraordinaria ternura, sería preciso penetrar respetuosamente en la casa de la Sagrada Familia y contemplar a José con el Niño Jesús en sus brazos y oír que le llama su padre y le prodiga tiernas caricias, provocando las suyas. ¡Qué delicias inundarían el corazón del venturoso padre!

Eminente santidad de San José.

Dios proporciona los dones de la gracia a la dignidad a que eleva a sus criaturas; y no habiendo, fuera de la maternidad divina, dignidad superior a la de padre de Jesús, tampoco hay santidad igual a la suya.

Además, San José, a quien el Espíritu Santo da el título de Justo, cooperó fielmente a la abundancia de gracias que recibió, y de este modo llegó a reunir inmensos tesoros de méritos y santidad.

El grado de elevación de los santos en la gloria es proporcionado al grado de sus méritos. De todo esto se concluye con mucha razón que, después de la Madre de Dios, San José es el que está más próximo al trono del Eterno Padre, y que su intercesión es, en cierto modo, muy poderosa.

Consideremos, además que la comunicación constante con los dos divinos Modelos de toda virtud, Jesús y María, debió de ser para José fuente inagotable de santidad.

El agua es tanto más pura cuanto más se acerca al manantial; y como nadie se acercó tanto a Jesús y María, nadie admiró, ni amó, ni copió mejor que José la santidad de Jesús y María.

Y si Jesús y María son tan agradecidos, ¿qué gracias reservarían para quien los alimentó con sus sudores, para el hombre más amado y más amante de Jesús y de María que ha existido en el mundo? Sería injuria para la esposa y el Hijo suponer que a alguien amaban más que al esposo y al padre.

Concluyamos, con esta oración a nuestro Santo Patriarca: ¡Oh castísimo José, esposo de María! Por los dulcísimos ósculos y estrechísimos abrazos que distes al divino Jesús, te suplico me admitas en el número de tus siervos. Ampara a los pobres y a los afligidos, por la pobreza y amargas angustias que padeciste en Belén, Egipto y Nazaret.

Se protector de los padres y esposos para que vivan en paz y eduquen en el temor de Dios a sus hijos. Da a los sacerdotes las virtudes que corresponden a su estado para tratar dignamente el cuerpo de Jesús Sacramentado. A los que viven en comunidad, inspirales el amor a la observancia religiosa.

A los moribundos asístelos en aquel trance supremo, pues tuviste la dicha de morir en los brazos de Jesús y de María. Y puesto que libraste al Hijo de Dios del furor de herodes, libra a la Iglesia, Esposa suya, del furor de los impíos, y alcanza que se abrevien los días malos y venga la serenidad y la paz.

Por último. Procuremos fomentar en nosotros y propagar cuanto podamos la devoción al Santo Patriarca San José.

Gran parte de escrito fue tomado del libro: “Meditaciones Espirituales” para todos los días del año por el P. Francisco De la Paula Garzón

Mons. Martin Davila Gandara