Festividad de San Pedro Y San Pablo

Los constituiste por príncipes de toda la tierra” (Sal., XLIV, 17)

El pasado 29 de Junio la Iglesia Católica celebró solemnemente la festividad de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo. En ese día también se recuerda el martirio y la muerte de estos dos grandes santos.

La Iglesia le da una gran solemnidad a esta fiesta, porque quiere que nosotros sus hijos, la honremos con ella de una manera especial.

San Pedro y San Pablo son las columnas, las antorchas y, como dice San León, los dos ojos de la Iglesia, son también nuestros Maestros y nuestros Padres en la fe, y nuestros modelos. Sus ejemplos, no menos que sus escritos, nos enseñan a vivir de una manera digna de Nuestro Señor.

Por lo mismo, vamos a considerar: 1) La vocación extraordinaria de San Pedro y de San Pablo; 2) Su vida admirable y sus virtudes; finalmente, 3) Su muerte gloriosa.

SU VOCACIÓN EXTRAORDINARIA

En realidad no sabemos que admirar más en estos dos grandes santos, si la bondad y la misericordia del Señor en el llamamiento al apostolado, o la fidelidad con la cual ellos correspondieron a esta insigne gracia. Siendo ésta una gran lección que nosotros debemos de sacar de una y de otra parte.

1°. Vocación de San Pedro. Nadie ignora los antecedentes de este Apóstol. Siendo él, un sencillo pescador inculto, que se llamaba Simón, que lo encontró el Salvador, mientras echaba sus redes con su hermano Andrés, y quién le dijo: “Sígueme y yo haré que vengas a ser pescador de hombres” (Mt., IV, 19).

Al punto deja sus redes y sigue a Jesús. Y al instante el Señor que le acaba de llamar le cambia en seguida su nombre en el de Pedro, pues hará de él el fundamento de su Iglesia.

Nos dice el Evangelio de S. Mateo, XIX, 27, que S. Pedro, con una fidelidad admirable, abandona todo, y sigue a Jesús. Y es abandono no sólo es externamente, sino también interiormente.

2°. Vocación de San Pablo. Igualmente, que se sabe de este Apóstol. Que era un fariseo exaltado, cuyo nombre era Saulo, que participo como cómplice en el asesinato del primer mártir de la Iglesia San Esteban, y que perseguía encarnizadamente a los discípulos de Jesús, como él mismo lo confiesa. (Gal., I, 13)

Este llamamiento se da cuando Saulo de Tarso provisto de plenos poderes, iba a Damasco a prender cristianos y llevarlos encadenados a Jerusalén, fue cuando Dios lo prendió a él mismo y se lo atrajo con el milagro que todos sabemos.

En medio del camino, súbitamente es derribado Saulo: Jesús se le aparece en una maravillosa visión, y le dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él, temblando, exclama: -¿Quién eres tú, Señor? -Yo soy Jesús, a quien tú persigues, -Señor, ¿qué quieres que haga? -Levántate y entra en la ciudad, donde se te dirá lo debes hacer”. (Hech., IX, 4 y sigs.)

Saulo se levantó convertido, pero ciego; lo condujeron a Damasco, donde Ananías lo bautizo, y al instante recobró la vista, y de lobo rapaz se convirtió en manso cordero, de perseguidor en apóstol, en el “Apóstol de la gente”, en el propagador incasable de la glorias de Jesús Nazareno.

3°. ¿Qué méritos tenían estos dos hombres para ser así llamados y escogidos por Dios? Ninguno seguramente e incluso Saulo estaba cargado de mil obras malas; su elección y vocación es absolutamente gratuita, un puro efecto de la misericordia de Dios.

En el llamamiento de Simón Pedro, Dios quiso mostrarnos que con los instrumentos más débiles y más ineptos, si se dejan manejar por Él, puede hacer cosas maravillas, como cambiar la faz del mundo, así como dice S. Pablo en I Cor., I, 27: “Antes eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes”, y que la humildad es el fundamento del Cristianismo.

En la elección de San Pablo, Dios igualmente nos muestra que no hay pecador tan grande del que Él no pueda hacer un gran santo y un instrumento de salvación para muchas almas, con tal de que este pobre pecador se convierta y camine dócilmente por la senda que Él le asigne.

De ello, dice San Juan Crisóstomo: “Dios quiso darnos a conocer la vida de Pablo, para que aprendiésemos que la conversión es el fruto del libre albedrío, y que todo es fácil a todos los que quieren el bien.

Por eso San Pablo podrá decir con razón: por la gracia de Dios soy lo que soy, y también los dos han podido añadir: y la gracia de Dios no ha sido en nosotros estéril. Los dos fueron dóciles y fieles al llamamiento divino, sin consultar con la carne ni con la sangre; los dos, con la generosidad y el impulso de su carácter, se entregaron completamente a Jesús y se sacrificaron por Él hasta la muerte.

4°. ¡Qué lección se desprende de esto para nosotros! Ya que, por una gracia especial de Dios, todos nosotros hemos sido sacados de las tinieblas a la luz admirable de Jesús por medio del Santo Bautismo, y al reino de los cielos; incluso algunos a servir a Dios especialmente y más íntimamente en el sacerdocio o en la vida religiosa.

Pero todos hemos sido llamados, como los apóstoles, absolutamente sin mérito alguno por parte nuestra. Así como dice S. Pablo: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (I Cor., IV, 7). Tal vez como el mismo apóstol, más bien hemos sido merecedores del castigo de Dios y de la reprobación eterna. Por lo mismo debemos confesar como él, diciendo: “Gracias a Dios soy lo que soy”.

Pero, ¿dónde está precisamente nuestro agradecimiento? ¿Dónde está nuestra fidelidad a las gracias y a los anticipos divinos? Teníamos estricta obligación de corresponder a ellas, de ponerlas en obra. Ya que como dice S. Lucas, XVI, 2, Dios nos pedirá cuenta de nuestra administración.

¡Cuántos paganos convertidos o simples cristianos, menos favorecidos que nosotros, pero, más fervientes y más dóciles, nos condenarán el día del juicio!

Es por eso que S. Pablo nos dice: “Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (II Cor., VI, 1); y también en Efes., IV, 1: “Os invito yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados”.

Porque nosotros somos, como nuevos olivos plantados en el huerto de la santa Iglesia, regados con la gracia divina, y de los cuales Nuestro Señor espera buenos frutos; de lo contrario, seremos arrancados y precipitados en las llamas del infierno, porque: “Todo árbol que no produce buen fruto, será cortado, y echado al fuego” (Mt., III, 10).

SU ADMIRABLE VIDA Y SUS VIRTUDES

La vida de estos dos grandes Apóstoles fue, en verdad, admirable y conforme a su sublime vocación. Porque una vez que fueron llamados por Jesucristo lo dejaron todo, sin mirar jamás atrás. Continuaron con la obra de su divino Maestro, y reproduciendo en ellos su vida, y predicándolo aún más con sus virtudes que con sus palabras. Y uno y otro podían decir con autoridad a los fieles: “Sed imitadores míos, como lo soy de Cristo” (I Cor., IV, 16)

Evidentemente, aquí nosotros no podemos considerar sino algunos rasgos de sus vidas tan completas.

1°. Primeramente, a ejemplo y según la recomendación del Nuestro Señor, cultivaron con el mayor cuidado la virtud fundamental, de la humildad. Ambos se consideraban como grandes pecadores, y se humillaban sin cesar.

San Pedro tenía siempre delante de su vista su lamentable caída, y procuró que la contasen detalladamente en el Evangelio, a fin de que, por todas partes y hasta el fin de los tiempos, se conociese su flaqueza. Si su compunción fue igual a su culpa, se puede asegurar también que su humildad no fue menos grande que su dignidad.

En cuanto a San Pablo, nadie ignora que en varios lugares de sus Epístolas él mismo se llama: “El mayor de los pecadores” (I Tim., I, 15), “un abortivo, el menor de los Apóstoles, que ni merezco ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios” (I Cor., XV, 8-9).

Tenemos nosotros estos humildes sentimientos? ¡Qué rara es entre los cristianos la verdadera humildad! ¡Con qué cuidado, con qué refinamiento se nutre en el fondo de sí mismo un secreto orgullo! ¡Cómo se busca la estima y la alabanza de los hombres!, !Qué horror se tiene a la humillación!

Los Apóstoles, después de tantos trabajos y sufrimientos aceptados y soportados por Jesús, se consideraban como siervos inútiles; y nosotros, que hacemos apenas algo insignificante, que incluso hacemos mal con frecuencia y que, por una intención viciosa, perjudicamos y destruimos el poco bien que podríamos hacer, porque nos sentimos llenos de suficiencia y de soberbia.

2°. Estos dos grades Apóstoles llevaron una vida de penitencia y de sufrimiento. La vida de Cristo ha sido definida “una cruz y un martirio continuos”; tal fue también la vida de éstos dos grandes santos.

En primer lugar, reconociéndose pecadores, hicieron sin cesar penitencia por sus culpas pasadas. San Pedro lloró hasta el fin de su vida su triple negación. San Pablo testifica que se “mortificaba, que castigaba su cuerpo y lo esclavizaba y llevaba en él la mortificación de Jesús” (I Cor., IX, 27; II Cor., IV, 10).

Además, ¡con qué espíritu de penitencia y con qué generosidad, desde el principio hasta el fin de su apostolado, tuvieron que soportar mil trabajos y sufrimientos por el nombre de Jesús¡ léase, por ejemplo, lo que San Pablo dice a los corintios de sus pruebas de todas clases (II Cor., Xi, 19-33).

Y nosotros, cargados de pecados, ¿qué penitencia hemos hecho? De lo cual nos dice Nuestro Señor que: “Si no hicieres penitencia, todos, pereceréis” (Lc., XIII, 5).

3°. llevaban vida de oración. El divino Salvador pasaba horas y noches enteras en oración. Los Apóstoles siguieron su ejemplo; su principal ocupación era orar y predicar.

De la oración sacaban ellos las luces y las fuerzas necesarias para promover la obra de Dios; allí era donde obtenían miles de gracias de enmienda, de santificación y de salvación para los fieles.

¡Qué lección también aquí para tantos cristianos que jamás rezan! ¡Qué lección sobre todo para nosotros, sacerdotes, cuya vida debería ser una oración continua; de los sacerdotes sería preciso que se pudiese decir como de Jeremías: “Este es el amador de su hermanos, que ora mucho por el pueblo y por la ciudad santa” (II Mac., XV, 14).

La tierra está desolada, la fe y la caridad parece que peligran por todas partes, porque ya no se ora. Sin la oración nosotros no somos nada, no valemos nada, no podemos nada ni para nosotros mismos ni para nuestros hermanos; sin ella no hay santificación, no hay salvación posible.

4°. Llevaban una vida de celo y de sacrificio. Estos dos grandes Apóstoles, abrasados de amor por su divino Maestro, no viven ya sino para Él, para hacerle conocer y amar por todas partes y de todos los hombres porque estaban urgidos y llenos de la Caridad o amor de Cristo.

Por eso uno y otro atravesaron tantos mares, recorrieron tantas provincias, soportaron tantas fatigas, trabajos, persecuciones. Ellos querían arrancar el mundo entero a la tiranía de Satanás para someterlo al yugo tan suave de Jesucristo. Así como dice S. Pablo: “Porque somos para Dios suave olor de Cristo en los que se salvan y en los que pierden” (II Cor., II, 15).

Por lo mismo, debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿dónde está nuestro amor? ¿Dónde está nuestro celo por Jesucristo? ¿Qué hacemos por su gloria y su servicio? ¿Dónde está nuestro sacrificio por la salvación de las almas?

¡Ay!, de nosotros, y de nuestra vida, no solamente no tiene nada de apostólica, sino que, comparada a la de los fautores del mal, de los ministros del demonio, no será acaso ¿una vida de funesto sueño, de cobardía, de tibieza, de molicie o flojedad, una vida inútil y estéril para nosotros mismos y para nuestros hermanos?

¡Qué contraste entre nuestra vida y la de San Pablo, que andaba clamando: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? (Rom., VIII, 35).

SU MUERTE GLORIOSA

1°. Una vida tan santa merecería terminar con una muerte gloriosa. Habiendo tan bien combatido por el Señor el mismo combate, el Señor se dignó reunirlos en el mismo triunfo, y decretarles la palma del martirio, en el mismo día, y en la ciudad de Roma, que ellos habían fecundado con sus trabajos.

2°. Acudieron juntos para consolar y fortalecer a los fieles, perseguidos por Nerón de la manera más cruel, fueron ellos mismos presos por orden de este emperador infame y feroz, que quería vengarse de ellos por la muerte de su amigo Simón el Mago, y de la santa determinación tomada por algunas matronas romanas, a instigación de los Santos Apóstoles, de no prestarse a sus torpezas.

Ellos tuvieron el honor de sufrir durante nueve meses en la cárcel Mamertina, donde no cesaron de predicar el Evangelio y convirtieron a varios soldados, sus guardianes.

Finalmente, fueron condenados: San Pedro, como judío, a ser crucificado, y San Pablo, en calidad de ciudadano romano, a ser decapitado.

3°. San Pedro fue conducido al monte Janículo, donde le esperaba su cruz. Pero el humilde Apóstol pidió y obtuvo el favor de ser crucificado con la cabeza abajo, juzgándose indigno de ser puesto en cruz de la misma manera que su divino Maestro. No cesó de predicar y de alabar a Jesucristo y de consolar a los fieles hasta que entregó su alma a Dios.

4°. San Pablo fue conducido por el camino de Ostia hasta el lugar llamado Aguas Salvianas. Allí se arrodilló, se ofreció a Dios y recibió el golpe de muerte que le hizo entrar en posesión de los bienes eternos.

Estaba satisfecho el deseo formulado en otro tiempo por este generoso atleta: “Estoy pronto, no sólo a ser encadenado, sino también a morir; por el nombre del Señor Jesús” (Hech., XXI, 13). Se dice que al caer su cabeza dio tres saltos y que en cada uno brotó una fuente.

También se dice que, en vez de sangre, salió de su cuello un arroyo de leche. “No hemos de asombrarnos—dice San Ambrosio—si el que como tierna nodriza amamantó a los fieles y los alimentó con la purísima leche de su doctrina, al morir derramó leche más bien que sangre”.

Por último, honremos con júbilo, en unión con la santa Iglesia, a estos dos Príncipes de los Apóstoles, y rindámosles nuestros humildes homenajes como ellos merecen. Invoquémoslos, pidiéndoles que nos protejan y nos ayuden a llevar una vida santa.

Para ello tendremos que escucharlos dócilmente, porque son nuestros Doctores y nuestros Maestros en la fe, y son nuestra regla, en sus ejemplos, y también en sus divinos escritos. Sigamos sus consejos e imitemos sus virtudes; ellos son nuestros guías más seguros y nuestros perfectos modelos.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Mons. Martin Davila Gandara