Frutos dignos de Penitencia

“Viene Juan predicando un bautismo de penitencia en remisión de los pecados” (Lc., III, 3)

Oigamos al Precursor de Jesús predicando en el Jordán y diciendo aquellas palabras: “Haced frutos dignos de penitencia”.

Necesidad de la penitencia.

Consideremos que solamente hay dos caminos para ir al cielo: el de la inocencia y el de la penitencia. ¿Quién podrá llegar a él por el camino de la inocencia? Pues si no somos inocentes, sino pecadores, y tal vez muy pecadores, debemos de considerar seriamente que no nos podremos salvar sin hacer penitencia.

Es preciso llorar y padecer voluntariamente, o llorar y padecer forzosamente durante toda una eternidad. Todo pecado debe ser castigado, o por la justicia de Dios, o por la penitencia del hombre.

Dios, por su infinita misericordia, quiere dejar los intereses de su justicia en nuestras manos, con tal que los tomemos a nuestro cargo de buena fe; por fuertes que sean nuestros golpes serán más ligeros que los golpes del brazo omnipotente del Señor.

Dios es un acreedor a quien no se puede dejar de pagar; si no es ahora, será en la eternidad; pero si esperamos hasta entonces, nos cobrará con muchos intereses lo que le debemos.

¿Cuál de estas dos cosas nos parecen mejor? La penitencia de esta vida que es corta, pues acaba con la vida, que no es larga; es ligera, pues aunque fuese la mayor y más austera, comparada con las penas eternas que hemos merecido, son nada.

La penitencia de esta vida puede ser fructuosa y utilísima; un suspiro salido de un corazón contrito y humillado puede desarmar la ira de Dios; una lágrima vertida con verdadera contrición puede lavar todos nuestros pecados, por graves y muchos que sean.

Más la penitencia de los condenados es larga, pues es eterna; es grande, pues es de alguna manera infinita; es inútil e infructuosa, pues no lava los pecados ni justifica al pecador.

¿Cuál de los dos queremos hacer? Con un mar de lágrimas que vertieran los condenados no lavaran sus pecados; con una sola podremos ahora lavar los nuestros, y aún así, ¿no los lloramos?

Caracteres de la verdadera penitencia.

La primera condición: Es que debe ser de todo corazón.

Porque así como el corazón concibe el pecado, así el corazón debe destruirle; el corazón nos aparta de Dios, y el corazón nos debe volver hacia Dios.

Miremos si el dolor que hemos concebido de nuestros pecados ha precedido del fondo de nuestro corazón, o más bien somos de aquellos que, amando a Dios con la boca, tenemos el corazón lejos de El. Si decimos que nuestra contrición es verdadera, ¿por qué recaemos pocos momentos después de habernos confesado?

¡Quién podrá creer que hemos aborrecido el pecado sobre todos los males, cuando luego, después de haberlo destetado, nos hemos reconciliado con él, renovando nuestra amistad con el demonio con más fuerza que antes!

Las recaídas no son, en verdad, una señal cierta de no ser verdadero el dolor; pero cuando son frecuentes, y en pecados graves, y sin tomar los medios para no recaer, es mucho de temer que nuestro supuesto dolor haya sido superficial.

La segunda condición: Es de destetar de corazón todos los pecados mortales.

La gracia no borra ningún pecado si no los borra todos. El que no aborrece todos sus pecados, no aborrece ninguno por motivo de verdadera penitencia.

Por lo mismo, debemos examinar bien nuestra conciencia y miremos si nuestra penitencia ha sido hasta ahora defectuosa. Acaso ¿Aborrecemos todos nuestros pecados? ¿No tenemos predilección con algún vicio que domina nuestro corazón? ¿Cuánto tiempo llevamos sujetos a aquella pasión?

Resolvamonos a arrojar de nuestro corazón todos los enemigos de Dios; rompamos todas esas cadenas que tanto tiempo nos tienen como esclavos del demonio.

La tercera condición: Esquerer permanecer eternamente en gracia de Dios.

Aquel que aborrece verdaderamente el pecado, es el que está resuelto por todos los medios y muy de veras a destruirle.

Porque si no se evita las ocasiones próximas del pecado, realmente no se tiene verdadero propósito de dejarlo; porque el que ama la causa, ama el efecto, y el que ama el peligro, en él perece.

Por lo tanto: Es necesario restituir los bienes mal adquiridos, o el honor que hemos quitado; también es necesario resarcir los escándalos, satisfacer a los que hemos ofendido, reconciliarnos con los enemigos, no solamente con palabras y en apariencia, sino con los hechos y de corazón; es necesario, en fin, que tomemos venganza de nosotros mismos y castiguemos con la aflicción voluntaria el deleite recibido en ofender a Dios.

¿Hemos hecho así la penitencia de nuestros pecados?

Frutos dignos de penitencia.

Consideremos que San Juan el Bautista decía a los judíos (Lc., III, 8): “Haced frutos dignos de penitencia”; en este día, eso mismo nos dice el Señor, a nuestro corazón.

Por lo mismo, meditemos una por una esas palabras: cada una contiene una sentencia digna de nuestra atención.

Hacer penitencia, dice el Precursor. Pero, no basta cualquier penitencia; es necesario hacer obras de penitencia. Muchos hay que hablan de penitencia, pero ¿dónde están los efectos? Hacemos actos de contrición, en los cuales el corazón, tal vez, tiene poquísima parte; protestamos que queremos convertirnos, pero sin venir jamás a la ejecución.

Muchos, pues, hacen penitencia con las palabras, pero pocos con las obras. Si no, ¿dónde están los efectos de la penitencia? ¡Dónde el cambio o mudanza de vida? No basta hacer penitencia; es preciso que sea verdadera penitencia, y eso se ha de conocer por los frutos.

Hay muchos hombres que se parecen a la higuera del Evangelio, que estaba toda llena de hermosas hojas, pero sin fruto. Se acusan, piden perdón a Dios, prometiéndole todo y no cumpliendo nada; todo son hojas, exterioridades y apariencias de penitencia.

¿Está nuestro corazón trocado o cambiado? ¿Es verdadero el dolor de nuestra alma? ¿Es eficaz el propósito de apartarse del pecado? Miremos a nuestras constantes recaídas, y temblemos de nosotros mismos.

Otros, no contentos con las hojas, llegan a producir algunas flores de penitencia. Parece que están cambiados porque vierten algunas lágrimas y hacen algunos esfuerzos por la virtud; pero el mundo que aman, las ocasiones en que se enredan y los placeres que buscan, son como aires perniciosos que hacen secarse y caer estas flores, engañando las justa esperanza de ver nacer frutos de penitencia y de virtud.

Tampoco basta hacer frutos de penitencia; es necesario que sean frutos dignos de ella; esto quiere decir que debe de ser una penitencia proporcionada, en lo posible, a la majestad de Dios y a la gravedad y multitud de nuestros pecados.

Una penitencia tan imperfecta como la nuestra, acaso ¿es digna de la majestad de Dios ofendido? ¿será capaz de reparar las ofensas que le hemos hecho? Cuatro oraciones breves dichas con poca devoción, ¿tendrán proporción con la enormidad de nuestros delitos?

Satisfacciones tan cómodas y ligeras como las nuestras, ¿podrán borrar nuestra malicia e ingratitud para con Dios? Desengañémonos, que cuanto nos faltare de satisfacción a nuestra penitencia, tanto más tendremos que pagar en la otra vida.

Para concluir. Hagamos al Señor esta suplica: ¡Señor y Dios mío, tierno consolador y dulce esperanza de los lloran! Aquí nos tienes postrados a tus pies, deshechos en llantos por lo mucho que te hemos ofendido, y temblando por nuestra suerte a la vista de lo poco que hemos hecho en desagraviarte.

Ten compasión de nosotros, Señor, y perdónanossegún lo infinito de tu misericordia; que desde ahora te prometemos empezar una vida de verdadera penitencia huyendo del pecado y tomando todos los medios para permanecer en tu gracia.

Por último. Tomemos la resolución de servirnos de los medios que las luces de la gracia o los avisos de nuestro confesor nos propongan para evitar el pecado, si así, lo hacemos; entonces, experimentaremos la paz en nuestras almas.