La blasfemia contra el Espíritu Santo

“Fue presentado a Jesucristo un endemoniado que era mudo” (Lc., XI, 14)

El Evangelio del domingo tercero de Cuaresma, al comienzo del mismo nos describe como Jesucristo expulsó un demonio que era mudo, y una vez, que quedo libre aquel hombre, pudo hablar.

Ante este hecho, el pueblo sencillo admira el prodigio y tributa a Jesús un coro bendiciones. Pero en cambio los escribas y fariseos llenos de envidia lanzan una blasfemia contra el Señor diciendo que arrojaba a los demonios por virtud de Belcebú su jefe.

Precisamente de este terrible pecado vamos a tratar en este escrito.

Nuestro Señor Jesucristo dijo: “Cualquier pecado y cualquier blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no se perdonará” (Mt., XII, 31).

De esta enseñanza se desprenden dos verdades, una consoladora y otra espantosa:

Verdad consoladora. Debido a que es un perdón prometido a nuestros pecados, aun el pecado de blasfemia, que es uno de los más graves, porque, no sólo ofende a Dios en su ley, sino que lo pisotea directamente en su majestad. Sin embargo, todo pecado se perdona con tal que—esto por supuesto—el hombre se arrepienta de sus culpas.

Esta promesa, es realmente consoladora para todo cristiano, puesto que, a todos, más o menos, nos consta haber pecado, que, si Dios no abriese ampliamente los brazos de su misericordia, irremediablemente nos perderíamos. Animémonos, pues, y no nos dejemos abatir por la memoria de nuestros pecados por graves que sean.

Verdad espantosa. Sólo un pecado no se perdona, y es el de la blasfemia contra el Espíritu Santo. ¿Y por qué no se perdona? Porque ella produce la cangrena en el alma, extinguiendo la fe en sus mismos manantiales y por lo mismo, hace imposible el arrepentimiento, que es condición indispensable para el perdón. Siendo esta, una enfermedad que no hay modo de curarla porque no puede aplicársele el remedio.

Pero, ¿en qué consiste esta terrible enfermedad? Consiste en la oposición sistemática a la verdad conocida; en el esfuerzo libre y conscientemente hecho para impedir que ella nos conquiste; o sea es una locura insensata de crearnos deliberadamente obstáculos que nos impidan ver la luz que, a pesar nuestro, hiere nuestra mirada.

Tenemos de ello un ejemplo en el hecho referido por el Evangelio. Jesús obra un prodigio; sus adversarios, no pudiendo negarlo, lo atribuyen al diablo. Al diablo, sí, puede atribuírsele un milagro; a Dios, no.

Ellos negarán siempre obstinadamente y contra toda evidencia. Si Cristo dijese: “Es el mediodía” cuando el sol calienta con toda su fuerza, ellos cerrarían los ojos y dirían: “No, no es verdad. Ahora es medianoche y nos rodean las más espesas tinieblas”.

Dios mismo queda desarmado ante estas almas firmemente resueltas a no creer. Están ya heridas de muerte, y su insensibilidad y dureza es el más terrible de los castigos. Pero, ¿es posible llegar a tanto? Lamentablemente sí. Tamaña ciega perversidad brota también de las profundidades insondables del corazón humano.

Ahí tenemos el ejemplo de los fariseos. Los milagros repetidos y solemnes conmovían a las muchedumbres y arrastraban hacia Jesús las almas rectas y sinceras. Ellos, en cambio los explicaban como obra diabólica para no verse obligados a reconocer el poder soberano de Jesús y su dignidad mesiánica.

Como ellos, tenemos muchos en el seno del cristianismo. No quieren la luz; al contrario, huyen adrede de todo aquello que podría ilustrarlos y moverlos, o despertar al menos la duda en su corazón; se agarran a periódicos, libros, compañeros que puedan favorecer o reforzar su obstinada incredulidad.

Desprecian y ridiculizan sistemáticamente todo cuanto se refiere a la religión; todo su afán está en apartarse de Dios y de su Iglesia; y rechazan como venido del enemigo cualquier llamamiento a su mente, a su corazón a su conciencia por parte del cristianismo. Buscan exterminar a toda costa la infame hidra religiosa que, a pesar suyo, rebrota continuamente en su espíritu.

Esto es más o menos lo que les ha sucedido a los judas cabecillas que han comandado el modernismo en tiempos anteriores al vaticano II, en el tiempo de ese mal llamado concilio, y después de él, en nuestros tiempos.

¡Ah, este pecado es ciertamente incurable! ¡qué Dios lo aparte de nosotros! Ya que mala cosa es caer; pero agarrarse tenazmente a la tierra y no querer que otros nos levanten es la peor de las locuras.

Por último, pidamos a Nuestro Señor, que nos de la gracia de la sensatez, para que nos abra los ojos como un día se los abrió a San Pablo, para salir o no caer en este terrible pecado de la blasfemia contra el Espíritu Santo.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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