La Divina Providencia

“No os acongojéis por la comida o el vestido”

En el Evangelio del domingo XIV después de Pentecostés vemos ¡Con qué tierna solicitud Nuestro Señor Jesucristo se aplica a hacernos comprender que no nos faltará el socorro divino y que nos conviene abandonarnos en los brazos de la Divina Providencia!

Por lo mismo, consideremos: 1. Lo que la Divina Providencia ha hecho por nosotros; 2. Con que confianza debemos abandonarnos a ella.

Lo que la Divina Providencia ha hecho por nosotros.

1. Vemos la Providencia de Dios en la creación y en el gobierno del mundo. Antes de crear al hombre le preparó un magnífico palacio; después lo creó a su propia imagen y semejanza, le dio las más nobles facultades y le colmó de bienes.

Todo lo que existe en el cielo y en la tierra, Dios lo hizo para el hombre; además, lo conserva y lo gobierna con infinita sabiduría y con orden admirable, tan bien, que nada sucede ni el cielo ni en la tierra si no es por orden o permisión de Dios.

Todos los sucesos de aquí abajo, las revoluciones de los imperios, las calamidades, los menores accidentes, todo, todo, está previsto y regulado por la Divina Providencia. Sin su permiso, no cae un pajarillo en tierra ni un cabello de nuestra cabeza.

Como buen padre ha provisto a todas las necesidades del hombre, y quiere que nosotros sus hijos nos entreguemos a Él plenamente. Ya que ¡Haría milagros antes que dejar que le falte lo necesario a uno de sus hijos!

Veamos lo que hizo por los israelitas en el desierto, por Elías cuando huía de la cólera de Jezabel. Por Daniel en el foso de los leones, etc.

2. Vemos la Providencia de Dios en la obra de la redención del mundo. El hombre, orgulloso e ingrato, se había rebelado contra su Creador y despreciado su amor. Entonces, como dice San Juan: “Amo Dios tanto al mundo, que nos dio a su Hijo Unigénito”. (Jn., III, 16).

Arrojado el hombre del Paraíso terrenal, anduvo errante por la tierra cubierta de cardos y de espinas. Dios, movido a piedad por su mísera condición, le preparó otro jardín, regado con la sangre de su Hijo, la Iglesia, donde, por los méritos de Jesucristo, y por medio de los Santos Sacramentos, sobre todo el de la Eucaristía, el hombre es purificado, fortalecido, consolado, alimentado, santificado y, desde allí, conducido al cielo, su verdadera patria.

3. A pesar de lo expuesto, hay algunos que dicen: Si Dios nos ama tanto, ¿por qué en la tierra estamos sujetos a tantos males? En verdad, todos estos males están previstos y permitidos por la Divina Providencia, cuyos designios nos son ocultos; más están permitidos para nuestro mayor bien espiritual.

Quiere Dios con eso despegarnos de las cosas terrenas, porque si aquí sólo encontráramos goces y felicidad, nos olvidaríamos de los bienes celestiales.

Quiere también, con los designios de su misericordia, forzar, mediante saludables castigos, a los pecadores a convertirse, y a los imperfectos a salir de la tibieza; quiere santificarnos, moviéndonos a la práctica de las virtudes cristianas, y con ello, hacernos merecer la corona eterna en el cielo. Por otra parte, Dios proporciona siempre sus gracias a las pruebas que Él nos envía.

Los malos, los incrédulos, los ignorantes o ingratos, se escandalizan, murmuran, acusan a Dios de injusticia y de crueldad, y Dios los soporta, reservándose su día. Pero los buenos le bendicen, se someten y se santifican. Ahí tenemos los ejemplos: de José, vendido por sus hermanos; Job, Tobías y tantos otros.

Cómo hemos de abandonarnos en las manos de la Divina Providencia.

Si pensásemos un poco más seguido en todos los beneficios recibidos hasta aquí de la Divina Providencia, ¡cuáles no serían nuestra gratitud y nuestra confianza en ella!

1. Con respecto al cuerpo. Cada uno de nosotros tiene un ángel de la guarda. ¡De cuántos peligros nos ha salvado! ¡Cuántos socorros nos ha traído!

De ello, Cristo preguntaba a sus discípulos: “¿Cuándo los envíe sin bolsa y alforjas, sin sandalias, les falto alguna cosa? Ellos dijeron nada” (Lc., XXII, 35).

Jesucristo también nos dice: “¿No os preocupéis diciendo, que vestiré o que comeré? Los gentiles se afanan por todo eso, pero bien sabe nuestro Padre Celestial que de todo eso tenemos necesidad; pues, buscar el reino de Dios, que lo demás se nos dará por añadidura” (Mt., VI, 31 y 32).

Así, pues, para todo lo que concierne a nuestro cuerpo, ya sea tocante al alimento o al vestido, o ya a la salud o a la enfermedad, a la vida o a la muerte, abandonémonos a la Divina Providencia.

2. Con respecto al alma. Contemos, si podemos, todas las gracias, los sacramentos, los medios de santificación recibidos. Cada uno puede decir con San Pablo: “Me amo tanto, que se anonadó así mismo por mi” (Gal., II, 20), y Cristo nos dice en San Juan:” Padre, quiero que donde yo este, estén ellos conmigo” (Jn., XVII, 24).

Estemos bien seguros de que Dios, en todo tiempo, en todo lugar y en toda circunstancia, nos dará siempre su socorro, para cumplir todas nuestras obligaciones y nuestros deberes de estado para llevar a cabo las buenas obras que nos encomendaré, y también, para soportar las cruces y vencer todas las tentaciones.

Ahí tenemos los ejemplos: de Abraham, José, David. E incluso si tenemos la desgracia de pecar, como dice San Juan I, V, 1: “Abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo”.

Abandonémonos, pues, a la Providencia con confianza y amor, en todas nuestras penas y necesidades espirituales y temporales. No abandonarse así a la Divina Providencia es dudar de su omnipotencia, de su sabiduría y de su bondad. Estos son los tres fundamentos de nuestra confianza y de nuestro abandono en manos de la Divina Providencia.

Concluyamos: Por tanto: Teniendo amor ardiente y gratitud perseverante hacia la Divina Providencia, que tanto cuidado tiene de nosotros; confianza ilimitada y abandono filial en todo lo que se refiere a nuestra alma y a nuestro cuerpo; cooperación fiel con la Providencia, ya sea respecto a nosotros mismos, ya sea respecto al prójimo:

Respecto a nosotros, haciendo todo lo posible para santificarnos y para permanecer tranquilos bajo las piadosas alas de la Providencia Divina. Respecto al prójimo, haciendo todo el bien nos sea posible.

Por último. Si hacemos esto, Dios nos recompensará generosamente.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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