La Eucaristía es la Suprema Epifanía de Dios

Jesús se hizo hombre para que, conociendo y palpando al Dios hecho visible, fuéramos arrebatados al amor del Dios invisible

La Epifanía significa manifestación; y se llama así la fiesta que celebra la Iglesia el día 6 de enero, porque Jesús, que nació oculto en la oscuridad de una gruta y al filo de la media noche, en este día quiso manifestarse al mundo, representado por aquellos tres misteriosos personajes venidos del Oriente.

Los Magos, con sus presentes simbólicos, proclamaron que Jesucristo no solamente era hombre, sino también afirmaron su realeza y adoraron su Divinidad.

El recuerdo del gran acontecimiento celebrado en este día nos trae a la memoria otros recuerdos y útiles lecciones; desde luego nos recuerda el celo solícito de Jesús en darse a conocer a todos, por medios tan suaves y eficaces. A los judíos que tenían fe, por un ángel; a los gentiles (o sea a los no judíos), por una estrella milagrosa.

Pero además de esta manifestación solemne, de esta Epifanía —por decirlo así— oficial, hay otras epifanías.

Como la manifestación que hace el Señor a un alma que por su gracia y providencia y de una manera íntima, con una exquisita delicadeza se va manifestando poco a poco, y va conquistando su amor, ampliando la soberanía sobre ella, hasta que el alma cae rendida y conquistada, exclamando como San Tomás Apóstol: “¡Señor mío y Dios mío!”, y entregándose a El en adoración absoluta y en holocausto supremo.

¡Ojala se pudiera hablar de estas epifanías íntimas! Pero no se puede, por ser un secreto de cada alma. Pero lo que si se puede afirmar es que las manifestaciones de Dios a un alma es distinta de cualquier otra; porque Nuestro Señor se acomoda admirablemente al modo de ser de cada alma, a su temperamento, a su carácter, a su educación, a todas las circunstancias que la rodean, y aun se podría afirmar que se adapta aún a sus pasiones, y a sus defectos, y a sus caídas.

La primera Epifanía de Dios a las almases la naturaleza misma. La creación es un libro inmenso en el cual todos podemos leer la grandeza de Dios, su poder, su hermosura, su bondad, su providencia.

El universo es como una grandiosa sinfonía que está entonando constantemente un cántico a la gloria de Dios. ¿Quién no siente a Dios en la contemplación de la naturaleza?

Así se explica como es que los santos cayeron en éxtasis a la contemplación de la naturaleza, como aquel que contemplando una florecilla del campo la increpaba, diciéndole: “¡Calla! ¡calla! ¡no me hables tanto de Dios, porque mi corazón ya no puede más!”

La creación nos habla muy alto de los atributos de Dios: de su poder, que todo lo ha creado de la nada; de su sabiduría, que todo lo ha dispuesto con número, peso y medida; de su belleza, porque todas las cosas “vestidas las dejó con su hermosura”; de su bondad, porque todos los seres del universo, desde los astros que pueblan el firmamento hasta las hierbas que tapizan la tierra, son un don que su bondad ha hecho al hombre, su criatura predilecta.

Pero ésta no es sino, la más imperfecta de las Epifanías divinas. La gran Epifanía de Dios ES JESUS. Así lo canta la Iglesia en el tiempo de Navidad: “Jesús se hizo hombre para que, conociendo y palpando al Dios hecho visible, fuéramos arrebatados al amor del Dios invisible” (Prefacio de Navidad).

Cuando vemos a Dios convertido en un Niño encantador que temblando de frío abre sus brazos para invitar a todos los hombres; cuando lo miramos adolescente en el taller de Nazareth, encalleciendo sus manos en el trabajo.

Cuando lo contemplamos haciendo milagros, recorriendo los caminos de Galilea, tostado sus rostro por el sol de Palestina, fatigado en busca de la oveja perdida; cuando lo admiramos agonizante en Gethsemaní y bañado en su Sangre en el Calvario, no hay corazón que no se sienta conmovido ante esa espléndida Epifanía de Dios.

Jesús es un libro en que el amor y el dolor, la grandeza y la pequeñez, en donde Dios y el hombre han escrito páginas sublimes. Jesús es la sabiduría divina deletreada en el lenguaje humano; es la bondad divina que apareció en medio de los hombres para que pudiéramos verla con nuestros ojos y palparla con nuestras manos.

Por eso, es de admirar que Cristo es el único hombre a quien después de veinte siglos se le ama todavía con un amor apasionado y heroico, con un amor lleno de pureza y de ternura, con un amor que supera a todos los hombres.

Pero, sin embargo, este Jesús, tal como nos lo reviven las páginas admirables del Evangelio, puede aparecer demasiado distante, lejano, remoto para muchas almas.

Por eso, se convierte en necesidad para el corazón que ama la presencia física del ser querido; el cual desea poder decir: ¡aquí está! Al que Necesitamos estrechar contra nuestro corazón al ser que tanto amamos.

Jesús realmente, ha satisfecho esa necesidad de nuestro corazón. Es por eso, que la suprema y gran Epifanía de Dios sobre la tierra es sin duda LA EUCARISTIA.

La Eucaristía que hace a Dios presente en medio de nosotros; de tal manera que, si recorriera el velo que encierra el misterio eucarístico, podríamos oír las palpitaciones de su corazón y la respiración anhelante de su pecho, podríamos sentir el calor de su ternura y la dulcedumbre de su mirada.

La Eucaristía es “Emmanuel”, Dios con nosotros; es el Dios familiar, es el Dios íntimo; es un Dios tan familiar que podemos visitarlo a cualquier hora del día y de la noche, porque siempre está dispuesto a recibir todas nuestras confidencias; es un Dios tan íntimo que nos lo podemos comer, introduciéndolo en nuestro mismo corazón.

Es un Dios que se ha acercado tanto a nosotros, que ha mezclado -por decirlo así- su grandeza con nuestra pequeñez, su bondad con nuestro egoísmo, su pureza con nuestra maldad, su santidad con nuestra miseria.

Esa unión de la gracia y comunión eucarística, a fuerza de repetirse, acaba un día por destruir todo lo malo que hay en nosotros y trasformarlo en todo lo bueno que hay en Jesús.

Por eso San Juan Crisóstomo no vacila en afirmar que Jesús se ha unido a nuestra carne mortal y ha confundido su Cuerpo con el nuestro, a tal grado que llegamos a ser una sola cosa con El, como lo es un cuerpo con su cabeza; porque éste es el gran deseo de los que se aman (Hom., 61 al pueblo antioqueno).

Unidos así con Jesús, ya no lo conoceremos como algo exterior, como cosa extraña, sino con ese conocimiento íntimo y experimental, semejante al que tenemos de nosotros mismos y de nuestra propia alma.

Que nos digan las almas eucarísticas dónde han conocido mejor a Dios si no es en esos momentos en que a solas al pie del Sagrario, o bajo la irradiaciones de la Hostia Santa, o en los momentos de la comunión eucarística, han hablado con Jesús, sin ruido de palabras, sin fórmulas preparadas de antemano, sino de corazón a corazón, en la unión más íntima y deliciosa.

Por último, recordemos que la Eucaristía es por tanto, la suprema y gran Epifanía de Jesús sobre la tierra, mientras llega la definitiva, la radiosa, la Epifanía eterna del cielo.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Navidad” del Rev. José Guadalupe Treviño