La firmeza en la autoridad y la conciencia de pecado en la educación de los hijos

Comencemos este escrito con la definición propia de la firmeza, que es la fuerza moral que encausa las energías hacia una meta claramente conocida y fuertemente anhelada, mediante la cual previene los desórdenes pequeños y grandes, o los reprime si ya se han producido.

La firmeza no es rigor, no es dureza, no es simple inflexibilidad; sino fuerza del espíritu, que emana más de las propias virtudes y del propio ascendiente habitual, y no movida por los arranques de las pasiones del momento. Es una fuerza del ánimo dirigida por la razón, para orientar a los niños por la senda del bien y obligarlos al cumplimiento de los deberes.

HAY DOS ESPECIES DE FIRMEZA.

1)Una firmeza saturada de bondad, que inspira a los niños un justo temor. Un cierto temor respetuoso es necesario para poder contrarrestar la ligereza y la liviandad de la juventud.

2)Otra firmeza que es tiránica y prepotente, que engendra odio.

Y esta no es firmeza útil en la educación, cuya firmeza que es inflexibilidad antinatural, contra la que se estrella cualquier ímpetu.

No lo es tampoco esa insensible frialdad que calma, por la única razón de su misma indiferencia.

Frialdad e indiferencia que producen la impresión de una ineludible fatalidad. Acaban, es cierto, por vencer toda resistencia y toda oposición, como las paredes y rejas de la cárcel dominan la irritación del preso. Y a decir verdad la irritación subsiste; se acalla por un momento porque siente la impotencia.

No hay peores corruptores de sus mismos hijos que los padres y madres fríos, duros y severamente impositivos.

El amor propio es también un terrible destructor de la verdadera autoridad y de la legítima firmeza.

FORMAS LEGITIMAS.

La verdadera firmeza debe tener dos caracteres especiales:

1)Firmeza de consejo, que no admite indecisiones, titubeos, debilidades.

2)Firmeza de voluntad y de carácter, es decir, un modo de obrar decidido y resuelto; moderado sí, pero inmutable en su moderación.

Esta firmeza produce cierta mezcla de gravedad y de dulzura, de benevolencia y de temor que infunde respeto e inspira sumisión.

En nuestros tiempos los casos de firmeza exagerada son verdaderas excepciones. Desgraciadamente el más común de los casos (el pecado universal de los padres modernos) es la falta de firmeza, es su debilidad, su complacencia, su condescendencia, es ese derretirse frente a las pequeñas tiranías de los niños, ese sentimentalismo ridículo que se emociona por todo, mientras el niño crece como un auténtico déspota.

El niño que no obedece, manda; y manda como una de las divinidades antiguas: pide sacrificios humanos, y sobre el altar del ídolo del hijo (¡cuando son hijos únicos!) deben sacrificarse frecuentemente los padres.

La visión clara de los fines es condición indispensable para lograr firmeza en la autoridad. Pero a la vez surge un problema real, ya que la autoridad y la obediencia no es cuestión de técnica, sino de conciencia. Y como tal entra, de lleno, en el terreno religioso. Y el materialismo naturalista y laico, al pretender destruir el orden religioso, ha minado la obediencia y fomentado la rebeldía.

Ahora examinemos con mayor detención los defectos más comunes de los padres y de los hijos.

Ya que el problema, no está solamente en los padres, ni en sus hijos; hay una tesis de fondo de la cual no se quiere hablar y es la que disminuye y socava los cimientos de la autoridad y hace a sus hijos reacios a la obediencia. Esa causa íntima y profunda es la realidad del pecado.

Si, no existe en las tiernas conciencias el concepto del pecado, es muy difícil obtener una verdadera obediencia; aquí hablamos de una obediencia formativa, no de un cierto orden exterior, al que por necesidad misma de la vida, a la corta o a la larga, los niños deben someterse.

Tal vez se preguntaran: ¿Qué tiene que ver el pecado o la conciencia del pecado con la firmeza de la autoridad?

Tiene que ver mucho y, quizá, todo. ¿En nombre de quién hablarán los padres a sus hijos para que sean obedientes? Esto debido a que la obediencia aparece, inmediatamente, al niño como yugo, como una imposición exterior, que menoscaba su libertad, limita sus gustos, y hasta priva de lo que él más quiere.

 Además ve que otros hacen, con permiso o anuencia de su padres lo que a él le está prohibido y a pesar de eso, son o aparentan ser felices y divertirse.

Estas situaciones contradictorias que estallan en forma de crisis en la adolescencia, aparecen ya, desde los primeros años, en la mente del niño.

Si este problema no queda resuelto en la conciencia del niño no se debe de hablar de autoridad, ni de obediencia perfecta; mucho menos de obediencia reformadora de la vida de los niños. Tal vez todo lo soportarán, hasta que puedan escapar al imperio de las circunstancias. Constituye en ellos un esperar ansioso el momento de la libertad. Y todo lo que le hayan enseñado y exigido, como está adherido al concepto de obediencia, cuando ésta desaparezca, desaparecerá también aquello.

Aquí tocamos necesariamente un problema de fondo: es decir el fundamento de la moral humana.

RAZÓN DE LA OBEDIENCIA.

¿Por qué debe de obedecer el niño? ¿Nada más porque es niño? O ¿Solamente porque los que mandan son los padres?

Entonces sus padres… que no tienen quien los mande, son absolutamente libres de hacerse todos sus gustos… Entonces los hijos, cuando ni tengan más quien les mande, o si pueden burlar su vigilancia ¿pueden permitirse los gustos que se permiten los mayores que no están sometidos a la obediencia?

Tal vez alguien dirá: “Es que yo les inculco el deber por el deber, que es la forma más alta de moral humana”.

Pero el deber, ¿quién lo hace sentir como tal? ¿Por qué es deber, es decir, por qué debo hacerlo? ¿Quién me hace sentir que es deber? ¡Porque hay tantos que proceden diversamente de lo que deben!…

Jamás se podrá explicar la verdadera obligación moral de las conciencias por la sola ley humana, o costumbres sociales, porque por ser tales pueden cambiarse, y si pueden cambiarse, ¿quién nos impide cambiarlas?

Luego la obediencia o es un yugo hecho nada más que para comodidad de los padres, o es el antojo de ellos, como dicen frecuentemente los hijos.

Alguna persona tal vez objete: “Los chicos no piensan tanto. Porque se esta haciendo un resumen de filosofía moral, y supone que los chicos hagan los mismo, cuando no saben leer”.

En parte tal vez tengan razón, porque estamos tocando una verdad fundamental de filosofía moral, desgraciadamente muy olvidada: el fundamento eterno e inmutable del orden moral. Pero para negar que los niños, a su modo, no se hayan planteado estas cuestiones hay que haberse olvidado mucho de lo que cavilábamos cuando éramos pequeños, y hay que estar muy ajenos a lo que piensan los niños.

Ahora bien, si tenemos la habilidad de proponerles estas cuestiones nos contestarán con más sinceridad que un profesor de filosofía, porque el niño todavía no tiene intereses que lo mareen y le impidan ver la verdad. Su lógica es simple y recta.

No hace mucho, hubo una escena en que un niño de ocho años se plantó decidido delante de uno sus maestros y le dijo con expresión cortante: “Dígame, señor, ¿soy yo libre o no soy libre?” el profesor le contestó, -desde luego que eres libre; y replicó el niño –pues entonces ¿por qué me quieren mandar a cantar?

Esto, que es un episodio gracioso, no nos dice tanto como las cavilaciones de los chicos cuando son contrariados en sus gustos por la obediencia.

Los niños deben, pues, conocer la obligación moral de la obediencia. Sin ella no hay, tampoco, verdadera autoridad.

Se debe, buscar la ley suprema, brotada del Supremo Legislador, ante la cual son iguales los padres y los hijos: Y los hijos deben obedecer por las mismas razones por las que los padres deben mandar. Cuando falta esta conciencia religiosa, todo cuanto se pretenda hacer es inútil.

EL PECADO DE DESOBEDIENCIA.

Con los niños que, interiormente, piensan en contra de sus padres ¿podrán, desarrollar una amplia obra de formación? Más; con niños que soportan la lucha interior de que a sus padres los deben de amar; y por otra parte, no entienden la autoridad de los padres, o a los que creen imperfectos y defectuosos, es decir, antojadizos, caprichosos, impositivos, torturadores por el solo hecho de que hacen sentir su autoridad, ¿podrán, sinceramente, mantener ese régimen de amor y de confianza que necesitan para realizar su obra en sus almas?

Es necesario, pues, que tengan un aliado en el interior de las conciencias y que, al ejercicio de su autoridad que ese un derecho y un deber suyo, acompañe una convicción de las mentes de los que deben mandar y deben entender sus ordenes; y una conciencia moral que les grite interiormente la necesidad y el deber de obedecerles.

Ahora bien: si los niños no tienen la convicción de que Dios les manda la obediencia, de que esa voluntad de Dios se ejerce igualmente para todos: para él como para sus padres, ahora, mañana y siempre, ¿Con qué suplirán esas convicciones o cómo educarán su conciencia?

Si el niño posee una amplia formación religiosa, si aprendió a amar a Dios, a obedecerle, respetarle, y, sobre todo, del corazón de la madre aprendió el odio al pecado que es ofensa de Dios, que es traición al Amigo de su alma, que es la negación de aquel Dios que es Amor y que tanto nos ama, si el niño sabe lo que es ultrajar a Dios que nos ha amado creándonos, y enviando a su Hijo para perdón de nuestros pecados; si el niño fue educado en la amistad con ese Jesús que expió esos pecados y nos obtuvo nuevamente la amistad con Dios por la dolorosísima muerte de Cruz, comprenderá todo el valor de su obediencia. El niño que hace frecuentemente oración con su madre y su padre, y vive del pensamiento de Jesús; el niño que a la luz de estas eternas verdades va educando su conciencia aún inexperta, que se abre ingenua y serena a la fidelidad para con las obligaciones morales; el niño, así educado, estimados padres, no puede presentar grandes resistencias a la obediencia. Tendrá, naturalmente, esos pequeños momentos en que la pasión, que en ellos también se hace sentir, choca contra lo que dicta la conciencia. Podrá, en un determinado momento, rebelarse, porque no es tan fácil dominar el propio temperamento, pero no perderá en concepto de la legitimidad de la obediencia y tendrá, en sus principios religiosos, el regulador automático de su conciencia. Cuando se ponga a reflexionar, no seguirá pensando como muchos en la ilegitimidad de la imposición, sino que encontrará en el fondo la conciencia de haber violado una ley de Dios, y, naturalmente, tendrá que orientarse hacia lo que Dios ha establecido en la vida humana como leyes universales.Encontrará que el camino de la obediencia es el camino de la verdad, que él no puede cambiar. Sentirá el atractivo de la pasión, podrá defeccionar; pero sabrá que ha violado una ley, que ha ofendido a Dios que quiere nuestra vida perfecta, que debe humillarse, que debe arrepentirse, y ese arrepentimiento y esa humillación repetidos van educando, precisamente, la conciencia a la fidelidad y al ajuste con la ley que está por encima de él, de la cual no puede independizarse, porque tendrá que dar un día cuenta de sus actos.

Vean, Padres, que con esta estructura interior de la conciencia de un niño, ustedes, tienen ya solucionado en gran parte el problema de la obediencia: ¡Cuántos padres, si en vez de sufrir inútilmente las desobediencias y de cansarse para obtener sumisión y respeto, le enseñaran las obligaciones religiosas, ydieran al niño los fundamentos sólidos de una vida moral interna, obtendrían así la obediencia en virtud de las convicciones de su propio hijo! Si los padres pusieran a sus hijos más en contacto con Dios, por un acercamiento personal y amoroso, verían que el camino del cuarto mandamiento les ahorra a ellos muchísimos dolores de cabeza. Y que, en ese cuarto mandamiento vivido, encontrarán uno de los mejores medios formativos de sus hijos.

LOS MALES DEL LAICISMO

Ahora, estimados padres, nos podemos dar cuenta y, medir, el mal que hace en los hogares el laicismo que nos ha preparado madres y padres incapacitados para hablar a sus niños de Dios, de dar a las conciencias de sus hijos los únicos eternos fundamentos de una sólida moral interna, que reforme intrínsecamente sus vidas. Ahora podemos medir el mal que hace el laicismo al quitar de la sociedad y de los individuos la clave que todo lo explica en la vida humana: Dios, que es, al mismo tiempo, el Único que nos puede dar los cimientos seguros, en su Voluntad divina, para edificar nuestra pobre, débil e inconstante personalidad humana.

Estimado padres, reflexionen un poco, y también los que se hacen llamar cristianos. Piensen, al contemplar la vida de sus hijos que se van abriendo a las primeras verdades, si les dan conceptos morales, cimentados sobre la única piedra sobre la cual podemos edificar, que es Dios.

Piensen si no han perdido el tiempo, paciencia y hasta salud, exigiendo lo que la conciencia de sus niños no comprende que debe darles, porque no siente sobre sí una ley superior.

Piensen si la deficiente formación religiosa no es la causa de los defectos que tanto les hacen sufrir.

La conciencia del pecado, es decir, de la ofensa hecha a Dios por nuestros actos no cumplidos según su divina ley, es indirectamente el mejor aliado de su autoridad.

Ustedes padres, saben que deben mandar y deben exigir la obediencia porque Dios así lo manda; y sus hijos obedecen porque sienten sobre sí la misma ley que gravita sobre ustedes: entonces desaparece de la obediencia toda consideración humana o utilitaria que tanto desacredita la obediencia en chicos y grandes. Para aparecer en el fondo la obediencia común (tanto en el que manda como en el obedece) a otra ley superior ante la cual deben dar cuenta ambos. Esto es de una fuerza maravillosa e insospechada en las almas, y realiza una obra de perfección espiritual profunda.

La obediencia será tanto más efectiva y transformadora en sus hijos, cuanto más dúctiles se vuelvan ellos en sus manos por la comprensión y el sometimiento a la Ley de Dios.

El horror al pecado que habrán aprendido de ustedes será en ellos el resorte poderoso que los obligue a someterse al imperio suave de su corazón.¡Ya que es muy difícil mandar a quienes no tienen conciencia!

Muchos padres, superficiales o agitados, buscan la solución inmediata de los problemas; quieren y exigen, a veces, soluciones al momento. En la educación no hay nada al momento ni al contado: todo es fiado. Se debe sembrar con sacrificios, fiando al porvenir la germinación y la cosecha. Pero a los padres se les pide que sepan sembrar. Por eso se debe fiar la cosecha al futuro. La tarea del presente no debe de consistir en querer solucionar las desobediencias en forma inmediata. Ya que los padres suelen ser la causa más importante de las desobediencias. Muchas madres y padres castigan en sus hijos sus propias faltas.

Porque no tiene ascendiente, no les dan el espectáculo de una vida soberanamente equilibrada; no les han hablado con calor de Dios Nuestro Señor; no han vivificado sus tiernos corazones con el amor de Cristo, no hay hecho sentir toda la belleza de las verdades religiosas en las conciencias de sus hijos, y pretender obtener así la obediencia a sus órdenes. La obediencia no se improvisa, debe ser preparada.

Si los niños no entienden qué debe hacerse, o no entienden que deben obedecer, es inútil que nos cansemos pidiendo la obediencia. Hay que iluminar primero sus espíritus; aclaren sus conciencias, y ya será más fácil ayudarles a vencer sus propias ardientes pasiones: que a eso es, en primer lugar, hacia donde debe ir encaminada la obediencia. Con el egoísmo de personas mayores piensan subconscientemente que la obediencia es el medio de hacer cómoda la educación, y no se piensa que la obediencia es el instrumento que se debe emplear para ayudar a los niños a que triunfen de sí mismos.

La obediencia, si se quiere alejar del sentido del cuarto mandamiento, pierde toda su fuerza formadora. Y, sin embargo, no puede pretender, de ninguna manera, hacer obra educativa, intrínsecamente reformadora, sin la obediencia.

Por último, se impone, pues, un examen de conciencia que ponga de manifiesto con claridad el valor humano y sobrenatural de esta virtud de la cual Cristo nos dio tan gran ejemplo.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro “Paternidad y Autoridad” del P. Eduardo Pavanetti sacerdote Salesiano.

Mons. Martin Davila Gandara