La Importancia de la Salvación del alma

“Andad también vosotros a trabajar a mi viña, y os daré lo que fuere justo” (Mt., XX, 4).

Con el Tiempo de Septuagésima comienza la Iglesia el segundo ciclo del año eclesiástico. El ciclo de Navidad está centrado en el nacimiento del Salvador; el siclo de Pascua en su Pasión y Resurrección.

En uno y otro ciclo se trata del mismo tema; es decir, de la trasformación radical de nuestra vida con la venida de Cristo a este mundo. Éramos pecadores y enemigos de Dios, y Cristo ha hecho de nosotros hijos de Dios, que participan de su propia vida; y con ello, nos hemos convertido en coherederos de su reino.

La Navidad es la salvación que baja de lo alto, y la transformación de nuestra vida por el misterio de la encarnación del Verbo. Mientras que la Pascua es la redención de los hombres, adquirida al precio de la cruz. Aquí, el Salvador entra en lucha con el demonio y las potestades del mal para triunfar, aplastar a Satanás, resucitar glorioso y llevarnos consigo a la patria celestial.

Así, pues, el periodo litúrgico que se abre con Septuagésima y que se extenderá hasta el fin de la Cuaresma se presenta como un período de lucha y esfuerzos que debemos afrontar con Cristo y que terminará, gracias a Él, con la victoria y la alegría triunfal de la Pascua, en la tumba de Cristo brotará la vida nueva de los bautizados, resucitados con Él.

La Septuagésima es el preludio de Cuaresma, cuya austeridad y carácter penitencial anuncia. Aún no se impone el ayuno y la abstinencia; pero ya es morado el color de los ornamentos y se suprimen los cantos de júbilo, el Gloria y el aleluya.

En este domingo se lee en el evangelio la parábola de la viña del Señor. La Iglesia nos exhorta con este símil, a la importancia que le debemos de dar a la salvación del alma en todos los tiempos y en todas las edades.

LO QUE SIGNIFICA LA PARÁBOLA

Es justo que expliquemos esta parábola de la viña; el padre de familias representa al Padre Celestial: la viña es figura del cristiano, el cual está obligado a trabajar por el bien de su alma, esto es, por su salvación.

El precio convenido es la salvación eterna que se nos ha prometido: las diversas horas en que cada uno es llamado al trabajo son los diferentes tiempos de la vida que deben dedicarse a la obra de la salvación; es decir, que unos se convierten antes, y otros más tarde: y el fin del día significa el fin de nuestra vida. En la viña del Padre de Familias; esto es, en la salvación de nuestras almas.

A continuación, vamos a considerar la importancia de nuestra salvación.

¿CUÁL ES EL FIN DEL HOMBRE? ¿QUÉ MEDIOS PRACTICAN LOS HOMBRES?

El último fin del hombre es obrar su salvación por la gloria de Dios. Todos los cristianos aspiran a este fin; pero muy pocos toman las medidas convenientes para llegar a él.

Vemos algunas personas que tienen un gran espíritu, un gran juicio, mucha ciencia, y que pudieran merecer grandes coronas para la eternidad, pero se extravían acumulando bienes terrenales, como casas, coches, dinero, y búsqueda de herencias etc., al paso que otros, con muy poco espíritu, y aún con menos ciencia, conquistan el paraíso, y se construyen una habitación entre los santos y bienaventurados.

Por lo mismo, consideremos que Dios quiere conducirnos al cielo, no por nuestro gran espíritu ni por las ciencias sublimes, sino por la práctica de las buenas obras; por esta razón debemos trabajar primeramente con mucha eficacia para conseguir nuestra salvación.

¿QUÉ OBRAS SE DEBEN HACER PARA SALVARSE?

En efecto, hablando la S. Escritura del paraíso y de la gloria del cielo, trata de esto como del alquiler de una casa o de una heredad, para enseñarnos que si queremos salvarnos nos es indispensable trabajar, sembrar y combatir, así como dice S. Pablo en I Cor. III, 8: “Cada uno llevará la recompensa según su trabajo” y en Galat. VI, 7: “Lo que hombre sembrare, eso cosechará”.

Un empleado que no haga mal alguno, pero todo el día, y todo el año, ha estado en continua holganza, ¿se atrevería a pedir su salario? Consideremos aquí nuestra vida, veamos en que empleamos el tiempo desde la mañana hasta la noche, y del comienzo del año hasta el fin.

¿Qué trabajos hemos hecho para Dios, o qué limosnas sembramos en su seno? Pues el fondo y la tierra en que sembramos las limosnas y las obras de caridad son el seno de Dios. ¿Contra qué tentación peleamos? Muchas veces no reparamos en gastar nuestro dinero en comilonas y otras diversiones peligrosas, y no daremos una pequeña limosna cada semana a los más necesitados.

Y otras veces, nos dejamos llevar de todas las tentaciones que nos presentan; les damos mucha libertad a nuestros sentidos; contentando en todo a nuestra sensualidad; y con ello, va a ser imposible que se pueda recibir el salario, la cosecha, la siega, que es la corona que ha preparado Dios a sus siervos fieles.

NO TENEMOS MAS QUE UN NEGOCIO, EL DE SALVARNOS.

Esto es lo que el hijo de Dios enseñaba a santa Martha, diciéndole que se afanaba demasiado, y dividía sus cuidados en cosas diversas, cuando lo único necesario es Dios y la salvación.

En los fieles de la Iglesia hay diversas vocaciones y diferentes profesiones; uno es el de comerciante, campesino, obrero, Dr., Lic., etc. Pero si hemos de decir la verdad, no existe otro negocio más importante, sino únicamente el de nuestra salvación; los demás en comparación de este no son sino entretenimientos y juegos de niños.

SÍMIL DEL CRIADO QUE SE DISTRAE.

Dice S. Juan Crisóstomo, que el mal está, en que nosotros hacemos lo que los malos criados, que, enviándolos sus patrones a algún recado o negocio de importancia, ellos se entretienen y distraen en cualquier otra cosa.

Muchas veces nosotros hacemos lo mismo: Dios nos ha enviado a este mundo para trabajar en nuestra salvación, y nada de esto hacemos, sino que nos entretenemos en todo, descuidando lo que más importante; y cuando llega la muerte y el juicio de Dios, entonces nos hallaremos sin virtudes, sin méritos, y tal vez cargados de miles pecados y abominaciones.

DEBEMOS DEJAR LO PELIGROSO Y ATENERNOS A LOS MAS SEGURO.

La razón y la experiencia nos dice que cuanto mayor es la pérdida, tanto más se teme el peligro de que suceda: y cuanto más terrible es un mal más se procura evitarlo. Acaso ¿no es la mayor pérdida perder el reino de los cielos y la posesión de Dios? ¿No es un gran mal ser condenado al suplicio eterno, y arder en el infierno? Por lo mismo, es necesario evitar no solo el peligro, sino aun la sombra y la menor apariencia de caer en él.

Por eso el Evangelio y todos los santos con sus palabras y ejemplos condenan la ambición, el lujo, el apego a los bienes de la tierra y las diversiones mundanas, no se puede dudar que en esto haya a lo menos peligro para la salvación, y que nos exponemos a condenarnos.

¿No será lo más seguro en un negocio tan importante evitar todas esas cosas, y practicar lo que nos enseña el Evangelio, los santos Padres y los predicadores? Todos ellos nos dicen que el camino más seguro para ir al cielo es tener una vida cristiana, devota, caritativa y penitente.

Aunque también, habrá sectas o lisonjeros que nos digan que no es necesario ser tan severos, que no somos monjes o ermitaños, que no es gran mal querer enriquecerse, gustar de la vanidad, y pasar la vida en las diversiones mundanas, ¡ay de nosotros si les creemos!

Porque acaso ¿no nos estaremos privando del sano juicio, por dejar lo cierto por lo incierto, y el camino estrecho de la vida cristiana por la senda ancha de la perdición? Si somos prudentes. Debemos escoger los medios más convenientes que nos aseguren la salvación y felicidad eterna de nuestra alma.

DEBEMOS APLICARNOS DE VERAS A ESTE NEGOCIO.

La verdadera razón por lo que tantas personas desean salvarse, y tan pocas lo logran, es porque son pocos los que aplican de veras a este negocio el más importante que es la salvación, o porque solo tienen deseos lánguidos y proyectos imaginarios.

Es necesario, pues, aplicarse de veras a este negocio. Por lo mismo, debemos analizar seriamente lo que nos estorba para hacer las obras que lleven a la salvación, y apartarlo de nosotros: ya sea el mal hábito de jurar, o las malas compañías, o una ocasión próxima de caer en pecado; o el no ser muy asiduos a la confesión, o a la oración propia de un cristiano.

Por eso es necesario seguir el aviso de S. Pablo, el cual quiere que trabajemos eficazmente en el negocio de nuestra salvación. Lo que debemos salvar es nuestra alma; no tenemos sino una: si la perdemos, todo se ha perdido para siempre, sin remedio, sin recurso y sin esperanza.

Quiere el santo que trabajemos con temor y temblor: ¿Qué temor más racional que el de perder el reino de los cielos y la posesión de Dios? Si tú, hombre de tanto espíritu, si no tienes este temor, no tienes juicio, eres un insensato.

Por último, hermanos míos, busquemos lo más seguro, vivamos santamente toda nuestra vida; y además digamos con el rey David: “A ti, Dios mío, pertenece el dar la salvación. Por mí no puedo sino perderme y precipitarme en el pecado”. Te pedimos Señor humildemente tu divina gracia, y que, fortalecidos en ella, logremos la muerte de los justos para poder bendecirte y alabarte eternamente en el cielo.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Colección de Pláticas Dominicales” por San Antonio María Claret.