LA PATERNIDAD 2DA. PARTE
EDUCAR ES PREPARAR PARA LA VIDA.
La educación de la persona humana, “su elaboración”, por decirlo así, es una empresa sumamente delicada, difícil y artística.
Es el arte de las artes: es un verdadero sacerdocio. Los padres son personas separadas, consagradas, dedicadas principalmente a esa obra de colaboración divina. Por eso la paternidad se asemeja a un sacerdocio.
Y siendo la educación arte y sacerdocio, requiere en el educador condiciones de artista y sacerdote; es decir, almas desinteresadas, olvidadas de sí mismas, “consagradas a un ideal”, y adoradoras y esclavas de ese ideal. Almas que vean lejos, y sientan hondamente y quieran con querer de hierro. Esto, sólo lo da el amor y el amor paternal, el amor abnegado, el amor sacrificado, el amor crucificado, que es amor divino.
Por eso Quinet pide al educador que se esfuerce por realizar en sí un ideal de justicia y de santidad.
El filosofo pagano Quintiliano exige que sea un varón santo, añade: “que sea un hombre de la más grande austeridad; siendo necesario que sea irreprensible y puro de todo vicio”.
Y el mismo filosofo enseña que los “tiernos años de los niños deben ser cuidados por la santidad de los que les enseñan”.
Ahora preguntemos: ¿los padres se habrán alguna vez interrogado con sinceridad y angustia si tienen la santidad de vida que exige sus hijos para ser formados bien?
¡Cuántos hijos no son más que el monumento vivo a los vicios y defectos de sus padres!
Miren padres, que esto es muy serio, ya que lamentablemente se vive demasiado distraídos y alejados espiritualmente de sus hijos. Es la riqueza de sus condiciones personales la que constituirá en ustedes la gran fuerza educadora. Los niños piensan mucho más de lo que ustedes sospechan, ellos los observan y los juzgan. Si, en realidad los juzgan, ¡Si oyeran, a los niños de 9 años en adelante, como juzgan a sus padres, realmente se estremecerían! Ahora bien, cuando un padre es juzgado por su hijo, ¿tendrá el ascendiente moral y espiritual para ser educador? Esto quiere decir que ese niño vivirá completamente huérfano de padre. ¡Cuantos niños y niñas viven en esa orfandad en que los sumen ustedes padres por su incuria en la formación de su carácter!
Un padre no debe brillar ante sus hijos hipócritamente, sino sincera y lealmente, como el modelo de los hombres. Sí así no fuera, ¿qué derecho tiene de hablar? Y si le falta el derecho de hablar es porque carece de autoridad moral, ¿qué significa en la vida de sus hijos? No siempre las madres pueden llenar el vacío que dejan ustedes padres.
PADRES AUN ESTÁN A TIEMPO, NO TODO ESTA PERDIDO
Algunos de ustedes se estarán diciendo: “¡ya es demasiado tarde!” y les respondemos que no. Si se precian de ser hombres de voluntad, su inteligencia les señalará el camino, y su amor a los hijos les dará fuerzas, su sentido de la responsabilidad les hará cargar con decisión de su cruz de corrección personal y llegarán a obtener, por su propia reforma, la reforma de sus hijos, en lo cual consiste toda educación.
¿Y cuáles son, pues, esas cualidades que debe adquirir un padre?, me preguntarán.
La educación como la redención de las almas, es una obra de larga paciencia. Las trasformaciones de las almas son lentas.
Instruir incasablemente, alentar invariablemente, consolar continuamente y perseverar infatigablemente.
Para ello necesitarán una gran paciencia y dominio de sí mismo.
Por eso repetía S. Pablo: “os es necesaria la paciencia”; y el Apóstol Santiago: “a la paciencia le corresponde la perfección de la obra”.
La paciencia y el dominio de sí mismo constituyen una de las metas que necesariamente debe de conquistar quien pretende ser educador.
No podrá dominar a nadie, quien no se ha dominado así mismo.
La paciencia es el dominio de sí mismo, y el dominio de sí mismo es lo que distingue al hombre del bruto, y, en verdad, nadie puede llamarse hombre si no sabe ejercitarse en ese dominio, que es la raíz de todas las virtudes.
Ya Plutarco aconsejaba a Trajano: “Haced que tu gobierno comience en tu pecho, y poniendo el cimiento de él en el dominio de tus propias pasiones”.
Es por eso que en la educación se necesita esta virtud, o mejor conjunto de virtudes, pues el niño es un tremendo discutidor de las órdenes que recibe y de las correcciones que se hacen.
Por eso es necesario, al intervenir en su vida, hacerlo de tal modo que él no pueda excusarse en su interior, atribuyendo la corrección no a la verdad de su equivocación, sino al ímpetu de su pasión.
Contra todo lo que venimos diciendo, pecan los padres de temperamento iracundo, que son siempre en su casa unos volcanes hirvientes. Cruzan el cielo del hogar, continuamente, rayos y centellas, y resuena siempre el rumor del trueno. Ya el poeta Horacio decía: “la ira es un furor breve”, es una repentina tempestad del alma, que lleva al hombre a la locura, y es indicio de hombre débil y arrastra siempre a actos innobles. Manzoni decía: “allí donde siembra la ira, el arrepentimiento recoge”.
Los padres que no saben dominar su temperamento, son causa de una vida desgraciada para sus hijos, y degeneran sus caracteres y les impiden gozar de los razonables goces de la vida.
Por eso la S. Escritura nos advierte: “No seas pronto a la ira, porque ésta sólo anida en el seno del necio”.
Por lo mismo, no sean regañones e intolerantes. No sean tercos en resistirse a escuchar los motivos y excusas razonables de sus hijos; y no teman, prudentemente, reconocer sus errores cuando hayan procedido con precipitación. No sean de los que no perdonan nunca, sobre todo, cuando el perdonar no trae consecuencias perniciosas para la misma educación, o cuando las faltas son causadas por la sola ligereza infantil.
No sean de los que están siempre descontentos, malhumorados, que no abren la boca sino para decir palabras descorteses, violentas, desagradables, amenazadoras. Los que más amenazan, son los que tienen menos autoridad.
No demuestren a sus hijos una prevención continua, ni los interpreten siempre mal; pero sobre todo eviten el primer ímpetu y los arrebatos de genio que, como las tormentas, hacen mucho ruido, lo arruinan todo y no dejan en pos de sí beneficio alguno.
Es importante considerar, para aquellos padres, que tuvieron la desdicha de tener padres alcohólicos, machistas, prepotentes, iracundos, golpeadores; que no los deben de juzgarlos, porque simplemente ellos hicieron lo mismo que sus padres hicieron, siguiendo esos códigos negativos, pero ustedes padres tienen esta gran oportunidad que les da Dios de cuestionar a sus padres, más no juzgarlos, y no hacer lo mismo que sus padres hicieron.
Además es necesaria la prudencia, esa virtud que enseña al hombre a hacerlo todo de manera, en lugar y tiempo convenientes, cuyas cualidades principales son la circunspección y la cautela, saber consultar, y saber juzgar bien sus efectos.
Esta virtud de la prudencia exige docilidad para aprovecharse de las luces de otros. Los hombres tienen un orgullo prepotente que no les permite reconocerse capaces de error. Fácilmente se creen infalibles y son tercos en sus errores. Para ser prudentes es necesario poseer docilidad de alma, a lo cual se agregará la habilidad para facilitar la ejecución de los proyectos. ¡Cuántas veces los mismos niños harían las cosas mejor, si ciertos padres no se entrometieran en ellas! Pero se requiere además circunspección para someter a examen lo concebido. Ya que vivimos demasiado de impresiones, y por lo mismo reaccionamos siempre temperamentalmente, eso nos hace caer en frecuentes imprudencias, cuando no en gravísimos errores.
Pero en el orden educacional la prudencia debe convertirse en previsión.
No basta que el educador vea, es necesario que prevea. La prudencia es una previsión razonable. Previsión atenta, vigilante. En la mayor parte de las cuestiones lo que más se debe temer son las consecuencias. Ahora bien, en muchos de los casos los padres son siempre sorprendidos por los acontecimientos, y sólo exclaman: “¡Quién lo hubiera imaginado! ¡Quien lo hubiera pensado! Quién lo iba a suponer!”
Ingenuos, incautos, despreocupados, son llevados por delante por los disgustos y los fracasos que, como las olas del mar, vienen amontonándose unos sobre otros.
Conozcan bien los problemas de sus hijos, piensen en todo, prevéanlo todo, escojan para ellos lo mejor, poniendo y haciendo poner por obra con prontitud y energía, y sean discretos.
Amen la verdad, no ofendan a su hijos, díganles la verdad cuando se es necesaria, y como sea necesaria, y en el mejor momento para que sea aceptada. Hay cierto tipo de franqueza que es una brutalidad irracional.
No sean precipitados, impetuosos, irreflexivos, ni se valgan de engaños. Estos avisos les servirán para adquirir otra virtud importantísima: la gravedad.
Es la gravedad una virtud que arregla su exterior conforme a la modestia, al decoro y a la dignidad.
Revístanse de una gravedad que no sea habitualmente severa, ni degenere tampoco en familiaridad indecorosa.
La gravedad de la que estamos hablando consiste en la compostura modesta del exterior, en la calma y serenidad del rostro, y en la prudencia y circunspección de la conversación. Exige que todo se mida, pero sin arte ni exageración; que sea alegre sin indiferencia y familiar pero sin bajeza.
Desgraciadamente hoy estamos en una época de falsa democracia que arrasa con toda autoridad; y los que la detectan se han dejado, muchas veces, dominar por la superficialidad y tontería del medio ambiente, haciendo así que, para muchas madres, el “niño” que le da más trabajo es el esposo.
Los padres que caen en la ligereza de carácter y pierden un día toda autoridad frente a los niños. Decía Juan Ruffo: “la ligereza en los niños es gracia; en el hombre maduro, vergüenza; en los ancianos, locura”.
Una señal de esta ligereza es burlarse de los niños. Quien se burla pierde al punto su superioridad.
Divinizándose, se adquiere respeto; humanizándose, desprecio. El chancearse y divertirse con los propios hijos, como compañeros de la propia edad, o como así mismo adoptar un aire de severidad ridícula: todo es o hace perder la gravedad, y la autoridad, y, con ellas, toda influencia que se podría tener sobre los hijos.
El ingrediente más sugestivo de la educación es el buen ejemplo.Es tal el poder de sugestión, que imprime insensiblemente todas las virtudes. S Juan Bosco decía: “En la educación, pocas palabras y muchos hechos”. Porque el ejemplo tiene toda la autoridad de una orden y toda la dulzura de una invitación.
La impresión de la palabra es débil; mejor se habla al corazón por los ojos que por los oídos.
Los niños como todos nosotros, aprenden mucho más por lo que ven que por lo que oyen. Los largos raciocinios los conmueven poco. En los niños, la lógica es simple y el espíritu recto: se van en derechura a los hechos.
No crean poder ocultar a sus ojos los misterios de su vida. Toda su vida es un deber y, como tal, hay que realizarla.
El deber es el fin noble de la vida; y el más puro placer es el que deriva del conocimiento de haberlo cumplido. El deber es cosa debida, y es indispensable pagarla, si se quiere evitar el descrédito presente y una futura quiebra moral.
Pero para nosotros, el deber, que es la concreción de la voluntad de Dios, adquiere por el mismo hecho un carácter sagrado y presenta todos los elementos de una ineludible obligación que debe ser cumplida con amor y con espíritu de inmolación.
Cada palabra y cada gesto del educador, cada acción y cada omisión, lo que se expresa y lo que se insinúa, lo que se manifiesta y aun lo que se oculta: todo deja una profunda huella en el alma de los hijos.
Todo sacrificio por encarnar un ideal para los hijos es poco, y todo esfuerzo por la propia superación se convertirá luego en fuente de éxito para aquellos que se gloriarán de ser los hijos de su hogar.
Por último, espero en Dios que los padres, puedan reflexionar todos estos puntos, y que de esta consideración obtengan luz, y gracia, para llevar acabo toda esta gran función que es la paternidad; en el siguiente escrito vamos a mostrar, un método de educación para la formación de sus hijos.
Gran parte de este escrito fue tomado del libro “Paternidad y Autoridad” del P. Eduardo Pavanetti sacerdote Salesiano.