¡Es Terrible la tiranía que ejerce hoy en todas partes el demonio de la impureza!
Para todo buen católico es importantísimo meditar y considerar este tema sobre la impureza, sobre todo, en estos tiempos donde reina el egoísmo y el hedonismo (placer por placer), de una manera vil y tiránica como jamás se ha visto en el mundo.
Ya en tiempos del patriarca Noe “Miro Dios a la tierra, y he aquí que estaba depravada, porque toda carne ha corrompido sus caminos” (Gén., VI, 12); y, según la grave sentencia de San Alfonso Ma. De Ligorio, casi todos los que van al infierno se condenan por causa de este pecado. Y San Gregorio dice de este pecado: “Este vicio es la máxima prueba del genero humano”.
Es este un tema repugnante. Pero es necesario hablar de ello, pues siendo este vicio la peste de las almas, debe inspirarnos horror y debemos prevenirnos contra él.
Veremos. 1º Su malicia; 2º Sus estragos; 3º Su castigo; 4º Sus remedios.
MALICIA DE LA IMPUREZA.
El Espíritu Santo le llama el mal, porque sobrepuja a todos los demás males: “Aleja la malicia de tu carne”(Ecle., XI, 10). En efecto quien comete este mal:
Hace a Dios el ultraje más sangriento. Porque:
a).-profana su alma, creada a imagen divina, rescatada con la sangre de Jesucristo, alimentada tantas veces con el pan Eucarístico, y la hace semejante al espíritu inmundo, que introduce en ella.
b).-Profana también su cuerpo que, por el Bautismo, era templo del Espíritu Santo y miembro de Jesucristo. Dice el Apóstol S. Pablo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo de Dios?” . Pues si alguno profanare el templo de Dios, perderle ha Dios a él”(I Cor., III, 16-17). Y añade: “Ya no sois de vosotros, puesto que fuisteis comprados a gran precio. Glorificad a Dios, y llevadle en vuestro cuerpo”(I Cor., VI, 19-20).
“Así, pues, concluye el Venerable Beda, si se quieren envilecer y hacerse despreciables, hacedlo; pero no envilezcan a Jesucristo, cuya presencia en ustedes reconocen”
¡Qué sacrilegio profanar una iglesia, un crucifijo, unos vasos sagrados, las hostias sagradas!. ¿No es el mismo crimen profanar su propia alma y cuerpo, que pertenecen a Dios y que Él ha santificado tantas veces y de tantas maneras?. El ultraje hecho a una imagen racae en aquel a quien representa; el mal infligido a un miembro repercute hasta la cabeza.
Este pecado es un desprecio de Dios. Porque el impúdico prefiere a Él una criatura, ¡y qué criatura!, un vergonzoso placer de un momento. La magnitud de este desprecio debe medirse por la altura de la caída: en lugar de amar a Dios, la suprema belleza y la bondad infinitas, se cae hasta el grado de amar la corrupción; al arrojar a Dios de nuestro corazón, para poner en su lugar y adorar un ídolo de carne, ¡qué horror!.
Cometido por personas casadas es, además, un sacrilegio, porque viola la santa institución del sacramento del matrimonio y sus sagradas leyes. Y ¿quién no ve el perjuicio, la perfidia lamentable, la injusticia que encierra?
Aun en el uso del matrimonio. ¡Cuán odioso es este pecado a Dios, cuán opuesto a sus adorables designios! ¡Pecado de Onán, (terminar fuera), anal, oral; pecados contra la naturaleza!(Gén., XXXVIII, 9).
Santa Brígida vió en el infierno muchas personas casadas, perdidas por toda la eternidad por haber abusado del matrimonio. Dice San Francisco de Sales: “¿No saben que uno puede embriagarse con su propio vino y su propia copa?” Y S. Pablo dice: “Cada uno de vosotros guarde su cuerpo con santidad y decencia. Sea honesto en todas las cosas del matrimonio, y el lecho conyugal sin mancilla” ( Efes., IV, 24, y Rom., VI, 12; I Cor., VI, 15).
¿Quién podrá decir la malicia y la multitud de pecados que se cometen en secreto, pensamientos, miradas, deseos etc? Y ¿quién se confiesa bien de todo esto?
Con razón dice S. Tomás: “Ningún pecado alegra tanto al demonio como el pecado impuro”. Nada agrada tanto al animal inmundo como el cieno; dice San Pedro: “Un perro que vuelve a lo que vomito”(II, Ped., II, 22). La naturaleza corrompida se acostumbra pronto a ello, y se convierte en insaciable.
Por eso vemos cómo todos los santos dan muy a menudo a este vicio los calificativos más infamantes, para mostrar su gravedad e inspirar horror a él; la impureza va acompañada de todos los demás vicios. Dice S. Agustín: “Ninguna bondad, ninguna prudencia es compatible con la lujuria, sino que con ella reina toda suerte de perversidades”.
De ahí la expresión figurada del Evangelista: “El espíritu inmundo toma otros siete espíritus peores que él”. Por este pecado, David llegó a ser homicida (II Rey., XI, 4 y 14). Y Salomón idolatra (Rey., XI, 14). “Casi he llegado al colmo de lo males”, decía Salomón hablando de sí mismo (Prov., V, 14).
También fue este pecado el que precipitó en el cisma a Enrique VIII e hizo de él un cruelísimo perseguidor de la Iglesia, etc. La Magdalena, la pecadora, estaba poseída de siete demonios, nos dice el Evangelio (Luc., VIII, 2), a consecuencia de la impureza.
San Juan Crisóstomo dice que la corrupción del sepulcro no tiene comparación con la de un alma entregada al vicio impuro. San Felipe Neri y Santa Catalina de Sena sentían este olor horrible al aproximarse un impúdico.
Temamos, pues, y huyamos de este pecado, por causa de su malicia y de su horror; temámosle también por causa de sus estragos y de sus funestas consecuencias.
CONSECUENCIAS FUNESTAS DE LA IMPUREZA.
Llena nuestra alma de amargura, de vergüenza, de remordimientos. Veamos al hijo pródigo, en la triste condición a que le habían reducido sus desórdenes decía: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me muero de hambre!”(Luc., XV, 17).
Nos envilece y nos degrada. El hombre fue hecho a imagen de Dios, casi tan encumbrado como los ángeles, destinado como ellos a gozar de Dios; y se hace como una bestia de carga: “El hombre natural o animal no acepta las cosas del espíritu de Dios”(I Cor., II, 14); “Porque el hombre no permanece en su opulencia; desaparece como los brutos”(Salmo XLVIII, 13). Y se hace ¡Objeto del horror para Dios y sus ángeles, digno del infierno eterno!
Ciega el alma. El cuervo, al lanzarse sobre su presa, comienza por arrancarle los ojos. Así hace el demonio de la impureza: ciega al hombre respecto a su dignidad, a Dios, a sus deberes para con Dios, con su familia, y consigo mismo, como dice el Salmo LXVIII, 24:“Obscurézcanse sus ojos para que no vean”.
Veamos a la mujer de Putifar, al mismo David, tan santo (Gén., XXXIX, 7; II Rey., XI, 4 y sigs.), a Salomón tan sabio: “Pues siendo Salomón ya viejo, sus mujeres arrastraron su corazón hacia otros dioses” (III Rey., XI, 9), a los dos infames viejos de Babilonia, enamorados de la casta Susana: “Desviaron sus ojos para no mirar al cielo” (Dan., XIII, 9).
Además, engendra el tedio de la oración, de la palabra de Dios, de los sacramentos. Es una fuente de sacrilegios. ¡Pobre alma, ciega, sorda, muda, endurecida, cloaca de vicios y de hediondez, hecha receptáculo de los demonios! A no ser por un milagro del Salvador, caerá en el infierno. En efecto, la impureza es como una red con la cual Satanás pesca millares de almas, para hacer de ellas su presa y sumergirlas en las llamas eternas.
Dirá el impúdico: “Pequé, ¿y qué mal me ha venido?” (Ecl., V, 4). ¡Desgraciado! ¿Qué cosa más triste le puede acaecer al impúdico, aquí en la tierra que no ver ni comprender su degeneración, ni sentir el peso abrumador de las cadenas, y haber perdido hasta la voluntad de sacudirlas y de romperlas? El corazón de éste está endurecido, ha perdido la fe, ha perdido a Dios. Ha caído bajo la tiranía de demonio.
¿Y las consecuencias para el cuerpo? No pueden ser más funestas. ¡Cuántos han perdido prematuramente la salud por causa de la lujuria! ¡Cuántos han perdido su fortuna! Como dice Prov., XXIX, 3. El hijo pródigo disipa la herencia paterna “viviendo disolutamente” (Luc., XV, 13). ¡pérdida de la honra, familias en desgracia y desorganizadas; discordias, celos, odios, pleitos, venganzas, homicidios, a veces crímenes abominables!
CASTIGOS.
De tal manera detesta Dios la impureza, que muchas veces, aun en este mundo, la castigó de un modo terrible. La impureza fue causa del Diluvio (Gén., VI, 12); de fuego contra Sodoma y Gomorra. ¿Por qué Dios hizo llover “una lluvia de azufre y fuego”? (Gén., XIX, 24). Responde el Papa Inocencio III: “Una lluvia de azufre sobre los hechos de lujuria, y una lluvia de fuego sobre los ardores libidinosos.
Y añade, como dice el libro de Sabiduría XI, 17: “Porque a los pecadores les diste de beber sangre humana, en vez de las aguas del perenne río”. ¿Quién causó el aniquilamiento casi completo de la tribu de Benjamín? (Jueces, XIX, y XX). Un pecado de impureza. ¿Qué causó las desgracias de David? (II Rey., XII, 10, 11). Su adulterio.
Pero, ¿quién podrá decir los horribles castigos preparados para los impúdicos en la otra vida? El infierno, con sus espantosos y eternos tormentos. ¡Por un placer de un momento, una eternidad de penas!
Ha dicho Tertuliano: “Es fácil caer en el pecado impuro; pero ¡cuán difícil es levantarse! “¡Cuán raros son—dice San Juan Crisóstomo—los impúdicos verdaderamente convertidos!” ¡Cuántos se confiesan por Pascua, y pocos días después recaen en los mismos pecados de impureza!
Veamos a aquel pecador moribundo; con lágrimas en los ojos pide sacramentos; pero recobra la salud, ¡y vuelve a su vómito, a su ídolo de carne! Ya que “la inmundicia es la madre de la impenitencia”, exclama San Cipriano. ¡Oh!, ¿quién, pues, se librará del infierno? ¿Quién triunfará del pecado abominable? “Muchos luchas o esfuerzos, y pocas victorias,” dice San Agustín.
Veamos lo que han hecho algunos santos para triunfar del demonio impuro: San Benito, para vencer una tentación, se revolcó en las espinas; San Francisco de Asís, en la nieve; San Bernardo se echó a un estanque helado; San Martiniano se precipitó en el mar antes que permanecer con una joven que la tempestad acababa de arrojar en su isla desierta.
Santa Eusebia y sus compañeras, en el momento en que una tropa de infieles invadía su monasterio, se mutilaron el rostro y se disfiguraron, para excitar en ellos horror en vez pasión brutal. El emperador Balduino, prisionero de los búlgaros, fue tentado por la esposa del rey de ellos, y, antes que consentir, se dejó torturar y matar, muriendo mártir de la castidad.
REMEDIOS
Con la gracia de Dios y la ayuda de generosos esfuerzos se consigue lanzar al demonio de la impureza o evitarlo.
He aquí algunos medios o remedios:
Huir de la ociosidad, que es la madre de todos lo vicios: “He aquí cuál fue el crimen de Sodoma: la soberbia y la hartura de pan, y el reposo ocioso” (Ezeq., XVI, 49). “Pues la ociosidad es maestra de muchos vicios” (Ecli., XXXIII, 29). Por un demonio que tiente al laborioso, hay mil que tientan al hombre ocioso.
Huir del vino y de la comodidad: “Y no os embriaguéis con vino, en el cual hay lujuria” (Efes., V, 18). “No mires al vino como rojea. Porque al fin muerde como una serpiente y pica cual basilisco” (Prov., XXIII, 31-32). Es sabido que no es grande la distancia que hay de la embriaguez o de la gula al vicio que combatimos que es la impureza.
Huir de la ocasiones de pecado. Hay que Procurar romper la ataduras peligrosas, las amistades sensibles y carnales. Jamás uno solo con una sola. El agua es pura y buena, y nada tan seco como la tierra; si se mezclan, resultará lodo o cieno. Hay que tener también una extrema discreción y reserva respecto a las visitas, y a los convites, ya que, estos son los indicios de la muerte de la virginidad, dice San Jerónimo.
Huir de la mala y peligrosa programación en los teatros, cines, radio, TV y Internet, y huir también de la malas compañías y de las malas lecturas, ya que dice el libro Eclesiástico, III, 27: “Quien ama el peligro, perecerá en él”. Si se quiere evitar un incendio, acaso ¿No se cuida de acercar al fuego materias inflamables?
Gran vigilancia sobre los sentidos, especialmente sobre la vista y las manos. Son servidores sumamente útiles, pero según la dirección que se les dé, sirven lo mismo para el bien que para el mal, y se suplen mutuamente. Algunas veces, a donde no llegan las manos llegan los ojos, pero hay que tener cuidado no sea que sea para nuestro propio daño.
Del descuido de la vista fue seducido David, dice San Agustín; con la mujer, esta cerca el libido. Hay que procurar evitar, cuanto se pueda toda mirada y todo tocamiento peligrosos: “Había ya hecho pacto con mis ojos, dice Job de no mirar a doncella alguna” (Job XXXI, 1).
Oración ferviente y continua, decía Salomón: “Llegué a entender que no podría ser continente (casto), si Dios no me lo otorgaba. Acudí al Señor, a quien se lo pedí con fervor” (Sap., VIII, 21). Es necesario, recibir los sacramentos con piedad y frecuencia: ya que son los canales de la gracia y de la vida cristiana. Y sobre todo, tengamos una gran devoción a San José castísimo esposo y a María Santísima: que es garantía de vida y pureza.
Por consiguiente. Tenemos que velar sobre nosotros; detestar y huir de los menores pecados de impureza. Si nuestra conciencia nos reprocha por desgracia alguna caída y, más todavía, una triste pasión nos domina, hay que llorar nuestros pecados y convertirnos verdaderamente, hagamos penitencia y esforcémonos cuanto nos sea posible.Si así lo hacemos Dios nos ayudará, nos perdonará, nos fortalecerá, y nos levantará de la caída: ya que es ¡grande y mucha la benignidad del Señor!
Y si, somos aquellos, de los que han sido afortunados en conservar la inocencia, hay que dar gracias al Señor y velar por esta hermosa azucena, para que nada la marchite, sino que se pueda devolver inmaculada a Dios en el día de la muerte. Así como nos dice el Cantar VI, I:“Bajo al jardín.., a juntar azucenas”. Y S. Mateo, V, 8: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”.
Por último. Quiera el buen Dios, que podamos exclamar y nos suceda como dice el Sabio: “¡Oh qué hermosa es la generación de las almas castas en el esplendor de su pureza! Su memoria es inmortal ante Dios y ante los hombres. Y por haber vencido en el combate de los que no se manchan, triunfa coronada para siempre” (Sap., IV, 1-2).
Gran parte de este escrito esta tomado del libro “Archivo Homilético” de J. Thiriet- P. Pezzali.