La muerte, el tránsito a la inmortalidad

En el escrito anterior se ha demostrado con argumentos racionales, naturales y filosóficos, el problema de nuestros destinos eternos y la existencia del más allá, y sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe apoyada directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Hay un más allá después de esta vida.

Hoy vamos analizar el momento de transición, del salto al más allá, de la hora decisiva de la muerte. Trataremos este tema aunque resulte antipático para mucha gente, ya que sería para ellos como una cosa triste y desagradable y trágica.

La actitud de estas personas es insensata, suicida y anticristiana. ¡como si dejando de pensar en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros…! Pero vendrá, sin falta, en el momento que Dios Nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad: tanto si pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese momento es el más importante de nuestra existencia, porque es el momento decisivo del que dependen nada menos que nuestra eternidad, por lo mismo vale la pena dejar a un lado sentimentalismos absurdos y plantearse con seriedad este tremendo problema de la transición al más allá.

Y así como hay dos concepciones antagónicas de la vida, también hay dos concepciones de la muerte. La concepción materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca un gran orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “la muerte es la cosa más terrible entre las cosas terribles”: y la concepción cristiana, que considera la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.

Vamos a presentar una visión agradable y atractiva de la muerte, ya que para el pagano la muerte, es “la cosa más terrible entre todas las cosas terribles”. Pero para el cristiano es el tránsito a la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Por eso contemplada con ojos cristianos, la muerte no es una cosa trágica, no es una cosa terrible, sino al contrario, algo muy dulce y atractivo, puesto que representa el fin del destierro y la entrada en la patria verdadera.

En primer lugar vamos a ver, las características generales de este gran fenómeno de la muerte. Que son tres: ciertísima en su venida, insegura en sus circunstancias y única en la venida.

ANTE TODO ES CIERTÍSIMA EN SU VENIDA. La historia de la filosofía coincide con las historia de la aberraciones humanas. ¡Cuántos absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y de la filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que se haya forjado la ilusión de que él no va a morir. No habido un hombre tan tonto que haya lanzado la siguiente afirmación: “Yo viviré eternamente sobre la tierra; yo no moriré jamás”. Esto sería estúpido y absurdo ya que lo estamos viendo todos los días. La muerte es un fenómeno que diariamente contemplamos más aun ante nuestros propios ojos y tocamos con nuestras manos. Cuando vamos al cementerio, estamos plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que leemos en cualquiera de las losas funerales: “Hoy me ha tocado a mí, pero mañana te tocará a ti”. Lo estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o enfermos, hasta los jóvenes se mueren con mucha frecuencia en la plenitud de su juventud. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se escapará de la muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o la posición social. No les aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a Napoleón o a Alejandro Magno, ni las riquezas a Creso, ni sabiduría a Salomón. Todos rindieron su tributo a la muerte.

Por eso decía San Pablo: “Todos los días muero un poco”. Refiriéndose al desgaste que experimentaba por el celo y solicitud de las Iglesias encomendadas a su cuidado; pero esto mismo podemos repetir nosotros en cualquier momento de nuestra vida: todos lo días morimos un poco. Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos van matando poco a poco. Todos los días morimos un poco: hasta que llegará un momento en que moriremos del todo.

No hace falta insistir en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta, que nadie se ha forjado la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.

Es importante analizar también que Dios no hizo la muerte. La muerte entró en el mundo por el pecado. ¡Qué maravilloso el plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el paraíso terrenal! Además de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres dones preternaturales magníficos: el de la inmortalidad, en virtud del cual no debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al sufrimiento, y el de integridad, que les daba control absoluto de sus propias pasiones, perfectamente gobernadas por la razón. Pero cometieron el pecado original, y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el privilegio gratuito de la inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible, quedo en el mismo momento condenado a muerte. He aquí, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y como todos somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley inexorable; ciertamente moriremos todos.

PERO SI LA MUERTE ES CIERTÍSIMA EN SU VENIDA, ES MUY INCIERTA EN SU HORA Y EN SUS CIRCUNSTANCIAS. Por lo mismo se pueden catalogar y dividir las distintas clases de muerte en cuatro fundamentales: muerte natural, prematura, violenta y repentina.

LA MUERTE NATURAL. Es la que sobreviene por mera consunción y desgaste, sin enfermedad alguna que la produzca directamente. Es la que se da por la senectud o vejez. No se necesita más.

LA MUERTE PREMATURA. Es la que se da en la juventud ¡cuántos jóvenes se mueren! no ya por accidentes imprevistos, por un disparo casual, por un atropello de automóvil, etc., sino por una simple enfermedad, en su cama. En el Evangelio tenemos algunos casos: el hijo de la viuda de Naím y de la hija del Jairo. En plena juventud, se les cortó el hilo de la existencia: Por eso en la muerte prematura. Las familias que hayan tenido que sufrir este rudo golpe, que llega a los más íntimo del alma, levanten sus ojos al cielo y adoren los designios inescrutables de Dios. Ya que El realmente sabe por qué se los llevó allá.

LA MUERTE VIOENTA. Es la que sobreviene por un agente extrínseco, completamente imprevisto, nos arrebata la vida en el momento menos pensado. Y así unos perecen atropellados por un camión; otros ahogados en el mar; otros, fulminados por un rayo; otros, en un choque de trenes; otros, al estrellarse el avión en que viajaban; etc., No es posible enumerar todas las clases de muerte violentas que pueden arrebatarnos la existencia en el momento menos pensado. Un momento antes, llenos de salud y de vida, un momento después, cadáver. ¡A cuántos les ha ocurrido así!

LA MUERTE REPENTINA. No es lo mismo muerte violenta que muerte repentina. Muerte violenta, como hemos dicho, es la producida por agente extrínseco a nosotros, como cualquiera de esos que acabamos de enumerar. La muerte repentina, por el contrario, es la que sobreviene por una causa intrínseca que llevamos ya dentro de nosotros mismos. Por ejemplo, una hemorragia cerebral, un colapso cardíaco, una angina de pecho puede producirnos una muerte inesperada e instantánea. Cuando menos lo esperemos: hablando, comiendo, paseando, podemos caer como fulminados por un rayo. He aquí la muerte repentina.

¿Cuál será la nuestra? Nadie puede contestar a esta pregunta. Para muchos de nosotros ya no es posible una muerte prematura. Ya no morimos en plena juventud. Pero ¿cuál de las otras tres, será la nuestra? Nadie en absoluto nos lo podrá decir, sino únicamente Dios. Por lo mismo debemos estar siempre preparados, porque aunque es ciertísimo que hemos de morir, es insegura la hora y las circunstancias de nuestra muerte.

Es importante resaltar que moriremos sólo una vez. Y en esa muerte única se decidirán, irrevocablemente, nuestros destinos eternos. Nos lo jugamos todo a una sola carta. El que acierte esa vez, acertó para siempre; pero el que se equivoque esa sola vez, está perdido para toda la eternidad. Vale la pena pensarlo bien y tomar toda clase de medidas y precauciones para asegurarnos el acierto en esa única y suprema ocasión.

Es de suma importancia hacer una reflexión en torno a la preparación para la muerte. Por lo tanto podemos distinguir dos clases de preparación: una remota, y otra, próxima.

PREPARACIÓN REMOTA. La de aquel que vive siempre en gracia de Dios. Al que tiene sus cuentas arregladas ante Dios, al que vive habitualmente en gracia, puede importarle muy poco cuál sea las circunstancias y la hora de su muerte, porque en cualquier forma que se produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su alma.

PREPARACIÓN PRÓXIMA. Es la de aquel que tiene la dicha de recibir en los últimos momentos de su vida los Santos Sacramentos de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático, Extremaunción, e, incluso, los demás auxilios espirituales: la bendición Papal, la indulgencia plenaria y la recomendación del alma.

Haciendo una combinación de estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta cuatro tipos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación remota, pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos preparaciones.

SIN PREPARACIÓN PRÓXIMA NI REMOTA. O sea, con ausencia de preparación. Es la muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser malos, sino que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de almas.

Estos no han tenido preparación remota: han vivido siempre en pecado mortal. Y, por una consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación próxima, obstinados en su maldad. Porque, por lo general, salvos raras excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida, así suele ser la muerte. Si el árbol está muy inclinado hacia la derecha, o muy inclinado hacia la izquierda, lo normal es que cuando sea derribado, caiga naturalmente, del lado a que está inclinado. Está es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de los grandes impíos, la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la Iglesia.

CON PREPARACIÓN PRÓXIMA. PERO NO REMOTA. ¿Qué significa esto? El que vive habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación próxima. Alguien que ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la Iglesia, puede ocurrir y ocurre a veces, porque la misericordia de Dios es infinita, que a la hora de la muerte, movido por la divina gracia, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale la salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas veces, por la infinita misericordia de Dios.

Pero, ¡pobre del que se confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en pecado! ¡pobre de él! Ese trata de burlarse de Dios, y S. Pablo nos advierte expresamente que de Dios nadie se burla. El que ha vivido mal por irreflexión, o por ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga compasión de él y le dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido mal, confiado y apoyado en que a la hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse, y, mientras tanto, sigue pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios, y pagará bien cara su loca temeridad y su incalificable osadía.

CON PREPARACIÓN REMOTA, PERO NO PRÓXIMA. Con la preparación remota, tenemos asegurada la salvación del alma; y para eso basta con que vivamos sencillamente en gracia de Dios. Porque si estamos bien con Dios y si tenemos siempre ese tesoro infinito que se llama la gracia santificante, no nos debe de importar la manera, el modo y las circunstancias de nuestra muerte. Claro que sería magnifico y muy deseable pedirle con toda nuestra alma a Dios, que nos conceda también la preparación próxima: pero, al menos si tenemos la remota, lo tenemos asegurado todo.

Reflexionemos un momento: ¿quién de nosotros se atrevería a costarse una noche con una serpiente venenosa en la cama? Nadie, ya que hasta que no le aplastáramos la cabeza no podríamos conciliar el sueño: esto es cosa clara y evidente. Pero sin embargo, son millones las personas que tienen una víbora venenosa en su alma, y son los que viven habitualmente en pecado mortal y con gravísimo peligro de condenación eterna, ¡qué ríen y gozan, y se divierten! Y por la noche se acuestan tranquilamente en pecado mortal y logran conciliar el sueño como si no lo corrieran ningún peligro. Por lo mismo nos preguntamos ¿estas personas, realmente son malas? Tal vez no, puede que no lo sean en el fondo. Pero esta claro que son irreflexivos e inconscientes; es indudable que no piensan, que no se dan cuenta del tremendo peligro que corren. Porque en el momento menos pensado puede rompérseles el hilo de la vida y se hundan para siempre en el abismo. Por lo mismo vivamos siempre en gracia de Dios y pidámosle al Señor nos conceda también la preparación próxima para la muerte.

MORIR CON LAS DOS PREPARACIONES, LA REMOTA Y LA PRÓXIMA. Esta es la que debemos de procurar con todos medios a nuestro alcance: con la doble preparación. Con la preparación remota del que ha vivido cristianamente, siempre en gracia de Dios. Y con la preparación próxima del que a la hora de la muerte recibe los Santos Sacramentos y los auxilios espirituales de la Iglesia.

La preparación próxima y la remota. Es la muerte envidiable de los Santos, de la que dice la Sagrada Escritura que “es preciosa delante del Señor”. Los Santos que han vivido intensamente estas ideas, no solamente no temían la muerte, sino que la llamaban y deseaban con toda su alma para volar al cielo.

Precisamente porque la muerte cristiana, tiene las siguientes características que la hacen infinitamente deseable y atractiva: morir en Cristo, morir con Cristo y morir como Cristo.

MORIR EN CRISTO. Significa morir cristianamente, con la gracia santificante en nuestra alma, que nos da derecho a la herencia infinita del cielo.

¡Qué sarcasmo y qué burla!; cuando se leen aquellos epitafios en las tumbas de los grandes impíos: “Aquí yace un gran guerrero, un gran artista, un gran poeta, un gran emperador” ¡Pero los ángeles de la guarda que están velando el sueño de los justos son los únicos que pueden leer el verdadero y auténtico epitafio de muchas de aquellas tumbas que el mundo venera: “!Aquí yace un condenado para toda la eternidad!

Ojalá que a cada uno nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio: ¡Murió cristianamente, con la gracia de Dios en su corazón”. Y que se lleven los mundanos los mausoleos espléndidos, las flores que para nada sirven, los homenajes póstumos que nada remedian, los ridículos “minutos de silencio…” ¡qué se los lleven todo los mundanos! A nosotros nos basta con morir cristianamente: nada más.

Morir cristianamente, también significa, en primer lugar: el término del combate. En este mundo estamos librando todos una tremenda batalla, lo dice la Sagrada Escritura, contra los tres enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne. Pero llegada la hora de la muerte, si tenemos la dicha de morir cristianamente, nos convertiremos en el soldado que termina victorioso la batalla y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. Lo mismo sucede en el enfermo, que ve terminados para siempre sus sufrimientos y entra para siempre en la región de la salud y de la vida. ¡qué bien lo sabe decir la Iglesia Católica cuando pronuncia sobre el cristiano que acaba de morir aquella fórmula sublime: “Descanse en paz”.

En segundo lugar, es la arribada al puerto de seguridad. porque en este mundo no podemos estar seguros.

Absolutamente nadie. Ni el Soberano Pontífice, ni los mismos Santos mientras vivieron en esta vida aquí en la tierra: nadie puede estar seguro de que morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una revelación especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o se condenará; si recibirá de Dios en don sublime de la perseverancia final, o si lo dejará de recibir. No lo podemos saber. Ni los santos estaban seguros de sí mismos. Mucho menos nosotros, aunque estemos ahora en gracia de Dios, ¿qué será de nosotros dentro de 10 años, dentro de 20, y sobre todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, que no lo podemos saber. Pero el alma del que muere cristianamente queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada para siempre la felicidad eterna. Por eso la muerte cristiana es la entrada en la vida verdadera.

Pero desgraciadamente ¡Cuánta gente equivocada, que ha vivido respirando el ambiente del mundo y hasta está convencida de que esta vida es la vida verdadera, la que hay que conservar a todo trance! ¡Qué tremenda sorpresa se van a llevar por su equivocación!.

Exclamaba con angustia un filósofo pagano: ¡Esta vida no es la vida! “Ningún sabio satisface, esta duda que me hiere: ¿es el que muere el que nace, o es el que nace el muere?” No sabía contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero para nosotros los cristianos, ¡qué fácil es contestar a ella!. Que esta pregunta se la hagan a San Pablo y el responderá: “estoy deseando morir para unirme con Cristo”.

Preguntémosle a S. Teresa de Jesús y nos contestará con una sublime inspiración: “Aquella vida de arriba, que es la vida verdadera –hasta que esta vida muera–, no se alcanza estando viva… O quizá de esta otra forma: “Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida espero—que muero porque no muero!. A S. Teresita del Niño Jesús, el médico que la asistía le preguntó: “¿Está resignada para morir?” y ella llena de asombro le contesto: “¿Resignada para morir? Resignación se necesita para vivir, pero ¡para morir! Lo que tengo es una alegría inmensa”.

Los Santos, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las cosas tal como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven así. No se dan cuenta de que están haciendo un viaje en tren y no se preocupan más que del vagón en el que están viajando, el negocio, el porvenir humano, el aumento de capital. Todo eso que tendrán que dejar dentro de unos años, o acaso en días. No se dan cuenta, que cuando menos piensen estarán llegando a la estación eterna. Y al instante, sin nada de tregua, tendrán que bajarse del ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces se darán cuenta de que esta vida no es nuestra vida. Ojalá lo adviertan antes de que su error no tenga ya remedio para toda la eternidad.

MORIR CON CRISTO. ¿Qué significa esto? Significa exhalar el último suspiro después de haber tenido la dicha inefable de recibir la Sagrada Eucaristía. ¡El Viático! Es poder recibir en el corazón a Jesucristo Sacramentado en calidad de Amigo y de Buen Pastor momentos antes de compadecer ante El como Juez Supremo de vivos y muertos, esto es de una belleza y de una emoción indescriptibles. ¡Qué paz, qué dulzura tan inefable se apodera del pobre enfermo al abrazar en su corazón a su gran Amigo, que viene a darle la comida para el camino. Y ayudarle amorosamente en el supremo tránsito a la eternidad! Cuando, el pobre pecador le pide perdón a su Dios por última vez, antes de comparecer ante El, sin duda alguna que Cristo, que vino a la tierra a salvar lo que había perecido (Mt., XVIII, 11) y en busca de los pobres pecadores (Mt., IX,13), le dará al agonizante la seguridad firmísima de que la sentencia que instantes después pronunciará sobre él será de salvación y de paz.

Reflexionemos esto: ¡Cuántos pecadores se han precipitado para siempre en el infierno, por culpa de su familia, que cometió el crimen de dejarles morir sin Sacramentos por el estúpido y anticristiano pretexto de no asustarles! Este verdadero crimen es uno de los mayores pecados que se pueden cometer en este mundo, uno de los que con mayor fuerza claman venganza al cielo. ¡Ay de la familia que tenga sobre su conciencia este crimen! El Viático no empeora al enfermo, sino al contrario le reanima y conforta, hasta físicamente, por redundancia natural de la paz inefable que proporciona a su alma. Aun en este ambiente anticristiano que se respira por todas partes en el mundo de hoy, asustara un poco al enfermo la noticia de recibir el Viático, ¿y qué? ¿No es mil veces preferible que vaya al cielo después de un susto, antes que sin susto alguno, descienda tranquilamente al infierno para toda la eternidad? ¡Y qué cosa tan evidente no la vean muchísimos cristianos que cometen la increíble insensatez y el crimen de dejar morir como perro a uno de sus familiares! Terrible la cuenta que tendrán que dar a Dios por la condenación eterna de aquella alma a la que no quisieron “asustar”.

La recepción del Viático por los enfermos de gravedad es un mandamiento de la Santa Iglesia, que obliga a todos bajo pecado mortal, lo mismo que el oír Misa los domingos o cumplir el precepto pascual. Y si sus familiares son negligentes en este asunto de capital importancia, el mismo enfermo debe procurar vivir siempre en gracia de Dios y también llamar a un sacerdote por su propia cuenta.

MORIR COMO CRISTO. ¿Cómo murió Cristo? Murió mártir del cumplimiento de su deber. Había recibido de su Eterno Padre la misión de predicar el Evangelio a toda criatura y de morir en lo alto de una cruz para salvar a todo el género humano, y lo cumplió perfectamente, con exactitud. Precisamente, cuando antes de morir contempló en sintética mirada retrospectiva el conjunto de profecías del Antiguo Testamento que habían hablado de El, vio que se habían cumplido todas al pie de la letra, hasta en sus más pequeños detalles. Y fue entonces cuando lanzó un grito de triunfo: “Todo está cumplido”.

¡Qué dicha la nuestra, si a la hora de la muerte podemos exclamar también “He cumplido mi misión en este mundo he cumplido la voluntad adorable de Dios! Es cierto que no podemos decirlo del mismo modo que Cristo. Es cierto que todos somos pecadores y hemos tenido, a los largo de la vida, muchos momentos de debilidad y cobardía. Es cierto también que hemos ofendido a Dios y nos hemos apartado de sus divinos preceptos por seguir los antojos del mundo o el ímpetu de nuestras pasiones. Pero todo esto puede repararse por el arrepentimiento y la penitencia. Todavía estamos a tiempo mientras tengamos vida.

¡Que dicha de aquel joven! Que felicidad a la hora de su muerte, acordándose desde su adolescencia, y pueda decir ante su propia conciencia: “Lo he cumplido. ¡Cuánto me costo resolver el problema de la pureza! Mi sangre joven me hervía en las venas, pero fui valiente y resistí. Invoque a la Virgen, huí de los peligros, comulgue diariamente, ejercité mi voluntad, se lo pedí ardientemente a Dios… Y ahora muero tranquilo, ofreciéndole a Dios el lirio inmaculado de mi pureza juvenil!. O el ¡Padre de familia! Que se ha hecho cargo del cumplimiento exacto de sus deberes matrimoniales: que aceptó todos los hijos que Dios le envió y los educó cristianamente. Y que guardó fidelidad inviolable a su cónyuge, y cumplió exactamente las obligaciones de su estado.

Debe recordar que estamos en este mundo de paso, “que esta vida no es nuestra vida, sino que vamos en busca de la que está por venir” ¡levanta tus ojos al cielo! Y aunque te cueste ahora un sacrificio cumple íntegramente con tu deber, para poder morir tranquilo cuando te llegue la hora suprema. Lo mismo deben de pensar el ¡Comerciante, el financiero, el industrial, o el hombre de negocios! Que el dinero es una tentación para la mayoría de los hombres. Por eso acuérdense de que no podrán llevarse más allá del sepulcro un solo centavo: lo tendrán que dejar todo aquí en la tierra cuando se mueran. ¡Ganen, si es preciso la mitad o la tercera parte de lo que ganan ahora, pero gánenlo honradamente! Que no tengan que lamentarlo a la hora de la muerte, cuando es difícil reparar el daño causado y restituir el dinero mal adquirido, y puedan decir, por el contrario: “Nos costó mucho, pero hicimos ese sacrificio; ahora morimos tranquilos: porque hemos cumplido con nuestro deber”.

Por último recordemos esta maravillosa frase: “Es preciosa delante del Señor la muerte de sus Santos”.

¿Queremos morir así? Les hemos mencionado las normas para conseguirlo. Preparación remota, viviendo siempre, en gracia de Dios, cumpliendo perfectamente los deberes del propio estado; y oración ferviente a Dios, por intercesión de María. La dulce Mediadora de todas las gracias, para que nos conceda también la preparación próxima: la dicha de recibir en nuestros últimos momentos los Sacramentos de la Iglesia y de morir con serenidad y paz en el Señor. Que así sea.

Este escrito se extrajo del libro del Misterio del más allá del P. Antonio Royo Marín O.P.

Mons. Martin Davila Gandara