La Santísima Trinidad el Dios de los cristianos

La circunstancia histórica que vivimos, desde la heterodoxia de Juan XXIII, y los textos y documentos también heréticos del Vaticano II, cuales son: La Constitución “Lumen Gentium” y la “Gaudium et Spes”, con las enseñanzas igualmente heréticas de Pablo VI, J. Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI, y último Francisco.

Y dado que la herética teología de Wojtyla y de los postconciliares teólogos modernos judíos, como Rahner, Küng, Schillebeeckx, Schoonenberg, Congar tienen como fin destruir todo vestigio cristiano.

La Iglesia postconciliar, ha enseñado de todo, menos la doctrina dogmática e infalible de la Iglesia Católica fundada por Nuestro Señor Jesucristo.

Desde Luteranismo, hebraísmo kabalista, islamismo, hinduismo, esoterismo y sincretismo, es todo lo que se puede cosechar de una visita al Vaticano o una “audiencia papal”.

Encíclicas, constituciones, cartas apostólicas, conferencias de prensa; todo está salpicado o repleto de herejías, blasfemias y de una infernal confusión.

Ante esta situación confusa y caótica es necesario para todo hombre que se dice católico o cristiano se pregunte: ¿A QUE DIOS ADORAMOS LOS CRISTIANOS? Ya que, sino resolvemos esta cuestión no será posible la supervivencia de la Fe.

Entonces podrá ocurrir, que si los cristianos no saben a qué Dios adoran, entonces el cristianismo habría muerto, todo esto no lo viene diciendo la nueva teología y los teólogos postconciliares, y también nos dicen: que Dios ha muerto y que el cristiano ha muerto. ¿Será esto cierto?.

Dios no ha muerto, Dios siempre es Él mismo, es por eso, que para todo hombre sensato, es importante y necesario, en este tiempo de confusión, estudiar y llegar al conocimiento de Dios.

LA SANTISIMA TRINIDAD ES EL DIOS LOS CRISTIANOS

El Dios de los cristianos o católicos es la “Santísima Trinidad”, o sea el misterio de un Dios en tres personas distintas, y mediante este misterio se nos revela la vida íntima de Dios.

La razón humana, abandonada a sí misma, no hubiera podido sospechar jamás este misterio insondable de la vida íntima de Dios. Lo que único que puede concebir es la existencia de Dios, y esto remontándose por la escala analógica del ser a través de la criaturas, es como el entendimiento del hombre puede descubrir al Dios uno, Creador de todo cuanto existe, y precisar algunos de sus atributos más sublimes como son: su inmensidad, eternidad, simplicidad e infinita perfección. Pero jamás acertará a sospechar, ni menos a descubrir, el menor vestigio de la vida íntima de Dios. Sólo por divina revelación podrá asomarse el hombre a ese abismo sin fondo ni riberas.

La revelación es un hecho. Dios ha hablado a los hombres, aunque de una manera gradual y progresiva. En el Antiguo Testamento aparece claramente como Creador del universo y supremo Legislador de la humanidad, pero el misterio de su vida íntima permanece todavía oculto. Sólo cuando, llegada la plenitud de los tiempos, dejó de hablarnos a través de los profetas y envió al mundo a su propio Hijo en forma humana, se descorrió por completo el velo, y el hombre contempló atónito el misterio inefable de la divina fecundidad, así como San Pablo dice:

“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo; y que siendo el esplendor de su gloria y la imagen de su substancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en la alturas, hecho tanto mayor que los ángeles, cuanto heredó un nombre más excelente que ellos. ¿Pues a cuál de los ángeles dijo alguna vez: Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy?” (Hebr., I, 1-5).

Dios es Padre. Tiene un Hijo, engendrado por él en el eterno hoy de su existencia. Contemplándose a sí en el espejo purísimo de su propia divina esencia, el Padre engendra una Imagen perfectísima de sí mismo, que lo expresa y reproduce en toda su divina grandeza e inmensidad. Imagen perfectísima, Verbo mental, Idea, Prototipo, palabra viviente y substancial del Padre, constituye una segunda persona en todo igual a la primera, excepto en la real oposición de paternidad y filiación, que hace que la primera sea Padre y la segunda Hijo.

El hombre, al entender cualquier cosa, prorrumpe también en un verbo mental, que no es otra cosa que la idea de la cosa entendida. Pero esta suerte de generación intelectual, que da origen a nuestras ideas, es diferentísima de la generación intelectual que da origen al Verbo eterno en el seno del Padre. Porque, en el hombre, la acción de entender se distingue realmente del hombre que entiende; es algo accidental, de naturaleza y existencia distintas del sujeto, y va siempre acompañada de sucesión, de composición de acto y potencia, de movimiento, etc.,

En Dios, por el contrario, la acción de entender—los mismo que la de amar—se identifica con su propia esencia divina, porque su entender y su querer constituyen su mismo ser. Por eso en las dos procesiones divinas, o sea, la que da origen el Hijo por vía de generación intelectual y la que da origen al Espíritu Santo por vía de amor procedente del Padre y del Hijo, no se da sucesión alguna, ni prioridad o posterioridad, ni composición de acto y de potencia, ni movimiento, ni diversidad alguna de tiempo o de naturaleza; sino que son eternas con la misma eternidad de Dios.

En la procesiones divinas se cumple en grado máximo aquel gran principio de Santo Tomás(Suma contra los gentiles IV, 11) en virtud de cual cuanto una naturaleza es más perfecta y elevada tanto más íntima son sus emanaciones, hasta llegar en Dios a la total identidad de las procesiones con la misma esencia divina (el sujeto de las procesiones divinas son las personas divinas, no la naturaleza divina, como bien explica L. Ott en su T. Dogmática p.116). (Cf. Cuervo, O. P., introducción a la cuestión 27 de la 1a. Parte de la Suma Teológica, ed., bilingüe, BAC. t. 2 Madrid 1948, p. 39)

Nota: La Emanación consiste en el proceso o procesión de salir de otra cosa de la misma esencia. Lo que emana es de la substancia de aquello que emana. Esto es muy diferente al Emanantismo panteísta que es la aberrante doctrina de que todas las cosas creadas son emanaciones de Dios, o sea el panteísmo que dice que todo es Dios; aquí el error consiste, en querer emanar substancias distintas, porque Dios es Dios y la creatura creatura, maliciosamente los panteístas confunden la creación con la emanación. Los principales exponentes de esta aberración son los filósofos judíos y un gran número de modernos, comenzando con Maimonides, y después Spinoza.

Volviendo al tema: Por eso la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o Verbo del Padre, posee juntamente con él y el Espíritu Santo la plenitud de la divinidad. Es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, como decimos en el Credo de la misa. El mismo Cristo lo proclamó abiertamente cuando dijo: “El Padre y yo somos una misma cosa” (Jn., X, 30).

La tercera persona de la Santísima Trinidad recibe en la Sagrada Escritura y en la tradición cristiana el nombre misterioso de Espíritu Santo. Es el lazo de unión entre el Padre y el Hijo, el Amor subsistente que abraza y consuma en la unidad.

El Padre—en efecto—viendo reflejado en su propia divina esencia a su Verbo divino, que es la Imagen perfectísima de sí mismo, le ama con un amor sin límites. Y el Verbo, que es la Luz del Padre, su Pensamiento eterno, su Gloria, su Hermosura, el Esplendor de todas sus perfecciones infinitas, devuelve a su Padre un amor semejante, igualmente eterno e infinito. Y al encontrarse la corriente impetuosa de amor que brota del Padre con la que brota del Hijo, salta—por decirlo así—un torrente de llamas, que es el Espíritu Santo: amor único, aunque es mutuo, viviente y subsistente; abrazo, vínculo, beso inefable qué consume al Padre y al Hijo en la unidad del Espíritu Santo.

En el Antiguo Testamento hay varias alusiones a este misterio; pero Dios no quiso enseñarlo de modo claro, quizá porque los judíos, propensos a la idolatría hubieran tomado por tres dioses a las tres personas divinas.

En el Nuevo Testamento se nos enseña de manera precisa. Veamos dos textos en que se nombran las tres divinas personas:

El 1o es cuando el bautizo de Cristo. El Padre dejó oír su voz desde el cielo: “Este es mi Hijo amado; escuchadle”. El Hijo era bautizado por San Juan. Y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma (Mt., III, 17).

el 2o fue cuando Cristo mandó a los Apóstoles a la conversión del mundo. “Id, les dijo, y enseñad a todas la gentes, y bautizadlas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt., XXVIII, 19).

Tal es, en sus lineas fundamentales, y tal como podemos vislumbrarlo a través de los datos que nos proporciona la divina revelación, el misterio insondable de la vida íntima de Dios.

El argumento más fuerte que esgrimen los teólogos modernos, para negar el dogma de la existencia de Dios y de la Santísima Trinidad es la falsedad de la supuesta incomprensión del mismo por parte del hombre actual. Esta dificultad no es propia del hombre moderno sino la de esos neo-teólogos y la de los hebreos que nunca han aceptado caprichosamente, ni al Hijo, ni al Espíritu Santo. Sólo han aceptado al Padre, y con el cual se hablan de Tú. Y eso los ha llevado a la conclusión de que son iguales a Dios para caer en el panteísmo, pero al darse cuenta de la realidad de sus miserias, terminan en el ateísmo o en el nihilismo.

El cristianismo no encuentra hoy dificultad alguna para explicar esta verdad al pueblo, como tampoco la hubo en el pasado, prueba de lo cual ha sido el crecimiento arrollador de la Iglesia. Precisamente esta verdad se halla tan profundamente arraigada en los fieles, que formalmente debería aceptarla la iglesia postconciliar.

Y cuando se intenta mediante rodeos, cuestionarla con tan abstrusas y maliciosas explicaciones, no consigue ni siquiera la atención de los fieles, ya que la edad madura y ancianos siguen creyendo en lo que aprendieron en su infancia, y los niños y jóvenes se muestran indiferentes ante las incomprensibles nuevas definiciones, donde el Hijo de Dios no es Dios y el Espíritu no es Dios Espíritu Santo. El pueblo no está formado por teólogos ni lingüistas, pero capta con reverencia la superior verdad trinitaria y no tiene dudas de la divinidad de las tres personas.

Por último, se concluye, respecto a este tema que: El Dios de los cristianos, es la Santísima Trinidad, el cual es un misterio, y un dogma de fe definido. Es también verdad fundamental del Catolicismo, pues sin él no se entienden ni la Encarnación, ni la Redención, ni la Eucaristía.

Otro, de los dogmas del catolicismo más atacado por los teólogos modernos es la divinidad de Cristo, por ello es necesario exponer algunos textos de la Sagrada Escritura de los muchos que hay que demuestran su divinidad.

DIVINIDAD DE CRISTO

Son clarísimos los textos de los evangelios que atestiguan que Jesucristo afirmó que era Dios. Sin dejar margen a duda y en diversas circunstancias, ha declarado que era Dios, e Hijo de Dios, igual en todo a su Padre que lo envió; y, a la vez, que es el Mesías prometido.

El argumento simple y contundente para demostrar la divinidad de Cristo, es la lectura del Evangelio que produce en el espíritu de todo hombre sincero la convicción profunda de que Jesucristo se ha proclamado Dios y en todo igual a su Padre. Esta convicción no es sólo efecto de un texto aislado, sino del conjunto de los Evangelios, San Juan ha escrito el suyo con el fin principal de dar a conocer la divinidad de Cristo. Lo mismo atestiguan San Jerónimo, Tertuliano y otros, y aun los racionalistas no lo ponen en duda; esto dejando aparte que el principio y remate de la obra suficientemente lo demuestran.

Veamos cómo empieza: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Desde toda la eternidad era en Dios. Por Él ha sido creado todo, y nada de lo que ha sido hecho lo ha sido sin Él. En el mismo está la Vida y la Vida era la luz de los hombres… Y el Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros”. El final no es menos explícito: “Los cuales (los milagros de Jesucristo) han sido escritos a fin de que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (S. Juan, XX, 31). Esta misma convicción de los evangelistas prueba que realmente Jesús ha afirmado su divinidad.

Es indudable que la primera generación cristiana creía en Jesucristo-Dios en el mismo sentido en que creemos nosotros. Y buena prueba de ello es que, aún antes de la aparición de los Evangelios, San Pablo, que había conferenciado con los apóstoles sobre la enseñanza del divino Maestro (Gál., I, 18; II, 2), predicaba ya claramente la divinidad del Redentor (las Epístolas de S. Pablo, miradas en conjunto, son los documentos más antiguos del cristianismo, fueron escritas entre año 48 y el 64, por lo tanto, la doctrina tan explícita de S. Pablo sobre la divinidad de Jesús, sobre la Redención, sobre la Institución de la Iglesia y de los sacramentos, estaba ya extendida en la Iglesia, aun antes que los evangelistas hubiesen comenzado a referir la vida y enseñanzas de su Maestro. Al leer los fieles los evangelios, ya sabían que se hablaba de Jesús como Dios hecho hombre).

A los Colosenses dice, hablando de Jesús (I, 15, 17): “En Él han sido creadas todas las cosas, lo mismo en el cielo que en la tierra… Todo ha sido hecho por Él y para Él; Él es antes que todos, y todas las cosas subsisten en Él”. A los Romanos (VIII, 32) escribe que Jesús es “el propio Hijo de Dios”, y esto no sólo en el sentido en que lo decimos de los justos: y más ampliamente (IX, 5) dice aún: “El Cristo, según la carne, ha salido de Israel, está sobre todas las cosas, y es Dios por siempre bendito”.

A los Filipenses (II, 5-7): “Habéis de tener en vosotros los sentimientos de Jesucristo, el cual, a pesar de existir como Dios y tener por esencia y no por usurpación el ser igual a Dios, con todo quiso humillarse, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

Jesucristo se atribuye lo que siempre, y con razón, los hombres han considerado como propio sólo de Dios. “Yo soy el camino, la verdad y la vida (Juan, XIV, 6). Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (VII, 12). Yo soy el pan vivo, que ha descendido del cielo (VI, 51). El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día (VI, 55). Yo soy la resurrección y la vida, todo el que en mí cree, aunque haya muerto, vivirá (XI, 25-26).

Todas las naciones de la tierra verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad. Y Él enviará a sus ángeles… (Mateo, XXIV, 31). El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y reunirá a sus escogidos (Marcos, XIII, 27). El Hijo del hombre enviará a sus ángeles y ellos quitarán de su reino todos los escándalos y a los que cometen la iniquidad (Mateo,, XIII, 41). Muchos me dirán en aquel día: Señor, ¿no profetizamos en vuestro nombre, no lanzamos demonios e hicimos muchos milagros? Y yo les responderé entonces: no os conozco; apartaos de mí cuantos habéis obrado la maldad (Mateo, VII, 22-23). Así como el Padre resucita a los muertos y los vuelve a la vida, así el Hijo vivifica a los que quiere (Juan, V, 21).

En donde estuvieren dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo, XVIII, 20). Todo lo que pidieres a mi Padre en mi nombre, Él os lo concederá. Todo lo que pidieres a mi Padre en mi nombre, yo os lo daré (Juan, XV, 16; XIV, 13). El que renunciaré a su casa, a sus hermanos o a sus hermanas… por mí, recibirá el céntuplo y después la vida eterna (Mateo, XIX, 29). Todo lo que hace el Padre lo hace también el Hijo (Juan, V, 19). Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a Él, y pondremos en Él nuestra morada (XIV, 23). Todo lo que tiene mi Padre es mío (XVI, 15).”

No menos claramente atestigua el Salvador su divinidad cuando perdona los pecados (Lucas, V, 20.25). Este poder que Él se atribuye excede tanto el poder humano, que por ello se escandalizaron los maestros de Israel. ¿Quién es éste- dijeron.- que tales blasfemias profiere? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios…? Atestigua también su divinidad cuando declara que enviará al Espíritu Santo, como el Padre le ha enviado a Él (Juan, XIV, 26; XV, 26), y cuando anuncia que vendrá, al fin del mundo, a juzgar a los vivos y a los muertos, y galardonará a cada uno según sus obras (Mateo, XXV, 31-46).

Mencionemos ahora algunas ocasiones solemnes, en que, ya en presencia de sus discípulos, ya en la de sus enemigos, de sus mismos jueces y del gran consejo de la nación, Jesús proclamó abiertamente su divinidad.

Es importante considerar, que desde el tiempo del rabinismo hasta la venida de Jesucristo, los lideres del pueblo judío torcieron la concepción de la figura del mesías, ya que ellos esperaban a un mesías guerrero, y materialista, un caudillo que los vengara de sus enemigos, y pusiera Israel, en la cima de todas las naciones, pero cuando Nuestro Señor se presentó a ellos, diciendo, que su reino era espiritual, y no terrenal y carnal, y que además tenían que perdonar y tener misericordia con sus enemigos, eso los hizo enfurecer, y no lo aceptaron como mesías y también por eso planearon su muerte.

Preguntaba un día a sus discípulos sobre su persona. “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”; a lo que respondió S. Pedro: “Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo”. Y lejos de condenar esta profesión de fe clara y precisa, Jesús alaba por ella a su discípulo y le declara que sólo su Padre celestial pudo inspirarle estas palabras, puesto que sólo Él era quien le podía dar a conocer el misterio de la eterna generación (Mateo, XVI, 13-18), y le recompensa con la promesa de hacer de él la piedra fundamental y el jefe de su Iglesia.

En otra ocasión, Jesús se encontraba en medio de las muchedumbres. “¿Hasta cuándo—le dicen algunos—tendrás en suspenso nuestras almas? Si tú eres Cristo dínoslo claramente.” Jesús responde: “Ya os lo he dicho y no me creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de quien soy… Mi Padre y yo no somos sino una cosa”. En oyendo estas palabras, tomaron piedras los judíos para apedrearle como blasfemo… Jesús no se inmutó; lejos de retractarse dijo: “Yo os he mostrado muchas obras de mi Padre, ¿por cuál de ellas me queréis apedrear?” “No te apedreamos—le respondieron—por tus obras buenas, sino porque siendo, como eres, hombre, te haces Dios” (Juan, X).

Aquí se puede notar, lo duro y cerrados que fueron y son los judíos, que jamás quisieron y no han querido comprender, la doble naturaleza divina y humana de Jesús, y caprichosamente y sin pruebas y argumentos y nada más porque ellos querían y aún lo quieren verlo como sólo un hombre. (actualmente dicen ellos que Jesús es un Super Estrella, un gran profeta a la altura de Buda, o Mahoma, pero es sólo un hombre)

Veámosle delante del Sanedrín, tribunal supremo y religioso de su nación. El gran sacerdote precisa la cuestión en términos claros y terminantes: “En nombre de Dios vivo—dice al acusado,–te conjuro a que nos digas si tú eres el Cristo, hijo de Dios”. “Sí, lo soy—responde tranquilamente Jesús: y para confirmar esta categórica afirmación, añade:–Y veréis un día al Hijo del hombre sentado a la diestra de la majestad de Dios, y viniendo sobre las nubes del cielo.” Al oír estas palabras, el gran sacerdote rasgó sus vestidos, diciendo: “¿Qué necesidad tenemos de testigos? Ya habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece?” Y todos respondieron: “Digno es de muerte”.

Pues bien, son innumerables los textos del Nuevo Testamento, que nos señalan la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

Por último, se ha expuesto tanto la doctrina del Dios trino y uno en quien creemos los cristianos, como la misma divinidad de Cristo, con la intención de que el lector, tenga las pruebas y la convicción de su fe católica, y también para reivindicar la verdadera doctrina con respecto a ello, de la Iglesia Católica.

Para la elaboración de este escrito se tomo como base los libros: “Teología de la Perfección Cristiana” del Padre Antonio Royo Marin; “La Judaización del Cristianismo y la Ruina de la Civilización” de Federico Rivanera Carlés.

Mons. Martin Davila Gandara