La Viña del Señor

El reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que al comenzar el día, salió a alquilar jornaleros para su viña” (Mt., XX, 1)

Jesucristo, para darnos a bien entender que son muchos los llamados a la gracia y a la salvación eterna, pero pocos los escogidos, se dignó proponer la parábola que se lee en el Evangelio del domingo de Septuagésima. Siendo ésta la del padre de familia que, en distintas horas del día, fue a la plaza para llamar a los hombres y enviarlos a trabajar en su viña.

Por lo mismo, tres cosas hemos de considerar en este escrito: 1) ¿Cuál es esta viña que debemos cultivar? 2) ¿Cómo debemos cultivarla? 3) ¿Qué frutos debe producir?

La Viña del Señor

Es nuestra alma, misma que pertenece a Dios por varios títulos. Él es quien la ha plantado, así como dice Jeremías profeta: “Yo te planté de vid generosa” (Jer., II, 21).

Además habiéndola asolado el demonio, el Señor la rescató, no a precio de oro o de plata, sino con su preciosa sangre, y la restauró con infinitos cuidados.

El Señor ¿Qué no ha hecho por ella? De esto nos dice Isaías profeta: “¿Qué más podía yo hacer por mi viña, que no lo hiciera?(Isa., V, 4). Ya que Dios la ha plantado y regado, a nosotros toca prestarle nuestra cooperación, para que produzca frutos.

¡Ah! ¡tantos cuidados como dedicamos a nuestro cuerpo! Y por nuestra alma, ¿qué hacemos? Lamentablemente, bien poco o nada. ¿Será esto falta de fe? O también ¿no será acaso, una ingratitud, una injusticia, una locura?

¡Qué cuenta tendremos que dar! Porque si no nos preocupamos de nuestra alma, esta pobre viña permanecerá estéril; y ¿no sabemos la sentencia de Jesucristo que nos hace en el Evangelio: todo árbol que no de buen fruto será cortado y arrojado al fuego? (Mt., III, 10).

Como debemos cultivarla

La vid, dado el valor del fruto que produce, requiere un cultivo diligente y fatigoso. Pero, ¿no es nuestra alma, por su divino origen y su sublime destino, más preciosa que todas las cosas del mundo?

No debemos, pues, escatimar nada para cultivarla bien y para hacer que lleve los mejores frutos. Ahora bien, para que la viña lleve buenos frutos es preciso:

1.- Cavarla y abonarla, como hizo el dueño con la higuera de que habla el Evangelio: “Señor, dejala todavía este año hasta que cave y la abone” (Lc., XIII, 8)

Para el alma, esto significa que, primeramente, ha de ser cultivada con la práctica de las virtudes, sobre todo las que purifiquen y la libren del pecado y de sus escorias, a saber: la humildad, la compunción, la penitencia. Sin este trabajo no hay racimos, no hay aquel vino que germina vírgenes, como dice Zacarías IX, 17. O sea, la verdadera santidad.

2.- Limpiarla y podarla; es decir, librarla de todas las ramas inútiles que absorben y agotan la savia sin provecho.

Para el alma, equivaldría a una renuncia a todo lo que es nocivo y superficial, ya en ella, ya en torno de ella. Es el penoso trabajo de la mortificación, de la abnegación, del desprendimiento, del sacrificio. Así como dice San Pablo: “Negando la impiedad, y los deseos del mundo” (Tit., II, 12).

Sin embargo, no creamos que esta poda pueda hacerse una vez para siempre. Ya que las ramas brotan de nuevo, dice San Bernardo; es preciso cortar frecuentemente y, si es posible, todos los días, porque todos los días encontraremos algo que mortificar en nosotros, o sea: “arrancar y destruir”, como dice, el libro de Jeremías I, 10.

3.- Apuntalarla contra la acción del viento y de la tempestades, tanto más cuánto que vid por sí misma no tiene consistencia para sostenerse.

Para el alma, el Señor se ha dignado multiplicar sus soportes; porque ¡cuán fácil es sostenerla con la fe y la confianza en Dios, con el recuerdo de la cruz y de los sufrimientos de Jesucristo, y con los sacramentos! Por eso decía San Pablo: “Si Dios esta por nosotros, ¿quien contra nosotros?”(Rom., VIII, 31).

También, el mismo San Pablo, en medio de su flaqueza, encontraba su único y poderoso socorro y apoyo en la misma virtud de Jesucristo. Y por eso decía: “Muy, gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo” (II Cor., XII, 9).

Fuera de Dios no encontrará el alma ningún apoyo sólido y seguro. Por eso decía Isaías profeta: “He aquí que confías en el apoyo de esta caña quebrada, que penetra y horada la mano de todo el que se apoya en ella” (Isa., XXXVI, 6); “Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoyo” (Mt., XV, 14).

4.- Rodearla de un seto o de un muro, para preservarla de los destrozos de los ladrones o de las bestias.

Para el alma, esto significa la observancia de la ley de Dios, la vigilancia continua, la huída de las ocasiones peligrosas, la modestia, la mortificación de los sentidos, la oración, la devoción a María Santísima.

Así es como será protegida contra los ataques del demonio, del mundo y de la carne: de esto precisamente nos habla el Salmo XVI, 8: “Cuidame Señor como la pupila de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas”.

5.- Finalmente, la viña necesita de la lluvia y del sol, lo cual no depende del viñador, sino del cielo.

Igualmente el alma necesita en absoluto del rocío del celestial, es decir, de la gracia de Dios y de las dulces influencias del sol, esto es, del Espíritu Santo, que es el divino amor.

Pero todo ello, depende de nuestra buena voluntad, de nuestro fervor en orar y recibir los sacramentos; con estas condiciones el padre de familias que representa a Dios en la noche al termino de la jornada nos dará nuestro justo salario.

Y será como dice el Salmo I, 1, 3: “Varón bienaventurado, que no anda en consejo de impíos. Será como árbol plantado a la vera del arroyo, que a su tiempo da su fruto, y cuyas hojas no se marchitan”.

Al contrario, la viña estéril, es decir, el alma infiel, debe temer que Dios no ejecute su amenaza y le rehuse la lluvia fecunda de su gracia y de sus bendiciones. Y será como dice Isaías: “El Señor les mandará a las nubes, que no llueva sobre ella” (Isa., V, 6).

Sobre este punto: ¿Podemos persuadirnos de que nosotros tomamos estos cuidados? O acaso ¿Hemos sido descuidados de nuestra alma? Y estos podrán decir, como en el Libro del Cantar de los cantares: “Mi viña no la cuide” (Cant., I, 5).

¡Cuántos permanecen en una ociosidad culpable! ¿Estando todo el día de sin hacer algo de provecho para su salvación? ¡En que triste estado se encuentra su alma! ¿Qué fruto podrá llevar y que recompensa merecer?

Que frutos debe de llevar

1.- Una viña descuidada no tarda en ser invadida por las zarzas y no da más que racimos agrios; el Sabio nos la pinta en un lamentable cuadro: “Pasé junto al campo del perezoso y junto a la viña del insensato. Y todo eran cardos y espinas que habían cubierto su haz, y su albarrada estaba destruida” (Prov., XXIV, 30, 31).

También el alma, si está abandonada o mal cultivada, pronto estará llena de defectos, de vicios, de pecados de todas clases e incapaz de producir buenos frutos. Sobre ella caerá la maldición del Cielo: “Varones de Judá, juzgad entre mi y mi viña. ¿Cómo he esperado que diese uvas, y dio hojas caducas” (Isa., V, 3, 4); porque “todo árbol que no produce fruto será cortado y echado al fuego” (Mt., III, 10; VII, 19).

2.- Al contrario, una viña bien cultivada produce racimos suculentos. Asimismo, un alma bien cuidada produce la virtud por excelencia, la caridad, que es el vínculo de la perfección y la plenitud de toda ley.

La caridad produce a su vez todas las virtudes cristianas. Así como dice San Pablo: “La caridad es paciente, es benigna” (I Cor., XIII, 4). Como una reina, jamás se presenta sin sus doncellas. La caridad santifica hasta nuestras menores acciones, toda nuestra vida, nos enriquece para el cielo y nos hace dignos de Dios.

Por último. Pensemos que cuanto más ardor empleemos en el cultivo de nuestra alma, tanto mayor será nuestra recompensa. No nos entreguemos, pues, a la negligencia, a la ociosidad; no dejemos para más tarde este cultivo y cuidado. Hay que tener presente que Dios dará su denario celestial sólo a los que hubiesen trabajado para Él como es debido.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Mons. Martin Davila Gandara