“Tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y subió a un alto monte” (Mt., XVII, 1)
Había prometido Jesucristo que dejaría ver a algunos de sus discípulos la gloria con que vendrá al fin de mundo para el juicio universal, cuando, transcurridos seis días, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y los condujo a la cumbre del monte Tabor. Llegados allá, se transfiguró, dándoles con ello, un anticipo de su excelsa majestad.
Al decir de los Santos Padres, aquellos tres apóstoles significan en un sentido místico, las tres clases de cristianos que serán admitidos a la visión beatífica de Dios, en la eterna gloria del cielo.
Los Apóstoles San Pedro, San Juan y Santiago el mayor, fueron quienes estuvieron presentes en la transfiguración de Jesucristo. Y son ellos, en cierto modo quienes representan a aquellos que serán admitidos a la visión beatífica del Señor.
San Pedro representa la primera clase de los hombres que se salvarán.
San Pedro fue uno de los tres testigos de la transfiguración de Jesucristo, el cual después de la resurrección del Señor afirmó por tres veces que le amaba tiernamente con una triple confesión: “Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón hijo de Juan, ¿me amás más que éstos? El le dijo. Sí, Señor, tú sabes que amo. Díjole: Apacienta mis corderos” (Jn., XXI, 15 y sigs.).
Sobre este Evangelio Cornelio A lapide comenta que S. Pedro ardía en caridad, y que con ello, nos enseña, que serán también participes de una gracia tan singular los que estén adornados de esta virtud de la caridad.
En efecto: el mismo Jesucristo dijo que los que tengan caridad serán tiernamente amados de su eterno Padre, y que Él se les manifestará después en la gloria.
Esto es precisamente lo que dice Nuestro Señor en S. Juan XIV, 21: “Quien tiene los mandamientos, y los conserva, ése es quien me ama; y quien me ama, será amado de mi Padre, y Yo también lo amaré, y me manifestaré a él”.
Este amor no debe ser un amor ineficaz, propio de esos que nada saben hacer por el supremo Bien, a quien aman, sino que ha de ser un amor operativo, fecundo en la buenas y santas obras. Es por eso, que San Juan recomendaba a sus discípulos: “Hijitos, no amemos de palabra, y con la lengua, sino de obra y de verdad” (I Jn., III, 1).
San Juan representa la segunda clase de los hombres que se salvarán.
San Juan, fue testigo, de la transfiguración de Jesús. El cual siendo Virgen, nos dice Cornelio a Lapide nos enseña que la segunda clase de cristianos que con toda seguridad serán admitidos en el cielo es la de los vírgenes, o sea la de las personas castas y puras que se mantienen apartadas de los vicios y se ejercitan en las santas virtudes. Es por eso que San Buenaventura afirma que San Juan fue siempre señalado por su virginidad.
En efecto: las personas virtuosas que se ejercitan en las virtudes sin dejar nunca de progresar en ellas, verán finalmente a Dios en su gloria. Así como dice el Salmo LXXXIII(83), 8: “Que suben de virtud en virtud hasta que Dios se hace ver de ellos en Sión”.
Por lo mismo, dice San Buenaventura: que no debemos olvidar de ejercitarnos en las virtudes, porque de lo contrario volverían los vicios a posesionarse nuevamente de nuestro corazón y nuestro estado de nuestra alma resultaría peor que antes.
Santiago Apóstol, representa la tercera clase de hombres que se salvarán.
Finalmente, Santiago tuvo también el privilegio de asistir a la transfiguración de Jesucristo, el cual según Cornelio a Lapide, había sido el primer mártir entre los Apóstoles, y con ello, nos enseña—al decir de los sagrados intérpretes—que la tercera clase de personas que pueden vivir seguros de que serán admitidos en la gloria de los bienaventurados son los mártires y los que sufren angustias y tribulaciones.
Nos dice San Lorenzo Justiniano, en efecto: es cierto que los que sufren angustias y tribulaciones llegarán al cielo, porque ésas son a menudo un indicio de amor, un presagio de felicidad y una garantía de predestinación.
Claro esta, que no basta, pasar penas, angustias y tribulaciones para ser admitidos en el cielo; es necesario, además, saber soportarlas, con gusto y deseo, a lo menos con paciencia.
Es por eso, que el Cardenal Hugo nos dice, que hay un triple grado en la aceptación de esas penas y tribulaciones, por lo cual, debemos soportarlas: primero con paciencia, segundo libremente, y tercero deseándolas y anhelándolas.
Por último, procuremos encontrarnos en alguna de estas tres clases de personas, para tener la dicha de gozar de Dios, no un momento tan sólo, sino por toda la eternidad.
La mayor parte de este escrito fue tomado del libro: “Triple Serie de Homilías” de Mons. Ricardo Schüller.