Preparación para la muerte

LA PREPARACIÓN Y LAS LECCIONES QUE NOS DA LA MUERTE

El hombre actual, aturdido con las múltiples distracciones de este mundo, es incapaz de analizar y reflexionar sobre la muerte y nuestros destinos eternos.

Comencemos primero por analizar las lecciones que nos da muerte.

Primera lección: ¿QUÉ ES MORIR?

Para ello, comencemos, por dar unas definiciones sencillas pero a la vez completas acerca de la muerte:

1)La muerte es dejar todo lo que tenemos. Es el despedirse o el decir adiós a todas las cosas de aquí en la tierra, a las riquezas y bienes materiales, a los honores, a los placeres, a los parientes, a los amigos, a las pasiones tan halagadas, al cuerpo tan idolatrado.

2) La muerte es la separación del alma y el cuerpo: el alma vuelve a su Creador para ser objeto del juicio particular, es como dice S. Pablo después de la muerte el juicio. El cuerpo vuelve a la tierra, de donde salió, ser pasto de los gusanos; así como nos lo dice el Eclesiástico XII, 7: “Nos convertiremos en polvo de la tierra de donde hemos salido”.

3) La muerte es sufrir la sentencia fulminante contra el pecado; así como  dice S. Pablo a los Romanos VI, 23: “El pago de la muerte es el pecado”. Es pasar del tiempo a la eternidad, a una eternidad feliz, o a una eternidad infeliz y desgraciada. ¡Para los justos, la muerte es la liberación, el fin de todos los males y el comienzo de una dicha eterna; pero, para los pecadores es el término de los goces culpables y el principio de un eterno sufrimiento, y de una desesperación eterna!.

Segunda lección: MORIREMOS TODOS.

1)La fe nos lo asegura, así como dice S. Pablo: “Esta decretado que los hombres mueran una sola vez y después el juicio (Hebr., IX, 27). La experiencia nos lo demuestra cada día, y el Salmo 88, 49 lo dice: “¿Quién es el hombre, que vive, sin ver jamás la muerte?”.

2) Analicemos bien esto; la muerte no respeta a nadie: ni a los niños, jóvenes, adultos, ancianos, tampoco a los ricos, ni a los pobres, a los sabios o a los ignorantes. Nadie escapa a la muerte.

3) Aún aunque tomemos todas las precauciones que queramos, ya recurriendo a los médicos más hábiles, ¿Acaso, todo eso nos impedirá morir? ¿Dónde están Napoleón, y los grandes emperadores? ¿Dónde están esas otras personas que ustedes han conocido, tan dichosas, tan honradas, tan ricas? Todos están en el fondo de su sepulcro, entraron desde su muerte en la eternidad. Díganme ¿dónde están los amadores del mundo? Nada son, sino solo cenizas, exclamaba S. Bernardo, y el Ecli., 38, 23, nos dice: “Ahora me toco a mí, y más tarde a ti”.

Tercera lección: MORIREMOS PRONTO.

Algunos piensan que la muerte está muy lejos, que no van a morir pronto, que les queda mucho tiempo de vida. En contestación a ellos. Veamos cuán veloces transcurren los días, los meses, los años; cada día es un paso más hacia el sepulcro, “los días de los hombres sobre la tierra son pocos, y están contados” (Salmo 38, 6). Es como dice San Pablo, ¡cada día siento que muero un poco! Quizás hemos vivido veinte, treinta, cuarenta años o más; ¡con qué rapidez han pasado! Los que aun nos restan se deslizaran no menos rápidos! Nuestra vida es como una planta, que bien pronto se marchita; es como un vapor que se arrastra y se disipa como un soplo ligero. Por eso debemos de renunciar a toda vana ilusión y estemos ciertos de que no viviremos mucho tiempo. Tal vez un instante y nos sorprenderá la muerte.

Cuarta lección: NO SABEMOS NI CUÁNDO NI CÓMO MORIREMOS.

He aquí lo más terrible. 1)¿Cuándo moriremos? ¿A qué edad? ¿Dentro de diez años, de un año, de un mes, mañana, tal vez hoy mismo? Solo Dios lo sabe: “Ya que no nos corresponde a nosotros conocer el tiempo, que eso es potestad de Dios, por eso hay estar vigilantes para cuando llegue nuestra hora” (Hech., I, 7; Mat., XXV, 13).

2) ¿De qué manera moriremos? ¿De muerte lenta o repentina, de alguna enfermedad contagiosa, o enfermedad ordinaria, de un accidente, en el fondo del mar, o en una catástrofe? Sólo Dios lo sabe. Por eso debemos de vigilar y orar.

3)¿En que lugar moriremos? ¿En nuestra casa, de viaje, trabajando, durmiendo, orando, o en el deplorable acto del pecado? Sólo Dios lo sabe. Vigilemos y oremos.

4) Pero, sobre todo, ¿en qué estado moriremos? ¿En estado de gracia o de pecado? ¿Con pleno conocimiento o sin conocimiento? ¿Tendremos tiempo de llamar al sacerdote, para que nos confiese, y recibir el Santo Viático y la Extremaunción? No lo sabemos. Vigilemos y oremos. Porque hacia donde cayere el árbol, allí quedará. Ordinariamente, cual es la vida tal es la muerte; de la vida depende la muerte, y de la muerte la eternidad: “¡Recordemos que sobre nosotros depende la eternidad! ¡La muerte del pecador será terrible! Y una muerte preciosa a los justos del Señor”(Salmos, 38, 28; 115, 15). ¿Cuál será la nuestra?

Quinta Lección: PREPARÉMONOS, PUES, CADA DÍA.

Porque ya sabemos que la muerte es cierta para todos; los que son inciertos son el cuándo y el cómo. Es, pues, de extrema prudencia estar siempre preparados para recibir la visita de la muerte.

Pero, cuántos cristianos no piensan en ello y se asemejan a aquellos de quienes habla Nuestro Señor: “Y como sucedió en tiempos de Noé, así será la segunda venida del Hijo del Hombre. Por que así como en el tiempo que precedió al diluvio, comían, bebían, tomaban en matrimonio y daban en matrimonio, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no conocieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mat., XXIV, 37-39). ¿Qué debemos hacer nosotros para estar preparados a bien morir?

I. PREPARARNOS A ELLO DESDE HOY.

“Dispón tu casa, porque has de morir y no vivirás más” (Isa., XXXVIII, 1). ¿En qué debe de consistir esta preparación?

1) Respecto al pasado. Lloremos nuestras culpas, y reparémoslas con una sincera penitencia… Confesemos bien todo lo que nos pueda inquietar. Si tenemos restituciones o reparaciones que hacer, no esperemos a más tarde, no lo dejemos para mañana, porque ¡tal vez mañana no habrá más tiempo!.

2) Respecto al presente. Vivamos santamente, no descuidemos ninguno de nuestros deberes: por que como dice  S. Agustín “No puede morir mal, quien siempre ha vivido bien”. Y para esto, S. Jerónimo tiene una excelente máxima “Trabajemos como si tuviéramos que vivir siempre, y vivamos como tuviésemos que morir a cada instante”.

3) Respecto al futuro. Abandonémonos  confiadamente en las manos de Dios, y ofrezcámosle las acciones de cada día, como si hubiesen de ser las últimas de nuestra vida.

II. HAGAMOS A MENUDO LA PREPARACIÓN PARA LA MUERTE.

1)Cada mes, o al menos dos o tres veces al año, fijemos un día para una buena confesión general, para una comunión fervorosa; leamos las preces de los agonizantes; imaginémonos que Dios nos llama a juicio.

2) Ejercitémonos en morir, muriendo cada día a nosotros mismos: crucificando la carne y haciendo morir en nosotros al hombre viejo, así como dice S. Pablo:  “Dejemos al hombre viejo, que se corrompe al seguir los deseos del error”(Efes., IV, 22); “Pues si vivís según la carne, habéis de morir, más si por espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis”(Rom., VIII, 13). Por tanto, penitencia y mortificación constante, despego perfecto de todo: dice S. Pablo a Rom., VI, 21: “ El fruto de la cosas que nos avergüenzan su fin es la muerte” Decía un santo: “Aquel que muere antes de morir, no morirá cuando venga la muerte”.

III. ACEPTAR LA MUERTE POR ADELANTADO, Y AUN DESEARLA.

Es preciso aceptarla: 1)Porque es una ley dada por Dios. Es, pues, su voluntad que muramos, y es preciso someternos a ello con amor. la vida se nos dio como un depósito que debemos volver a Dios cuando nos lo pida.

2)Porque es un sacrificio de expiación: como dice S. Pablo “es el pago del pecado”. Por eso la aceptó Nuestro Señor mismo, para expiar nuestros pecados. Aceptémosla, pues, también en unión con Él, “Que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, como dice S. Pablo a los Fil., II, 8. Aceptémosla con todas las penas y las humillaciones que la acompañan.

3)Porque es una liberación, y justamente porque lo es, debemos aceptarla y desearla. Y mientras estemos en este valle de lagrimas, ¡de cuántos males y miserias estamos rodeados! Acordémonos de Job XIV, 1, que nos dice: “ El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y esta lleno de muchas miserias”.  Ahora bien, la muerte es el fin de los dolores y de los sufrimientos. Es el fin del pecado, el mayor de los males, al que todos estamos expuestos en esta triste tierra: por eso dice S. Pablo: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir ganancia”. Porque es el fin de nuestro destierro; como nos lo dice el Salmo 119, 5: “Desterrados hijos de  Eva”. ¿Qué se diría de un desterrado o de un preso a quien se le anunciara su liberación y que, en vez de que se llene de alegría, se lamenta y no quiere volver todavía a su patria y a su familia? ¿No somos, acaso, nosotros desterrados y prisioneros?

La muerte es el regreso a la patria: así como dice el Salmo 121, 1: “Que alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. La muerte es la puerta del cielo, así como dice el Salmo 41, 3: “Porque mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y estaré en la presencia de Dios?”. También por eso decía S. Juan Clímaco: “Es virtuoso el que espera la muerte todos los días; pero es santo el que la desea a todas horas”.

Por último.- Cuáles son nuestros sentimientos sobre la muerte? Meditemos bien lo que les acabamos de decir: porque si lo ponemos en práctica, no seremos sorprendidos, y nuestra muerte será preciosa delante de Dios. Será para nosotros el comienzo de la verdadera vida, y de la felicidad eterna: “Que Dios nos conceda su Misericordia”.

Mons. Martin Davila Gandara