¿Pueden los sacerdotes perdonar los pecados?

REFLEXIONES ACERCA DEL SACRAMENTO DE LA CONFESION O PENITENCIA

Ante esta pregunta el protestantismo y la mayoría de las personas que se hayan fuera de la Iglesia Católica, por el hecho de no comprender y aceptar la Encarnación y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, o sea el hecho de que un Dios se haga hombre, y reconocer que El es el camino de salvación, y la principal vía por donde el hombre puede acercarse al Eterno Padre.

Todo esto debido a la común opinión de los protestantes y no católicos en general acerca de la doctrina católica del perdón de los pecados por el sacerdote, mismos que aún todavía ve la confesión con sospechas y desconfianza, considerándola como una invención de los sacerdotes.

Durante este escrito vamos a demostrar que este es un prejuicio muy generalizado de la naturaleza de la confesión; para ello mostraremos, además que la doctrina sobre la confesión no sólo es racional, sino que dimana de las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, y que, en realidad de verdad, es uno de los dones más útiles y consoladores que otorgó a la frágil y pecadora humanidad. Para probar esta verdad, no vamos a mencionar las autorizadas declaraciones de la Iglesia, sino apelaremos a las mismas palabras de Cristo y al tribunal del sentido común.

Sólo pedimos al lector no católico un criterio amplio en la consideración de los hechos que les vamos a mostrar. Y a la vez confiamos en su benevolencia. Ya que hay cierto anhelo en algunas denominaciones protestantes por conocer el verdadero punto de vista católico acerca de la confesión.

¿Cuáles son, pues, las pruebas de que los sacerdotes tienen el poder de perdonar los pecados? Comencemos por inquirir cuál haya sido el principal fin que persiguiera el ministerio de Cristo en la tierra. ¿No fue por ventura el de rescatar a la humanidad del pecado, y proveer los medios necesarios para obtener la perfección espiritual y alcanzar la vida eterna? Las páginas del Evangelio están llenas de la compasión de Cristo hacia la doliente y pecadora humanidad. Devuelve la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el habla a los mudos, y el vigor a los paralíticos. S. Mateo resume todo esto en una sencilla frase: “y curó a todos los dolientes” (VIII, 16). Aún cuando derramaba a manos llenas sus beneficios sobre el cuerpo doliente, con todo su corazón tenía más en cuenta las aflicciones del alma. El fin primordial del ministerio de Cristo está simbolizado en su mismo nombre; porque dice el ángel: “le pondrás por nombre Jesús; pues él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados” (Mat., I, 21).

Entre las escenas más conmovedoras de la vida de Cristo, se cuentan aquellas en que nos muestra su compasión por la humanidad pecadora, caída a lo largo del camino, pero contrita y ansiosa de levantarse de nuevo. De esto se recuerda cómo en una ocasión los judíos le trajeron a Jesús a una mujer que había sido hallada en adulterio, preguntándole si debería ser muerta a pedradas, de acuerdo con la ley de Moisés, a lo cual él les contestó: “El que de vosotros se halla sin pecado, tire contra ella la primera  piedra”. E inclinándose, volvía a escribir en el suelo. La tradición nos dice que escribía los pecados secretos de los que le rodeaban. Y uno por uno se iban retirando todos. Cuando, pues, Jesús y la mujer quedaron solos, le preguntó El: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿nadie te ha condenado? Ella respondió: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Pues tampoco yo te condenaré: Anda y no peques más”. (Juan, VIII, 7-11).

No menos dramática es la escena ocurrida cuando Jesús estaba comiendo en la casa de Simón, el Fariseo, en Betania. María Magdalena, una mujer de la calle, a quien los orgullosos fariseos miran con desprecio, se presenta delante de Jesús, y con lágrimas le lava los pies, ungiéndolos con precioso bálsamo y secándolos con sus mismos cabellos. Visto lo cual, los fariseos se escandalizan de que Jesús haya permitido a la mujer siquiera tocarle. Con gusto quisieran echarla fuera por no contaminarse con ella, y Simón dice para sí: “Si este hombre fuera profeta, bien conocería quien y qué tal es la mujer que le está tocando, o que es una mujer de mala vida” (Luc., VII, 39).

¿Obedece Jesús al pensamiento de los fariseos, apartando de sí a la mujer con miradas de escarnio y frases condenatorias? No, por cierto, No tiene para con ella sino palabras de misericordia y de ternura infinita. Y a la hipocresía farisaica dice: “le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho”. A la afligida Magdalena le dice: “Tus pecados te son perdonados… vete en paz” (Luc., VII, 48, 50).

No fue solo a la Magdalena, humillada e inclinada bajo el peso de la culpa, empañada la mirada por las lágrimas del arrepentimiento, a quien Cristo dirigió esas palabras. En Ella estaba encarnada toda la humanidad. La Magdalena sólo fue el símbolo de la raza. Pues a todos los afligidos, a todos los caídos, a todos los arrepentidos del pecado, Cristo murmura las palabras de misericordia y de perdón: “Tus pecados te son perdonados… vete y no peques más”.

Estos hermosos cuadros en que Jesús perdona a la mujer encontrada en adulterio, y a la pecadora Magdalena, y aquel otro en que de sus moribundos labios brota el perdón para sus asesinos, debe ser para los pecadores como la brisa de una eterna primavera. Para las almas que han caído en la negra desesperación, estas palabras son como la alborada de un glorioso día. No importa que el alma se halle cubierta por la lepra del pecado; Cristo la limpiará. “Aunque vuestros pecados sean como la grana, quedarán blancos como la nieve; y aunque fuesen de encarnado como el bermellón, se volverán del color de la lana más blanca” (Isaías I, 18). “La caña cascada no la quebrará; ni apagará el pabilo que aún humea” (Is., XLII, 3).

Tan tierno se mostraba Jesús con los pecadores, que los fariseos se quejaban con los discípulos: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?Mas Jesús, oyéndolo, les dijo: No son los que están sanos, sino los enfermos los que necesitan de médico. Id, pues, a aprender lo que significa: Más estimo la misericordia que el sacrificio; porque los pecadores son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar” (Mat., IX, 11-13). He aquí, en las propias palabras del Maestro, el fin que le trajo a la tierra: salvar al extraviado pecador. Para hacerle ver con mayor claridad este fin, Cristo narró tres parábolas: la primera acerca del Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas en el desierto para ir en pos de la oveja perdida.

Luego, en hallándola, cárgala sobre sus hombros, y la retorna a su rebaño, por lo cual llama a sus amigos y vecinos, diciéndoles: “Regocijaos conmigo, porque he hallado la oveja mía, que se me había perdido”. Y en seguida aplica la parábola: “Os digo que a este modo habrá más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no tienen necesidad de penitencia”. (Luc., XV, 7).

La segunda parábola se refiere a la mujer que, teniendo diez dracmas, pierde una. Prontamente enciende una luz y barre la casa y busca con diligencia hasta que la encuentra. Entonces llama a sus amigas y vecinas, diciéndoles: “Regocijaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido”. La tercera parábola es quizás la más hermosa y conmovedora que saliera de los labios del divino Maestro. Es la del Hijo Pródigo. De todos es sobradamente conocida. Y con tal maestría hace vibrar las emociones, y llega al punto culminante cuando el padre reconoce a distancia al hijo pródigo que vuelve, corre hacia él, le abraza y le perdona. Luego ordena a los siervos que maten la ternera más bien cebada, y quiere que todos se regocijen con él “pues este hijo mío estaba muerto y ha resucitado; habíase perdido y ha sido hallado” (Luc., XV, 24). Así se mostró entonces Cristo, y así continúa mostrándose.

¿Habrá alguna persona honrada que después de considerar tan claras enseñanzas de Cristo, pueda aún dudar que su misión primordial fue reconciliar a los pecadores con Dios? ¿Puede concebirse que no haya conferido a la Iglesia que él fundó, el poder y autoridad de continuar esta misión? ¿Tenía Jesucristo interés en salvar nada más a los pecadores de entonces, o quería redimir del pecado a toda la humanidad? Pero si esto último, entonces se sigue lógicamente que ha de haber provisto los medios necesarios para ello.

 Esto, que el sentido común comprende, se comprueba plenamente por los actos de nuestro Señor, quien confirió a los Apóstoles el mismo poder que él tenía de perdonar los pecados. Para demostrar que él poseía este poder, obró un milagro, diciendo al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”. Algunos de los escribas se mostraron escandalizados de que Cristo se arrogara tal poder, y decían: “Blasfema”. ¿Quién es capaz de perdonar los pecados, sino solamente Dios?” Por lo cual Cristo les dijo: “¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate, toma tu camilla y camina? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en al tierra de perdonar los pecados: Levántate (dijo al paralítico): Yo te lo digo; coge tu camilla y vete a tu casa” (Marc., II, 9-11).

Cristo prometió este mismo poder a Pedro y a los demás Apóstoles cuando les dijo: “Os empeño mi palabra, que todo lo que atareis sobre la tierra, será eso mismo atado en el cielo; y todo lo que desatareis sobre la tierra, será eso mismo desatado en el cielo” (Mat., XVIII, 18). Más enfático y más impresionante aún fue el acto con que Cristo, después de su Resurrección, confirió a los Apóstoles ese poder de perdonar: “Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros. Dichas estas palabras, alentó o soplo hacia ellos; y les dijo: recibid el Espíritu Santo; quedan perdonados los pecados  a aquellos a quienes los perdonareis; y quedan retenidos a los que se los retuviereis” (Juan, XX, 21-23).

Con estas palabras Cristo reitera un lenguaje claro y literal, lo que ya antes dijera a los Apóstoles por la figura retórica de atar y desatar. Es importante notar que a estas palabras procede la afirmación de que la misión de ellos es idéntica a la suya propia: “Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros”. Como si les dijese: Así como yo he venido al mundo a reconciliar los pecadores a Dios, así también vosotros tenéis que hacer lo mismo.

Es necesario observar también que Cristo no sólo les dio poder de anunciar el perdón de los pecados, sino de hecho perdonarlos: “quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes los PERDONAREIS”. Si la autoridad de los Apóstoles se limitara a declarar, “Dios te perdona”, entonces sería necesaria en cada caso una revelación particular para que la declaración tuviera validez. Además, el poder conferido tiene carácter judicial. No se les manda perdonar o retener el perdón indistinta sino judicialmente, según lo merezca el pecador. Esto necesariamente requiere la declaración o confesión del pecado. Por último, hemos de observar que esta autoridad o poder no se limita a cierto género de pecados, sino que se extiende a todos sin excepción.

¿Será posible expresar en términos más claros y precisos este poder conferido a los Apóstoles por Cristo? Es evidente que nuestro Señor puso especial empeño en evitar aún la posibilidad de que sus palabras fuesen mal comprendidas e interpretadas en cualquier tiempo. ¿Cómo puede haber personas que, profesando creer en la verdad de las enseñanzas de Cristo, puedan eludir la conclusión de que la Iglesia recibió el mismísimo poder que él tenía, de perdonar los pecados?

Algunos conceden que los Apóstoles recibieron este poder, pero niegan que haya sido transmitido a sus sucesores. Esta idea queda totalmente destruida con la afirmación de Cristo de que no confirió este poder a los Apóstoles en su capacidad individual, sino en su calidad de funcionarios de una corporación, la Iglesia, que estaba destinada a perdurar por todos los siglos. Pues les dijo: “Id, pues, y enseñad a todas la naciones… Y he aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mat., XXVIII, 20).

Como los Apóstoles tenían que morir, es evidente que la autoridad recibida por ellos tenía que ser trasmitida a sus sucesores. De otra manera, la Iglesia de Cristo hubiera desaparecido con la muerte de los Apóstoles. Y ahora existe tanta necesidad de reconciliar a los pecadores con Dios, como la había entonces. La Iglesia Católica, pues, continuará esa divina misión, hasta el fin de los tiempos.

Examinemos ahora algunas de la objeciones que se hacen contra este sacramento. Hay ciertos protestantes que dicen: “yo creo que sólo Dios puede perdonar los pecados. Los sacerdote católicos no son divinos. Son tan humanos como los demás mortales. Tienen faltas y debilidades. No tienen más poder de perdonar que el que yo tengo. En efecto, yo tengo tanto poder de perdonar un pecado o crimen como ustedes o cualquier otro ser humano”.

Ante esta objeción, sencillamente el buen católico puede contestar a esa persona que la hace: ¿Puede cualquier ciudadano perdonar a un criminal que se haya en una prisión estatal, lo mismo que puede hacer  el Gobernador de ese Estado? Ante esa pregunta seguro contestará, que “no lo puede hacerlo”. Podemos seguirle preguntando “¿Pero no es usted un hombre?; ¿y no es el Gobernador un hombre los mismo que usted? ¿No dijo usted en su objeción que tenía tanto poder de perdonar una mala acción como cualquiera otro hombre?” Sí, podrá contestar esa persona, pero tengo que hacer una distinción. El Gobernador, como simple hombre no tiene poder de perdonar. Es únicamente porque desempeña el puesto de Gobernador por lo que tiene esa autoridad”.

“Luego con esa respuesta se esta admitiendo, la misma distinción esencial que la Iglesia hace entre el sacerdote como simple ser humano, y como persona que ejerce el oficio de embajador de Cristo, que obra solamente por virtud del puesto que ocupa. El sacerdote, en calidad de persona privada, como Pérez o como Martínez, no tiene más poder que usted o cualquiera otro hombre. Pero el sacerdote, en calidad de oficial, como embajador de Dios Todopoderoso, obrando en su nombre y por su autoridad, ejerce un poder que sobrepasa con mucho al poder de un simple ser humano, y es en realidad, el mismísimo poder de Dios”.

Esta distinción entre el hombre privado, y el hombre oficial, está entretejida con la misma esencia de nuestro sistema de gobierno. Por ej., un hombre prominente va como embajador de México a España. Cuando obra dentro de sus propias facultades como embajador, y firma documentos que afectan las relaciones de España y México, ¿acaso su firma tiene el solo apoyo de un endeble anciano? Por lo contrario, está amparada por la fuerza soberana de una nación compuesta por más cien millones de habitantes. ¿Por qué?  Porque obra como nuestro embajador, en nuestro nombre y con nuestra autoridad.

Esta distinción es precisamente a la que San Pablo aludió en su Epístola a los corintios, explicándoles la saludable traza que Dios proveyó para la reconciliación de los pecadores. “Dios, dice él, nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo, y a nosotros nos ha confiado el ministerio de la reconciliación… Somos, pues, unos embajadores en nombre de Cristo, y Dios os exhorta por boca nuestra” (II Cor., V, 18-20).

San Pablo públicamente declaró ser indigno y frágil. Había perseguido a la Iglesia, y llevaba consigo el “aguijón de la carne” que lo castigaba. Con todo, reconoció que Cristo no había escogido ángeles, sino viles pecadores, para ministros suyos. Todo sacerdote recibe el poder sacerdotal de manos del Obispo, quien a su vez ha recibido su poder a través de una larga sucesión de obispos, hasta llegar a los Apóstoles, y hasta el mismo Jesucristo. Por lo cual, si el sacerdote ejerce el tremendo poder de perdonar los pecados, es porque este poder dimana de Dios, causa primera de todo poder.

Al delegar a los sacerdotes el poder de obrar como ministros de reconciliación, Cristo sigue el plan que había venido desarrollando en todo su ministerio, según consta claramente por los Evangelios; es decir, el de valerse de hombres para administrar sus sacramentos y predicar su doctrina. Así, vemos el mandato que dio a sus Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las naciones”. Asimismo les dijo: “bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat., XXVIII, 19).

¿No es más extraño ver a muchos protestantes que, aunque conceden que Cristo escogió hombres para anunciar su Evangelio y para administrar el bautismo y los otros sacramentos, sin embargo, traten de excluir a los sacerdotes de la administración de este sacramento de la reconciliación? Toda persona sensata podrá ver que en esa manera de obrar se oponen no solamente a las enseñanzas de San Pablo sino también a la doctrina de Cristo.

Otra dificultad que tienen los no católicos proviene de su costumbre de confesarse con Dios privadamente, y su creencia de que esta confesión es bastante para obtener el perdón de los pecados. Un estudiante universitario, a quien el Padre O´brien instruía en la fe, le dijo un día: Padre, yo he tenido la costumbre de incluir en mis plegarias una declaración de mis culpas. Yo le pido a Dios Todopoderoso que me perdone. A mí se ha enseñado a creer que Dios perdona directa e inmediatamente, sin mediación de ningún ministro ni sacerdote. ¿Cómo sabe usted si por ventura Dios no me perdona en vista de mis oraciones, sin la intervención del clero?”

El padre O´brien le contesta a este joven. “es verdad que Dios puede perdonar directa e inmediatamente a una persona. No somos nosotros quienes hemos de poner limites ni al poder ni a la misericordia de un Padre, todo poder y todo misericordia. Con todo, es evidente que tenemos obligación el perdón de acuerdo con lo que El dejó ordenado, y no según nuestros caprichos personales. ¿Por ventura tiene usted el derecho de decir a Dios cómo otorgar el perdón? ¿O es Dios el que tiene ese derecho? Sí, por cierto; y Dios lo ejerció cuando nos reveló por medio de su divino Hijo los medios ordinarios por los cuales deseaba conceder a la Humanidad el perdón. Ese medio es el Sacramento de la Penitencia, según el Evangelio”.

Claro, que si una persona está muriendo, y no hay un sacerdote disponible en ese momento, entonces esa persona puede confesarse directamente con Dios, y mediante un acto de perfecta contrición, podrá recibir directamente de Dios el perdón. Dios no pide lo imposible. Es cosa racional, y doctrina de la Iglesia, que en casos extraordinarios Dios no sólo puede, sino que realmente perdona en esa forma al penitente. En verdad de verdad, siempre que se hace un acto de perfecta contrición, Dios perdona directamente los pecados, si bien queda la obligación de confesarlos después en la Confesión ante un sacerdote.

Sin embargo, no tendría objeto ni significado la delegación de este divino poder a los Apóstoles y a sus sucesores, si la gente pudiera ordinariamente confesarse en secreto con Dios y recibir el perdón directamente de él. Nadie se curaría de revelar sus culpas a otro ser humano. El acto de conferirles a estos embajadores de Cristo el poder de atar y desatar, de perdonar y retener, constituiría una insulsa y engañosa burla.

Realmente esta objeción no es nueva en modo alguno. San Agustín ya la combatió en el siglo IV. “Nadie diga en su pensamiento, escribe este sabio santo, yo hago penitencia delante de Dios en privado. ¿Es por ventura en vano que Cristo haya dicho: “Todo lo que desatareis sobre la tierra será también desatado en los cielos? ¿Es acaso en vano que las llaves hayan sido entregadas a la Iglesia? ¿Hacemos nulo el Evangelio, nulas las palabras de Cristo?” (Sermón 392). En estas palabras, S. Agustín nos manifiesta que para nosotros la cuestión no es cómo puede obrar Dios, sino cómo ha querido realmente obrar. Dios podía haber escogido otros medios para reconciliar a los pecadores, lo mismo que podía haber creado un mundo distinto del que conocemos. Pero lo que nos importa es averiguar cómo ha querido de hecho obrar, y luego aprovecharnos con gratitud de sus maravillosos dones.

Cristo no dejó a la caprichosa volubilidad de las emociones la remisión de los pecados, sino que estableció un tribunal visible que con certeza declare realizado ese fin. Ninguna confesión privada puede derramar el consuelo, la tranquilidad y la seguridad que da el sacramento de la confesión. Si le preguntan a un católico practicante cuáles han sido sus momentos más felices en la vida, seguro que dirá que entre ellos puede contar los momentos que han seguido a la confesión, cuando su conciencia goza de perfecta paz, a causa de haber arrojado de su alma el peso del pecado.

La última objeción. Alegan muchos que la confesión de los pecados al sacerdote no se practicaba en los primeros días de la Iglesia, sino que vino muchos siglos después, cuando la inventaron los sacerdotes para poder tener al pueblo en sujeción. La respuesta es simple. Al conferir a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados, Cristo ciertamente intentó que se pusiera en práctica, de lo contrario, no tenía objeto. Que se haya puesto en práctica, claramente nos lo dice San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: “Muchos de los creyentes venían a confesar y a declarar todo lo que habían hecho” (Hech., XIX, 18). ¿Por qué confesaban sus pecados si no es que los Apóstoles los hubiesen enseñado a hacerlo? Es esta doctrina de Cristo y de los Apóstoles de la cual da testimonio San Juan cuando dice: “Pero si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es él, para perdonárnoslos, y lavarnos de toda iniquidad” (I Juan, I, 9).

El significado de estos textos se hace más evidente por los escritos de los padres de la Iglesia primitiva. Desde el primero hasta el último insisten todos en la confesión sacramental como un institución divina. Citaremos algunos nada más de la larga lista: En el siglo IV San Ambrosio refuta a los Novaciones que “presumían  mostrar grande reverencia por nuestro Señor reservándole exclusivamente a él el poder de perdonar los pecados. No podían cometer mayor culpa que la de tratar de rescindir sus mandamientos y rechazar el ministerio que él confirió… La Iglesia le obedece en ambos respectos, en atar el pecado y en desatarlo; porque el Señor quiso que el poder fuese en ambos casos igual”. (De Penitencia, I, 2, 6). Más adelante dice que este poder pertenece al sacerdocio: “Parecía cosa imposible que los pecados fuesen perdonados por medio de la penitencia: Cristo concedió este (poder) a los Apóstoles y de los Apóstoles ha sido trasmitido al sacerdocio” (Id, II, 2, 12).

Escribiendo en el siglo IV, San Basilio compara la confesión al sacerdote con la declaración de las enfermedades secretas que se hace al médico, a fin de conseguir un remedio eficaz. “En la confesión, dice, debe observarse el mismo método que en descubrir las enfermedades del cuerpo; porque como éstas no se comunican tontamente a todos, sino a aquellos que saben el método de curarlas, así la confesión de los pecados debe hacerse a aquellas personas que tienen el poder de aplicar el remedio” (In Reg. Brev. Quest. 219, T. II, p. 492). Mas después nos dice quienes son esas personas. “Necesariamente nuestros pecados deben confesarse a aquellos a quienes ha sido confiada la dispensación de los divinos misterios. Pues así también se sabe que obraban los que en la antigüedad hacían penitencia a la vista de los santos. Está escrito en los Hechos de los Apóstoles, por quienes también fueron bautizados” (Id., 288, p. 516).

De esta manera San Agustín, San Ambrosio y San Basilio se hacen eco de la voz de todos los Padres tanto de Oriente como de Occidente. De esta manera perduró la práctica de la confesión auricular desde Cristo hasta la Reforma protestante.

Sin embargo hay algo que debe de sorprender a los no católicos, el enterarse de que el mismo Martín Lutero testificó a favor de la confesión, declarando que la “confesión auricular como se práctica ahora, es útil, no sólo, si que también necesaria: ni he de abolirla yo, siendo como es el remedio de la conciencia afligida” (De Capt. Babyl. Cap. De Poenit).

Para finalizar, es importante que consideremos, que a pesar, de que en éstos tiempos, ha habido campañas de desprestigió en contra del sacerdocio católico, debemos seguir confiando en el sacerdocio y en la confesión. A pesar que se le trate a todos los sacerdotes por igual, en la exhibición de esas películas que tratan de presentar casos concretos de escándalos de sacerdotes o instituciones católicas para dar la impresión de que la Iglesia está podrida por dentro. Tal son esas películas como: Mala educación, El crimen del padre Amaro.Y también, en lo referente en abusos cometidos por clérigos con menores, siendo éstos, mucho menos frecuentes de lo que dan a entender los titulares de los periódicos, como ha sucedido en Estado Unidos, que sacan casos como recientes de hace más 50 años, y sin embargo la realidad indica que solo 100 casos de 105,000 sacerdotes han sido condenados en los tribunales, que han vivido en Estados Unidos en esos años.

 Aún con todo esto, Dios Nuestro Señor no quiso escoger ángeles para este ministerio sino hombres, imperfectos, frágiles,  débiles.

En Conclusión, la confesión no es una invención de los sacerdotes, de los obispos o de los papas, sino una Institución de Jesucristo. Es el sacramento por medio del cual puede la Iglesia continuar la misión primordial de Cristo: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se arrepientan”. Es el vivo testimonio del infinito amor de Cristo por la humanidad. Cuando leemos acerca de la tierna compasión de Cristo hacia la mujer hallada en adulterio, hacia María Magdalena, hacia el ladrón crucificado junto con él, hacia sus propios verdugos, quisiéramos haber tenido la dicha de vivir entonces y haber recibido de su misma mano una bendición y de sus labios aquellas consoladoras palabras de perdón. Mas lo cierto es qué, Cristo vive aún en su Iglesia, los siglos no han acortado su mano, ni han acallado su voz. Cuando la mano del sacerdote se eleva en el tribunal de la penitencia para darnos la absolución, no es ya el sacerdote, sino Cristo el que, como en otro tiempo a la Magdalena postrada ante él, acaricia nuestro corazón con las palabras, “Tus pecados te son perdonados… vete, y no peques más”.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro “La Iglesia Católica sus Doctrinas Enseñanzas y Prácticas” Por Rev. Padre Juan A. O´Brien, Doctor en Filosofía.

Mons. Martin Davila Gandara