Reflexiones sobre la festividad del Corpus Christi

El Jueves pasado la Iglesia Católica ha conmemorado la festividad del “Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo”. Siendo esta fiesta una de las hermosas y esplendorosas de nuestra religión.

Al hablar del Cuerpo de Cristo, nos referimos a la Sagrada Eucaristía, la cual está íntimamente ligada a la vida de la Iglesia y de sus fieles. Puede decirse que en ella brota y se manifiesta continuamente esa vida de los cristianos.

En la Santa Misa hace presente la Iglesia sobre sus altares el Sacrificio de Cristo, fuente de nuestra redención, en el cual no cesa ella de ofrecer a Dios en unión con el mismo Cristo.

Por la santa comunión se unen los fieles a Cristo, inmolado por ellos, y transforman su vida en la de Él; nacidos a la vida de la gracia en la aguas del bautismo, se alimentan de ese pan de los ángeles y celestial que es la Sagrada Eucaristía.

Nos dice San Juan en su Evangelio: “Habiendo amado a los que estaban en el mundo, en el fin señaladamente los amó”. (Jn., XIII, 1).

La Eucaristía, es también como el testamento del Hijo de Dios, que va morir. Es un don singularísimo: es como la última prenda de su amor.

El Cristiano sin duda se preguntará: ¿Qué significa este don? ¿A quien se hace? ¿Cuándo y por qué se hace? A lo cual se responderá, que verdaderamente la invención de este don inefable sólo cabe en la mente y corazón de un Dios hecho hombre.

HABIENDO AMADO A LOS SUYOS, nos  dice San Juan, los amó. Ya que todo estaba dispuesto: y también, la hora señalada para dar cumplimiento al gran designio del Corazón de Nuestro Señor Jesucristo que había llegado.

“Mientras cenaba, tomó el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed: éste es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros. Después tomó el cáliz, dio gracias y se lo presentó, diciendo: Bebed todos de él; ésta es mi Sangre; la sangre del Nuevo Testamento, la cual por muchos  se derrama para remisión de pecados”. (Mat., XXVI, 26-27).

¿Quién puede escuchar estas palabras sin sentirse sobrecogido de veneración y trasportado de amor?

“ÉSTE ES MI CUERPO” “ÉSTA ES MI SANGRE” ¿Qué es lo que Jesucristo nos da? Esto es infinitamente más que su reino; ya que no solamente es su poder, su bondad, sus gracias, sus méritos, sino Él  mismo. Su carne inmolada por nosotros, se identifica con la nuestra; su sangre, que ha salvado al mundo, se hace una misma cosa con nuestra sangre; su divinidad nos penetra, y destruye en nosotros lo que ha corrompido el pecado.

El amigo fiel descansa en nuestro pecho y nos dice: “Ponme como sello sobre tu corazón” ¿Será posible buscar algún bien que no esté contenido en este bien? ¡El amor al hombre ha hecho a Dios sumamente bondadoso y pródigo de sí mismo! O ¿No es, por ventura, pródigo el que, no contento con dar lo suyo, se da a sí mismo?

PERO ¿QUIÉNES SON LOS PRIVILEGIADOS A QUIENES SE OTORGA TAN SEÑALADO DON? ¿Estará acaso reservada para la incomparable Virgen María, o para el Apóstol y algunas pocas almas escogidas, imitadoras de la pureza de María Santísima y de San Juan?

No. Jesús concede este favor a todos sus discípulos; lo da a todos los hijos de la Iglesia, sin excepción de tiempos, de lugares ni de condiciones. Nadie está excluido, sino el que se excluye a sí mismo.

Es por eso, que después de realizar esta obra, resumen de todas las maravillas, manda a sus discípulos que hagan lo que acaba de hacer Él mismo: les ordena que perpetúen este milagro de amor, renovándolo hasta la consumación de los siglos, dondequiera que su celo haya producido adoradores de Jesucristo. ¡Cuánta verdad es que su amor hacia nosotros es sin reserva alguna, puesto que se da todo y a todos!

AL INSTITUIR JESUCRISTO LA EUCARISTÍA, obró de una manera desinteresada, porque, ¿qué esperaba de los hombres? Mientras su corazón agotaba, por decirlo así, su generosidad y ternura, ¿qué le preparaban los hombres? En aquella noche, en ese momento mismo los judíos maquinaban su muerte y Judas buscaba cómo entregarle a sus enemigos, es cuando se presentan a su mente divina los atentados presentes y las profanaciones sacrílegas del porvenir, entonces es cuando Él lleva su amor a los hombres hasta los confines de lo infinito.

¿Y QUÉ SE PROPONÍA CON ELLO JESUCRISTO? Sino vencer el exceso de la perversidad del hombre con el exceso de la bondad de Dios. Los hombres le rechazan, y están prontos a pedir su muerte, y Él se encadena perpetuamente, por decirlo así, entre ellos, para no dejarlos jamás.

Sin embargo, los hombres parecen empeñarse en obligar a Dios a herirlos sin misericordia, y Jesús quiere interponerse, como víctima de expiación, mediante un sacrificio perpetuo entre la justicia del Padre y los delitos de los hombres.

Los hombres no pueden soportar su vista, y Él parece como que no los puede abandonar; y no se alejará, al contario, estará, lo más cerca de ellos mientras les pueda dar de comer su Carne y les dé de beber su Sangre. Quiere servir de alimento a sus almas; quiere comunicarles su vida divina, que refluirá en sus mismos cuerpos, puesto que, en su virtud, los resucitará en el último día.

He aquí los designios del amor de Jesucristo al género humano, en este misterio, ya que quiere estar siempre con los hombres, y sacrificarse continuamente por ellos, y unirse a ellos y transformarlos en Él. ¿Puede llegar a más el amor de Cristo al Hombre?

VERDADERAMENTE LA EUCARISTÍA ES DIOS CON NOSOTROS

Tres cosas hay en todos nuestros templos que corroboran esta consoladora verdad: El Sagrario, el altar y el comulgatorio.

EN EL SAGRARIO MORA JESÚS. No se halla ya Nuestro Dios y Señor en algún país lejano ni en un solo lugar: Él está muy cerca de nosotros, en todos nuestros templos donde real y verdaderamente se celebra el auténtico Sacrificio de la Misa (No lo está en las misas modernistas del Novus ordo o en las cenas protestantes).

Su casa está en medio de la nuestra, porque quiere que en su numerosa familia no haya pena ni dolor, para que podamos acudir a Él luego y en todos los momentos en busca de consuelo y de remedio. Jesús es verdaderamente nuestro Emmanuel: Dios con nosotros.

Desde hace veinte siglos la Eucaristía es en el mundo espiritual de la Iglesia lo que el sol en el mundo físico: ilumina, da calor y fecundiza. ¡Cuántas tinieblas ha disipado este divino sol! ¡Cuántos nobles sacrificios ha inspirado!

SOBRE EL ALTAR SE SACRIFICA. El es allí la víctima y el sacrificador. El sacrificio que allí se ofrece, aunque incruento, es el mismo que el de la cruz; su valor, tan infinito como el de aquél.

EN EL COMULGATORIO SE DA.  Tomad y comed, nos dice, éste es mi Cuerpo… ésta es mi Sangre, mi alma, mi divinidad. Es todo lo que tengo, todo lo que soy. Tomadlo.

Yo me doy todo a ustedes: tomen alimento de mi sustancia, incorporen en ustedes a su Salvador, háganse otro Yo. ¡Qué abismo de generosidad! ¡Qué diferencia entre los pensamientos de Jesucristo y los nuestros!

Por el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios se dio al mundo en general, en la Eucaristía se digna darse a cada uno de los hombres: no entra solamente en nuestra familia, sino que se une a nuestra persona, y ¡con qué unión tan inefable!

Jesucristo mismo la compara a la del Padre y del Hijo, que no tienen sino una sola y misma naturaleza en la Santísima Trinidad, diciendo: “Como Yo recibo de mi Padre la vida y vivo por Él, así todo el que se alimenta de mi Cuerpo recibe de Mí la vida y vive en Mí”.

Y ¿cuál es la vida que recibimos de Jesús cuando comulgamos? No es la vida natural que ya teníamos, sino una vida divina, por el acrecentamiento y desarrollo de la vida de la gracia.

Por último, ante tales prodigios de amor, sólo nos resta sino postrarnos con suma reverencia ante Dios Sacramentado y decir: Quid retribuam Domino? ¿Qué podemos darte  Señor en prueba de agradecimiento? La respuesta es que lo recibamos digna y piadosamente y con frecuencia y sobre todo con amor.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Horas de Luz” del P. Saturnino Osés, S. J.

Mons. Martin Davila Gandara