Santo día de Pentecostés

“Enviaréis, Señor, vuestro Espíritu, y un mundo nuevo será creado” (Salmo CIII, 30)

Vayamos con el pensamiento al Cenáculo, en donde el Espíritu Santo desciende sobre los Apóstoles, y consideremos: 1o. Las razones de su venida a este mundo: 2o. Las maravillas de sus divinas operaciones en el cielo y en la tierra.

Transportémonos en espíritu al Cenáculo, en donde están reunidos la Santísima Virgen y los Apóstoles, esperando, con fervorosa oración, la venida del Espíritu Divino.

Representémonos esa venida maravillosa, esas lenguas de fuego que bajan del cielo y se posan sobre la cabeza de cada uno de ellos, símbolo de la transformación invisible que se opera en su interior, del fuego del amor y del celo que llena todo su ser y los transforma en otros hombres.

Deseemos ardientemente vernos nosotros también abrasados en ese fuego sagrado y llamemos al Espíritu Divino, autor de tales maravillas.

Razones de la venida del Espíritu santo a este mundo

Si el Espíritu Santo baja hoy a la tierra, no es para hacernos una visita transitoria, sino para quedarse con nosotros hasta el fin de los siglos; es para acabar de fundar en ella y gobernar la santa Iglesia, conservarla siempre UNA, SANTA, CATÓLICA, APOSTÓLICA; mantenerla en la verdad, a pesar de todos los asaltos de la herejía y de la impiedad; asistirla cuando enseña, de tal manera, que pueda siempre decir: “Así ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros” (Hech., XV, 28).

Es para hacerla eternamente fecunda y engendrar en ella constantemente hijos santos de Dios, apóstoles que la lleven a toda la tierra, mártires que la confirmen con el testimonio de su sangre, doctores que la iluminen con su ciencia, almas escogidas que la edifiquen con sus virtudes. ¡Qué grande y bella misión la del Espíritu Santo! Sólo un Dios podía realizarla.

Y esta misión es obra de este adorable Espíritu, más bien que de las otras dos personas divinas:

1o. Porque, habiendo ya enviado a su Verbo, que es su pensamiento y su imagen intelectual, quiere Dios todavía que su amor sustancial venga a visitarnos, para que se sepa que todo en la Trinidad es amor a nosotros; su poder nos creó y nos conserva, su sabiduría nos redimió y su amor nos santifica.

2o. Porque la venida del Espíritu Santo caracteriza y hace resaltar el espíritu de la nueva ley. Jesucristo no quiere que gimamos ya bajo la ley del temor y de la servidumbre y dice al Amor sustancial que une la Padre y al Hijo, que es Dios como el uno y el otro:

“¡Oh Espíritu, oh Amor! Ve a enseñar a los hombres a servir por amor. Derrama en sus corazones el espíritu de adopción de hijos, por el cual llamarán a Dios su Padre; el espíritu de caridad, el espíritu de amor”.

Tal es, efectivamente, desde el Día de Pentecostés, el carácter propio de la religión. Todo en ella es amor; el amor es todo el Evangelio; el amor difundido en los corazones como fuente de vida, eso es todo el cristianismo.

Acaso ¿es esta la idea que tenemos de él? ¿Trabajamos por realizar esta idea en nuestra conducta, sobre todo en nuestros ejercicios de piedad y en la recepción de los sacramentos? ¿Es el amor lo que nos domina y nos inspira? Nuestra vida ¿es vida de amor?

Maravillosas operaciones del Espíritu Santo en el cielo y en la tierra.

Se pueden considerar estas operaciones en su conjunto y en sus detalles: 1o. Si se las considera en su conjunto, ofrecen un magnífico espectáculo. Empiezan en el seno del Padre, donde sólo el Espíritu Divino ama perfectamente las grandezas divinas, así como sólo el Padre las conoce perfectamente y sólo el Verbo las alaba dignamente. Ese amor deleita al Padre y al Hijo; en su eterna felicidad.

Si de seno del Padre pasamos pasamos a María, a los ángeles y a los santos, vemos al Espíritu Divino que los mueve y los anima, que vivifica al cielo entero, lo enardece, lo abrasa y le hace entonar sus magníficos cánticos en honor de Dios.

Si de ahí bajamos a la tierra, siempre vemos al mismo Espíritu Divino, que inspira a todas las almas santas, pone en sus corazones tantos nobles sentimientos, tantas alabanzas y tanto amor, cuyo aroma sube sin cesar al cielo.

De manera que es un solo y único Espíritu el que hace orar a todos los santos en la tierra y en el cielo, el que anima a Dios mismo y a su débil criatura, y forma como un magnífico concierto, una sublime armonía a la gloria de las tres personas divinas.

¡Dulce verdad, que debe llevarnos a hacerlo todo, a decirlo todo y a pensarlo todo en un unión con el Espíritu Santo y por su impulso!

2o. Las operaciones del Espíritu Santo en detalle no son menos admirables.

¡Qué maravilla es ver al Dios eterno ocupado en cada alma para santificarla, llamando a la puerta de cada corazón no quieren abrirle (Apoc., III, 20)

Y llamando años enteros, sin que su amor se desaliente por la indiferencia que suele hallar, y cuando le acogen, iluminando la inteligencia, excitando la voluntad, corrigiéndola y alentándola, ya atrayéndola por la suavidad de su unción, ya perfeccionándola con una severidad aparente; pero siempre trabajando para formar en ella a Jesucristo! (Gal., IV, 19)

¡Oh! Estas maravillas merecen todas nuestras alabanzas, toda nuestra gratitud y todo nuestro amor. Por lo mismo expresémosle estos sentimientos en el gran día de Pentecostés!

Para finalizar tomaremos las siguientes resoluciones: 1o. De dar gracias con todo nuestro corazón al Espíritu Santo por lo que hace en bien de la Iglesia y de nuestra salvación; 2o. De ofrecernos para seguir, con la completa obediencia, sus divinas inspiraciones.