Un método para educar a los hijos

Esperemos que, después de cuanto se ha tratado en el escrito anterior acerca de la paternidad, les quede a ustedes padres bien impresa en su mente una verdad fundamental de la pedagogía familiar: que el niño no es un ángel como sueñan algunos inconscientes, ni tampoco un pervertido precoz, como nos lo quieren presentar otros.

El niño es una terrible realidad que debe ser conocida, preservada y corregida.

El niño es una realidad que debe ser conocida con profundidad y con amor, y este es el modo de conocerlo más profundamente. Es importante que los padres reflexionen esto, debido a que muchos de ellos, expresan la conducta y tratan a sus hijos de una manera muy superficial. Por lo mismo no se debe contemplar a los hijos solamente por los pocos años  que poseen hoy, hay que ver al hombre del mañana, y tratar de descifrar todo el problema de su vida.

El niño es una realidad que debe ser preservada, pues lleva dentro principios de desviación, que por sí solos pueden conducir a una vida humana al fracaso; pero no faltan también, y esto nos dicta la experiencia, que hay múltiples agentes exteriores de corrupción de nuestra niñez (mala programación en TV, y en el Internet y los videojuegos violentos, malas compañías etc.) y debido a esto, hoy encontramos a un porcentaje demasiado elevado de niños ya pervertidos, en todo el sentido de esta palabra a los seis u siete años.

Una pregunta que deben contestar los padres: ¿qué han hecho para preservar a su hijos? Y por no atender a la preservación de los niños, ¡cuántos fracasos en la educación familiar, cuántas lágrimas, y, lo que es peor, qué tristes huellas quedan, para siempre, en el alma prematuramente manchada de esos inocentes!

El niño es una realidad que debe ser corregida. Todo nuestro afán por conocer y por preservar al niño debe conducir a la obra primordial, en lo que consiste casi totalmente la educación: la corrección.

METODO EN LA CORRECCIÓN

Los padres deben estar convencidos que la corrección debe der metódica, y no deben de ignorar que el niño es una extraña mezcla de luces y sombras; y junto a los mayores heroísmos, las peores bajezas; y por eso que nos es necesario entender la realidad del pecado original, punto clave de toda la labor educacional.

Hoy la mayoría de los padres, si bien no pecan por ingenuidad teórica, pero lamentablemente en la práctica viven en una despreocupación en la corrección de sus hijos, que nos llevan a pensar más bien que son hombres inconscientes o fatalmente desatendidos.

Son muy escasos los padres que, al recibir de Dios un hijo, piensan que se inicia para ellos un período de la vida en que ya deben de estar subordinados a la realidad espiritual de sus hijos; que no podrán construir ya su vida con independencia de ellos; y que esa subordinación es necesaria, insubstituible para formar a los niños. Lamentablemente una inmensa mayoría de los niños se forman o se deforman al margen de las preocupaciones y del conocimiento de sus padres, y si lamentablemente en la actualidad, muchas madres han abandonando sus hogares y a sus hijos, ya sea para trabajar por necesidad o no, o para entregarse a las vanidades de la vida social; los hombres no se quedan atrás y llevan una vida de casi total despreocupación.

Por que las mujeres tal vez saldrían menos, si los hombres fueran responsables, y se quedarán en la casa, o si ellas se sintieran estimuladas y acompañadas en sus sacrificios, porque educar es en extremo agotador.

Se ha querido justificar demasiado la ausencia de los maridos de su casa por las cuestiones económicas. Lo cual no es cierto; si bien hay contadas excepciones justificables, por lo mismo los que hacen por verdadera necesidad o los que lo hacen sin justificación alguna, deben pensar que por unos cuantas centenares de monedas menos podrían ser la causa de una mayor felicidad del hogar y de la buena educación de los hijos.

¿Hasta cuándo habrá hombres cegados por la soberbia y carcomidos por la avaricia, idólatras del dinero, que por él sacrifican a esposas y a hijos? Ya que no hay mejor herencia para sus hijos que una buena educación. Pero esos padres deben pensar seriamente que la obra y la tarea de reconstrucción comience por ahí: dando nuevamente al hogar su unidad espiritual, su carácter de refugio, de alegría, de descanso y de la mejor escuela de educación: ya que lo que no se hace en la familia, no puede ser hecho por nadie.

La vida moderna ha creado un sinnúmero de actividades que parecen justificar en los hombres y en las mujeres tantas salidas de su hogar. Y todos han sido presa de este vértigo; aún no han sabido librarse de esa neurosis del  movimiento que enloquece a todos, para vivir la tranquilidad del hogar y dedicarse allí a la máxima tarea del hombre: forjar sobre el yunque de su corazón, fuerte y experimentado, el carácter de su hijos.

El hombre moderno es un prófugo de su hogar, un traidor frecuentemente de su labor de educador. El egoísmo propio del varón entrega, con un gesto de frialdad inconcebible, toda tarea de educar a la mujer. Dirán algunos: “Yo para los negocios, y la profesión, es decir: yo busco el pan, y ellas que no hacen nada (porque no salen a buscar el pan) lógicamente que carguen con los hijos”.

Cuando no es la excusa del trabajo, es la excusa del cansancio del trabajo. Y siempre el mismo egoísmo. “Yo trabajo todo el día, tengo derecho a pasar unas horas con mis amigos”. Y entonces ellas ¿porqué no tienen el mismo derecho? Y así se llega, naturalmente, en los que tienen medios económicos, a poner una sirvienta para cada uno de su hijos y,  de este modo, queda solucionada esa alternativa tan fastidiosa, y los padres pueden satisfacer juntos su propio egoísmo. Los hijos son siempre la carga tolerada. ¿Y los problemas espirituales, las tristezas de esas almas tiernas durante su ausencia? Dirán los padres. No importa: ellos, porque son pequeños, no tienen derecho a protestar. Pero el día de mañana, cuando se rebelen contra este estado de cosas, sucederán las desgracias que siguen siempre; esas desgracias en la que los padres, mientras son víctimas de su egoísmo, no quieren pensar para no amargarse el placer del momento que viven.

NECESITAMOS EDUCADORES

Sé que algunos de ustedes estarán pensando: ¿por qué se insiste tanto en ese tema? A lo cual respondemos que además de lo que dice la experiencia sobre los tristes efectos de ese disociar la vida matrimonial, que deja de ser una unidad de vida, unidad de ideales, unidad de métodos, unidad de medios, unidad de esfuerzos educadores, para convertir al hogar en un apartamiento de hotel: cada uno hace su vida para encontrarse solamente, cuando se encuentran, en la mesa y en la cama, no se puede hablar de un método de educación, cuando no existen los educadores.

Por eso los que realmente estén conscientes de esto, serán los que estén dispuestos a ser verdaderos padres educadores.

A ellos les diremos que es necesario pensar qué se va hacer con los hijos. Porque es una gran verdad repetida sinceramente por muchos padres, que muy poco pensaron acerca de los problemas educacionales.

No hay excusas para escapar al deber de forjar el alma de los hijos.

¿QUE ES, PUES, EDUCAR?

Educar es cultivar, desarrollar, ejercitar, robustecer y aquilatar todas las facultades físicas, intelectuales, morales y religiosas que constituyen en el niño la naturaleza y la dignidad humana cristiana.

Para que un hombre pueda considerarse educador de sus hijos, tiene que intervenir positiva, continua, intensa y eficazmente sobre cada uno de los movimientos del niño. Como se ha dicho una y mil veces, no se puede olvidar la realidad imperfecta, y esa especie de ley de retrogradación que hay  en nosotros y que lo expresa S. Pablo: de las dos leyes contrarias que dominan nuestro ser, por lo cual a pesar de conocer la ley del bien nos sentimos arrastrados por el mal. Esa tendencia existe en el niño, desde que nace.

Por eso es necesario que comprendan padres que la educación debe comenzar desde el primer instante del nacimiento: ya ahí, al estar en sus manos por primera vez el niño, ya les exige una atención permanente, y ya ahí debe haber unidad de criterios y de ideales en su educación. ¡cuántas veces se oye hablar a muchas señoras: “pobre, es tan chiquito… ya tendrá tanto que sufrir en la vida… que pase estos años haciendo su gusto; pero eso sí, ya estamos de acuerdo con mi esposo en que cuando comience a ir a la escuela, entonces sí, no le dejaremos pasar nada!”

¡qué error tan fundamental! El niño aprende los primeros cuatro años más que en cuatro años de Universidad, y a los siete años ya tiene modalidades, ya ha contraído hábitos que muy difícilmente se arrancarán.

NO ESPERAR” es el gran mandamiento de la sana  pedagogía. A quien espera, le sorprenderá siempre el desastre. La vida desde su nacimiento toma una dirección, va asimilando vivencias, cada día se va afirmando en su curso. Por eso es que desde los primeros días requiere una dirección, tan necesaria e imperiosa, que todas las horas perdidas, todas la negligencias en este deber ineludible, serán lagunas perjudiciales a la integridad de la obra. Por eso la misión del padre consistirá en enderezar, en tender la mano sin perjudicar jamás el esfuerzo personal; en ofrecer apoyo dejando, al propio tiempo, que el pequeño ser ensaye sus fuerzas… porque el padre debe modificar la tendencias sin aniquilarlas y dar un objetivo al movimiento sin detenerlo. Es necesario saber que la inteligencia y la voluntad, entregadas a sí mismas, tales como el niño las ha recibido, son instrumentos incompletos, peligrosos y mortales: son potencias ciegas y locas que lo arrastran fatalmente a la caída. Esto es terrible; pero exacto, y proclama con su aterradora severidad el principio de los males espantosos que surgen de la negligencia en enderezar las nacientes tendencias con que todo ser viene a este mundo.

Este es el criterio real y objetivo que debe, por tanto, unir, en una fuerza educadora bien orientada y eficazmente práctica, a esposo y esposa. De común acuerdo, padre y madre, deben dirigir sus esfuerzos a esta reforma de la naturaleza caída por el pecado original. ¡Cuántas veces, en su tranquilo descuido, los padres se han visto asaltados por problemas de sus hijos y de sus hijas fácilmente previsibles; pero que ellos prefirieron no conocer!

Es necesario, que la paternidad sea encarada de otra manera a fin de que puedan quedar en sus hijos las huellas de su acción educadora.

Quisiera que, al menos, les quede bien grabada esta sola lección: el mejor de los métodos es vivir con los hijos, es “ser” para los hijos. Y el mayor acto de amor: es corregir con prudencia y con firmeza a sus hijos.

DESPERTAR A LAS RESPONSABILIDADES

Vivimos en una época de improvisaciones y superficialidad, y creemos que todo puede ser improvisado y que las cosas pueden llegar a ser, con sólo desearlas o soñarlas. La educación de los hijos no se puede improvisar; por tanto, no bastan esos golpes de autoridad por la noche, o esas intervenciones policíacas, ni tampoco el dejar caer el peso de las amenazas, con frecuencia, sobre las cabezas de los niños. Se requieren otras cosas. Es necesario una intervención sabia, hecha de bondad y de firmeza, pero sobre todo de continuidad, para que las almas tiernas se vayan moldeando.

Las cosechas que maduran al sol piden, para nacer y desarrollarse, cultivo persistente y esfuerzos innumerables. Entablase una lucha en torno de todo lo que crece y anhela desarrollarse.

La dureza del suelo y las hierbas dañinas, los gérmenes oscuros del mal, sembrados por todas partes y tan rápidos en brotar, las mil causas desconocidas de languidecimiento y de muerte… todo, en el orden físico y moral, se afana por destruir lo que vive y se desarrolla. Un alma corre más peligro que una planta. Por una naciente virtud que muestre su tallo,  hay mil defectos ya formados, que nacen junto a ella y la sofocan. Tal es el triste legado de nuestra naturaleza decaída.

Y tal es también la gran empresa de la educación, de ese cultivo incesante, que es en realidad verdadera lucha perpetua contra los nefastos instintos, simientes malditas aportadas al nacer.

Pues bien: ésa es la lucha que deben emprender los padres, ésa es su tremenda y dura misión, sobre todo al principio, pues más tarde los frutos serán de consuelo y alegría, en proporción a la forma en que se hubieren consagrado a ella.

Esta acción debe ser permanente, vigilante y atenta a todas las manifestaciones de la naturaleza; acción corregidora de todas las  malas tendencias; acción positiva en la recta formación de los buenos hábitos.

Estas tres condiciones son generalmente olvidas y descuidadas por los padres, que se contentan con una acción discontinua, esporádica, improvisada y puramente negativa.

Despertar la conciencia del educador, que duerme en cada uno de los padres, es el fin de estas palabras. El día en que estas dos realidades existan plenamente identificadas en cada uno de ustedes, entonces sentirán la satisfacción del deber cumplido, y recibirán el mayor de los galardones que puede un padre recibir sobre la tierra: el amor de sus hijos convertido en el orgullo por el padre que Dios les ha dado.

Por último espero en Dios, estimados padres, que analicen y mediten, todo lo relacionado a este tema de gran importancia para esta y la otra vida; cual es este método de la educación de sus hijos. Es otros escritos vamos a seguir dando más herramientas para seguirles facilitando esta grande y noble misión.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro “Paternidad y Autoridad” del P. Eduardo Pavanetti sacerdote Salesiano.

Mons. Martin Davila Gandara